Las listas, Lucas Mertehikian

Las listas, El fin de la noche, Buenos Aires, 2011

No te preocupes –dijiste–
es en febrero.
Ahora hace calor
y duermo con el ventilador encendido.
Llueve cada dos días y extraño
el frío de julio.

 

*

 

Mi abuela narra las penas de su padre
en el exilio:
caminó por la frontera tres meses
acosado por el terror de los guardias turcos.
Los contingentes marchaban con los captores,
que se relevaban en sus turnos cada siete horas.
En uno de esos puestos de campaña consiguió
que le cambiaran lápiz y papel por sus zapatos,
y escribió una carta.
Llegó a Esmirna descalzo, más flaco
y con la barba crecida.
De su infancia en Oriente mi abuela recuerda
el sabor del jalva y de los higos
del almacén de su familia.
En Buenos Aires,
un día vio a su padre en el comedor muy temprano,
descalzo y con una valija.
Me voy –dijo–. Necesito escribirlo todo,
y partió sin más precisiones.
Ella lo miró salir por el pasillo que había
entre la puerta de casa y la calle sin pensar en nada.
Sus pies transpirados hacían ruido
contra el piso de mosaico.Durante los últimos años, los colores de sus ojos
han ido ocupando el espacio que los rodea,
como si quisieran expandirse más allá del cuerpo enfermo
que los tiene prisioneros.
Ahora esas manchas grises y celestes
miraban fijo un punto en la ventana.
Su padre tardó tres meses en volver de ese viaje.
Apareció en el comedor una mañana, de nuevo muy temprano.
Dejó la valija en el suelo.
Seguía descalzo y había enflaquecido. Tenía la barba larga
y un montón de hojas en blanco.

 

*

 

La última vez que vi a papá
ya no hacía listas para ir de viaje.
Ahora amontona todo en un bolso de mano
para ir adonde haga falta.
Mamá lo acompaña
casi siempre.
La vejez y el exceso de calmantes
también pueden devolver la vida.

 

*

 

Un amigo dice haber descubierto
después de años de terapia
que lo que más le cuesta es amar
y lo que mejor le sale, estar enamorado.
Lo supo leyendo La Nación un domingo
mientras su mujer preparaba el desayuno:
tostadas con mermelada,
un jugo de naranja demasiado agrio y
saquitos de té con gusto a frutilla.

 

*

 

No es mi amiga pero me cuenta
que su hermana murió de un aneurisma
hace dos años.
Sus papás no estaban. Tuvo que viajar
con ella en la ambulancia.
Era una madrugada de octubre
pero todavía hacía frío. En la puerta del hospital
los doctores soltaban humo por la boca
cuando hablaban.

 

*

 

Mientras toma cocaína
en la cocina de su casa,
Camilo me habla
de los grandes problemas de nuestro siglo.
Algunos amigos saltan
de facultad en facultad
sin encontrar su vocación.
Otros siguen dos o tres carreras
al mismo tiempo.
Un conocido suyo enloqueció
leyendo foros en Internet,
porque pensaba que por ahí se mandaban mensajes
su novia y otro tipo.
Lo internaron después de encontrarlo
inconciente frente a la computadora.
Hacía tres días que no dormía
ni comía nada.
En el monitor quedaron
varias ventanas abiertas;
un foro de aeromodelismo y otro
de recetas naturistas.
En un documento de Word había pegado
algunas frases:
–Yo te recomiendo
una hélice de madera.
–A veces no conviene
hervir todas las verduras.

 

*

 

Con su segunda pareja,
mi abuelo compró una casa
en uno de los primeros countries
de las afueras de Buenos Aires.
Veinte años después mamá hizo lo mismo
sólo para darle el gusto.
Tomó su parte de la herencia de su madre
y la enterró bajo el pasto prolijo
de cuatro lotes en Pilar.
La casa era linda, con el techo a dos aguas,
y la pileta circular en el jardín del fondo.
Fuimos todos juntos
una única vez.
Pasaron casi diez años,
y cuando se murió el abuelo,
mamá puso la casa en venta.
A los pocos días
apareció un comprador.
Por apurar la transacción,
dijo mi papá,
ella perdió mucha plata.
Ésa es la historia
de mi mamá y mi abuelo.
Decidí saltearme las cosas
que no son importantes.

 

*

 

Hace mucho que no lo veo,
pero antes de envejecer por separado
crecimos juntos.
Una pared cruzada por la enredadera
dividía nuestros jardines.
En verano nos turnábamos para saltarla
y jugar del otro lado.
Para treparme yo subía
al filtro de la pileta
y apoyaba los pies
sobre las ramas más fuertes.
Desde la cima saltaba con cuidado,
para evitar el rosal de su mamá.
Un día jugamos en su pileta
a apilar sillas de plástico
y saltar desde ahí arriba.
Yo me tiré de espaldas
y cuando caí
me pegué las piernas
contra el borde de granito. Grité.
Sumergido en el agua oí,
muy cerca, un golpe seco.
Salí a la superficie y vi a papá
en cuclillas sobre el pasto
todo raspado por las espinas.

 

*

 

Tengo veintitrés años
pero hoy jugué en el mar
como si tuviera diez, once
como máximo.
Barrenaba las olas hasta llegar a la orilla
y desde ahí entraba de nuevo
saltando sobre la espuma.
Más de una vez me tropecé
con algunos pozos de arena
que se extendían bajo el agua.
El mar acá es tibio
y si me sumergía del todo podía protegerme
del viento de la costa.
En la orilla quedó papá
sin sacarse la remera,
con los anteojos negros.
Estaba parado con las piernas abiertas
al ancho de sus hombros
y las manos juntas atrás de la espalda,
sobre la cintura.
Cada tanto movía los brazos
para hacerme señas de que me acercara.
El mar estaba