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< Septiembre n°8

 
 

A menudo me encuentro una de dos ideas sobre qué es ser diseñadora. Una, es la versión cientificofestiva, de genio en busca de inspiración, fríamente apasionado, calculador y en otra dimensión. Cuando alguien se piensa que ser diseñador es esto, te ofrecen ideas. Como si sólo tú pudieras entenderles. De genio loco a genio loco. Vuelcan sobre ti frustraciones que sospechan deben de molestar a todo el mundo. Tetrabricks que sirven la leche como quieren (alguien les hizo caso con estos); bancos que recogen los restos de pipas; cosas de este tipo. Por experiencia, puedo decir que la gente que reacciona así lo hace con buena intención. La otra opción, son los que te imaginan con gafas sin lentes, vestidos de tercera mano y muchos productos de Apple. Admitiré algunos de estos cargos, pero además esta imagen viene vacía de contenido, es todo fachada. La “o” final de diseñador se deforma en sus bocas en una mueca. Te dicen: eres diseñadooooarg. Y a veces añaden: mi primo hace páginas web. O bien: yo estudio una carrera de verdad. Esta gente no tiene buena fe. Aunque luego vuelvan a sus casas y se sienten en sus sillas Ghost de Starck, sillas de diseñadooooarg.

 

Lo que la gente no imagina, ni los de buena fe, ni los de mala fe, es que los diseñadores nos pasamos horas pensando en ellos. Y, muchas veces, no nos preocupa hacer sus sofás más bonitos. Nos preocupa hacerles más felices, y entenderles mejor. Nos pasamos años en la universidad discutiendo si una lámpara teóricamente budista que se enciende cuando es de día y se apaga cuando es de noche es conceptualmente válida (caso verídico, las críticas fueron más bien feroces y el aspirante a diseñador nos dijo que no le entendíamos). Diseñamos pins con un LED que parpadea hasta que alguien hace una donación a una ONG y la luz se mantiene encendida, en representación de la vida que sostienes con tu donación (otro caso real, excepto que en este caso fue el profesor quién dijo que eso le dejaba “un peso sobre las hombros” y se tenía que hacer algo más ligerito). Diseñamos cápsulas para guardar pestañas por si tenemos deseos de emergencia, o para regalar a seres queridos y evitar que estos tengan que gastar sus pestañas/deseos (también cierto, y este es mío. Una profesora invitada me dijo que ya había “suficiente mierda en los basureros”).

 

Con todo esto quiere decir que hay un nuevo diseño que acecha. Un diseño que no es práctico, es un diseño que busca dialogar y hacerse un hueco en el corazoncito de sus usuarios. Mesas de tres patas que necesitan de una pila de libros para sostenerse, por si éstos no te caben ya en casa, o para que le hagas caso. O para “hablar de ello”, como algunos exprimidores de limón de cuyo nombre no quiero acordarme. Martí Guixé acuñó el término ex-designer. Y Starck ha declarado que el diseño ha muerto. Han vuelto las artesanías. Estamos reclamando una intimidad humano-objeto. Queremos que la gente nos pida camas en las que ver pelis de miedo, caperuzas rojas anti-lobo o platos para la gente que no les gustan las pasas. Mesas de tres patas. Mierda para los basureros. Y es que en el fondo, somos unos cuentistas. O sea, que contamos historias. Historias objetuales.

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Oda a las mesas de tres patas

Por María Gil Ulldemolins.