Tentativas sobre Los X


Una antigua casa de adobe, cuya altiva torre de concreto desafía a las insolentes construcciones que invaden el centro de Santiago, es una de las pocas huellas que nos permiten penetrar en el misterio de Los X. Su portal ostenta oscuros símbolos que los transeúntes ignoran por completo. Ya nadie recuerda el profundo sentido del hu­mor que animó su creación. En el patio interior, el espíritu de cada uno de los herma­nos decimales se encuentra esculpido en los capiteles de las columnas, que han sabido resistir airosas nuestras catástrofes periódicas. Sus salones, hoy vacíos, son verdaderas reservas de silencio en medio del bullicio frenético de los alrededores. Apenas el crujir del piso y el chillido de las viejas bisagras interrumpen brevemente la paz que evoca el tránsito por esta casa abandonada, que se parece en extremo al claustro que soñaron construir Los X a las afueras de la ciudad para vivir en perpetua exaltación ideal. Así lo describe Armando Donoso, uno de los integrantes, en 1915:

“… claustro solitario de estilo rancio, con misteriosas arcadas, alta torre, sonoras campanas y mucho silencio propio al ensueño”.

A pesar del tiempo, de las muertes sucesivas y de los ataques de amnesia con que aligera­mos nuestra conciencia, esta casa mantiene vigente su sentido. Hace casi cien años fue con­siderada como un refugio, un lugar en el cual la solemnidad de los artistas afrancesados y los frívolos artilugios de los salitreros no tenían espacio. El humor desarticulaba la rígida cotidianeidad y ofrecía la extraordinaria posibilidad del desdoblamiento. Los X luchaban por superar los estrechos límites humanos y extender las fronteras de la belleza, a través del ejercicio libre y desenfadado del arte. Como eran pocos, debían agruparse para hacerle frente a este escenario adverso, y llevar adelante la resistencia desde todos los ángulos. Se propusieron salvar el mundo… todavía no sabemos con certeza si fracasaron.

A fines de 1914, cuando el horror de la Gran Guerra empezaba a hacerse sentir en todo el mundo, un grupo de jóvenes artistas comenzaron a reunirse de forma periódica en distintos lugares de Santiago. Bebían, conversaban y tocaban música, además de realizar toda clase de juegos ridículos. Poseían símbolos mágicos e incluso liturgias, que observaban con religioso respeto.

“Consagrábase el culto de la paloma que descendía del cielo de la pieza atada de un burdo cordel, pero en cuya milagrosa presencia debían creer como los Caballeros del santo Grial creían en la blanca paloma divina” (Donoso, 1916: 34).

A raíz de estas reuniones, Pedro Prado, su líder natural, publicó al año siguiente el libro Los Diez, en donde sentó las bases de una poética decimal. El grupo estaba compuesto por Prado (escritor, arquitecto y pintor), Julio Bertrand (arquitecto y fotógrafo), Manuel Magallanes Moure (poeta y pintor), Juan Fran­cisco González (pintor), Acario Cotapos (músico), Alfonso Leng (músico), Alberto Ried (escri­tor, pintor y escultor), Armando Donoso (crítico), Julio Ortiz de Zárate (pintor y escultor) y Augusto D´Halmar (escritor). Pero las fronteras de Los X estaban siempre en expansión, por lo que el número exacto de integrantes es imposible de determinar con certeza, al igual que el origen de su nombre. Como señala Valeria Maino, cada uno de los integrantes del grupo tiene una tesis distinta, lo que reafirma la idea de que, en el fondo, se trata de una incógnita que debe ser dilucidada con imaginación y sentido del humor, ya que los X gozaban generando en torno suyo esa atmósfera de misterio y ensoñación.

La buena recepción de este libro despertó el entusiasmo de los hermanos decimales, quienes buscaron nuevas formas de compartir el resultado de sus indagaciones estéticas con el público. Resultado de ello fue la exposición de pinturas y esculturas que cele­braron Pedro Prado, Manuel Magallanes Moure y Alberto Ried en un salón de El Mercurio en junio de 1916. El éxito de esta exposición fue extraordinario, vendiéndose todos los cuadros y convirtiéndose sus organizadores en los actores principales de la escena artís­tica chilena. Por ello, a nadie extrañó que dos meses después Los X eligieran el Salón de la Biblioteca Nacional para realizar su primera sesión oficial, en donde Pedro Prado leyó su discurso fundacional, titulado “La somera iniciación al Jelsé”.

Ese mismo año, Los Diez inician un ambicioso proyecto editorial, que comprendía la publicación de una revista y de una selección de libros relativos al desarrollo de las distintas disciplinas artísticas del país. Buscaban constituirse en “un portavoz comple­to, serio y digno, de todos los que en Chile se dedican, por imperiosa necesidad de es­píritu y con nobleza artística, a producir obras de calidad”.

Este tipo de publicaciones, según Beigel, tuvo un papel protagónico en la consolidación del campo cultural, porque fueron “puntos de encuentro de trayectorias individuales y proyectos colectivos, con preocupaciones de orden estético y relativas a la identidad nacional, signo distintivo de la modernización latinoamericana” (2003: 16).

A pesar de sus excelentes intenciones y de la buena recepción de los lectores, este proyecto editorial se truncó rápidamente, a fines de 1917. El duro ataque de la crítica oficial, la partida de algunos integrantes y el normal desgaste producido por la insis­tente exposición gatillaron el cierre de la editorial y la revista. Sin embargo, el fin de la sociedad editora, no representó el fin de Los Diez, como imaginaron algunos críticos de la época. Es Magallanes Moure quien, en una carta enviada a Nathanael Yañez Silva, fechada el 23 de enero de 1918, explica el verdadero sentido de la agrupación:

“Los Diez no acaban de disolverse, como usted dice, sencillamente porque no han empezado a disolverse, porque no hay en este grupo de personas nada afecto a la disolución, como no sean las personas mismas, y aún no ha ocurrido que ninguna de ellas se haya disuelto. Porque en realidad no son Los Diez una institución formada más o menos artificialmente, ni una sociedad cuyos miembros estén amarrados por algún nudo reglamentario. (…) No hay tal cosa. Nuestra unión tiene una más firme atadura: nos unen el arte y la amistad. No tenemos obligaciones que llenar ni com­promisos que cumplir; nos acerca el placer de estar juntos, entre camaradas, y cré­ame que pasamos ratos muy agradables en nuestras improvisadas reuniones. (…) En resumen: que Los Diez no han muerto, porque todos están vivos. Y tan amigos como siempre”. (Maino: 78)

El Grupo de Los Diez irrumpe en la escena cultural chilena de principios del S. XX con el declarado propósito de llevar adelante una transformación estética radical. Se tra­taba, por ese entonces, de un campo artístico que aún no alcanzaba su plena autonomía, debatiéndose entre el ejercicio del “hombre de letras” decimonónico y el artista ocasional. Sumábase a ello, la vigencia del positivismo literario, cuyo “determinismo inflexible de la representación de la realidad” (Promis, 1977: 31)

ofrecía obstáculos insalvables para el desarrollo de una propuesta estética basada en la libertad expresiva. Alentados por la iniciativa revolucionaria de la Colonia Tolstoyana, cuyos integrantes tuvieron una partici­pación activa en la posterior agrupación , Los Diez buscaron restituirle al ser humano, en su totalidad, el papel protagónico en la vida (Maino, 1976: 17).

Había en ellos la nostalgia tanto estética como social de un “bien perdido” que, como puede interpretarse a luz de la lectura de la “Somera iniciación al Jelsé”, consiste en la totalidad.

“El origen de la creación artística radica en “el amor a la vida total”, actualmente fragmentada y dispersa en una infinidad de tendencias egoístas, sustentadas por el interés individual (Muñoz y Oelker, 1993, 114)

Y esa vida total no puede sino ser representada a través de una “obra total” que de­berá aunar todas las disciplinas del arte en una alianza espontánea de mutua exaltación. Esta lucha declarada que el grupo asume con respecto a la fragmentación social y estética experimentada en la cultura occidental, fruto del individualismo acérrimo que comenzaba a consolidarse, representa una de las características esenciales de su poética. La obra artís­tica emerge como respuesta ante este estado de cosas y se propone alcanzar en quienes la experimentan “un amplio estado de entusiasmo y comprensión” (Promis, 1995, 132). Es el mismo Pedro Prado, gestor y líder de la agrupación, quien define el quehacer artístico como “un proceso de liberación, de pureza y de alegría desbordante” (Maino, 29).

Tales propósitos hacen imposible el establecimiento de normas y parámetros estric­tos, en la medida que el arte debía ser desarrollado con una “libertad natural”. El cuerpo doctrinal a través del cual los hermanos decimales habrían de regirse, el “Jelsé”, más que una forma de reírse de la solemnidad y el aparatoso engolamiento de grupos anteriores.

“Nuestro libro oculto se llama “Jelsé”, palabra a la que es inútil buscar etimologías, porque no significa nada, pues se ha formado, uniendo, a la suerte, cinco letras.

Pero un verdadero décimo no debe confiar a alma viviente, por motivo alguno, este secreto; porque es deseable dar ocupación a filólogos y eruditos” (Promis, 1995: 179)

Este juego con la denominación “Jelsé” es muy parecido al que hacen los dadaístas con respecto a su propio nombre y que será descrito por Tzara dos años después en su manifiesto de 1918:

“Dadá no significa nada. Si alguien considera inútil, si alguien no quiere perder el tiem­po por una palabra que no significa nada. El primer pensamiento que se agita en estas cabezas es de orden bacteriológico, hallar su origen etimológico, histórico o psicológico por lo menos” (De Micheli, 260)

Este paralelo con Dadá nos permite apuntar aquellos elementos que Los Diez compartieron con las vanguardias históricas europeas. El primero de ellos, que ya fue señalado anteriormente, es la búsqueda de una totalidad perdida a través de una vinculación orgánica entre las distintas disciplinas artísticas. En la medida en que el grupo de Los Diez estaba integrado por poetas, pintores, escultores, músicos, arqui­tectos y críticos, cada una de sus actividades requería la participación colectiva. Para señalar solo algunas de ellas, cabe destacar las Doloras de Alfonso Leng, a las cuales Prado escribiría un acompañamiento poético y la Muerte de Alsino, del mismo autor; la exposición pictórica y escultórica y la velada poético musical con que se estrenó la agrupación. Otro de los rasgos compartidos es la lucha por la autonomía del arte. La subordinación a la que había estado sujeto el arte durante el siglo XIX supuso una barrera para la experimentación y búsqueda de nuevos caminos, por lo que una de las tareas claves a desarrollar era la constitución de un campo artístico autónomo. Y la re­vista de Los Diez junto a su proyecto editorial se transformó en una nueva instancia de legitimación con ese único propósito. El humor y una nueva concepción del arte como juego también acercan la poética decimal con las propuestas vanguardistas europeas. La crítica oficial chilena sufrió la embestida irónica de Los Diez, en cuanto pusieron al descubierto, a través de diversas operaciones paródicas, sus precarios procedimien­tos críticos. Omer Emeth y Alone, decanos de la crítica cayeron redondos con las bro­mas del chivo simbólico y de la superchería de Roshan, respectivamente.

No obstante, es importante dejar en claro que hay diferencias notorias en cuanto a la envergadura, intensidad e impacto de la revuelta europea con la de Los Diez. La apuesta de un Apollinaire o de un Picasso van mucho más allá de lo que pudieron alcanzar Prado y Ortíz de Zárate, por dar un ejemplo. El grupo de Los Diez en Chile cobra importancia por servir de punto de inflexión, por ser los primeros en percibir los ánimos de cambio que remecían a la cultura occidental y “oponerle, sin estrépito ni manifiestos, un nuevo sentido constructivo que es su más convincente refutación” (Maino, 17). Pero eso no nos impide sindicar al grupo de Los Diez como la primera vanguardia chilena.

Y todos los rasgos que comparte con las vanguardias europeas y constituyen el soporte básico de su poética se concentran en un punto, que es el ánimo de ruptura, de superación, de transgresión de los límites impuestos, que Prado describe muy bien en una entrevista concedida en Colombia, cuando se desempeñaba como ministro plenipo­tenciario de Chile:

“Yo, desde el primer momento en que principié a escribir sentí el ansia de las cosas raras. Quise hacer una obra humana, pero por encima de todo lo vulgar. Educado a solas con mi espíritu, inicié la realización de una obra que estuviese de acuerdo con mi temperamento perseguidor de emociones desconocidas. Ex­aminé el panorama de la literatura, y resolví traspasar el límite dentro del cual se movía todo y se movían todos. ¿Usted sabe cuál es la tragedia del límite? El deseo de ir más allá, de llegar un poco más adelante del lugar visitado por otros. Bucear por los fondos vírgenes. Otear los horizontes no conquistados. Hacer cosas humanas sobre planos esotéricos. Y conquistar una vida intelectual nueva, dentro del culto de la estética”. (Prado, 1928)

Esta tragedia del límite vivenciada por Prado es simbolizada a través de la figura de Lázaro, quien, al ser llamado por Jesús, debe abandonar la muerte y todo lo que ella le había revelado. Y dolido por no poder disfrutar de ambos saberes, por no poder ex­perimentar ambas experiencias de manera simultánea, llora:

“Yo lo sabía cuando durmiendo estaba; pero toda mi conciencia de la tumba rueda a lo más hondo del olvido. ¡Ay!, para siempre he perdido el saber que alcanzara en mi agonía”.

Prado busca trascender incluso el límite que separa a la vida de la muerte por me­dio del acto poético. Tarea no menos alucinada que la de romper la barrera que divide al sueño de la vigilia asumida por los surrealistas y que tiene un mismo objetivo: alcanzar la totalidad, construir una superrealidad. Y en uno de los primeros poemas de Prado, apare­cido en su libro Flores de Cardo, de 1908, que significativamente titula “El desborde”, lo expresa de la siguiente manera:

“Que todo progreso que hago en mi camino es por buscar la igualdad, en un deseo de llegar muy pronto al nivel natural, en llanura inmensa que váyase pausada camino del mar, donde mi correr fuese tan lento que al poder mis aguas ensanchar, antes de morir, verme largo tiempo reflejando el cielo en su total!”

La problemática del límite es para Prado y los demás hermanos decimales el origen de la obra artística, el acicate inicial, sin el cual se vuelve incomprensible su proyecto. La unidad espiritual y cultural que representó el siglo XIX supuso una carga imposible de poder sobrellevar, por lo que la ruptura con esa tradición se les presentó como una obligación. Pero su tarea no consistió solamente en un gesto de negación y repulsa hacia el pasado, sino la postulación de un nuevo orden apenas intuido, pero que quisieron encarnar a partir de su obra artística.

BIBLIOGRAFÍA

  • Beigel, Fernanda, “Las revistas culturales como documentos de la historia latinoamericana” en: Utopía y Praxis Latinoamericana, año 8, nº 20, marzo 2003. p. 106
  • Micheli, Mario. Vanguardias artísticas del siglo XX. Madrid, Alianza, 1979.
  • Donoso, Armando. “Pedro Prado”, en: Nosotros (Buenos Aires), X, nº 84, abril 1916, pp. 22 – 54.
  • Maino, Valeria et al. “Los Diez” en el arte chileno del siglo XX. Santiago, Ed. Universitaria, 1976.
  • Prado, Pedro. Obras Completas. Edición de Pedro Maino. Santiago, Origo Ediciones, 2010.
  • Promis, José. Testimonios y Documentos de la Literatura Chilena. Santiago, Andrés Bello, 1995.
  • Muñoz, Luis y Oelker, Dieter. Diccionario de grupos y movimientos literarios chilenos. Concepción, Universidad de Concepción, 1993.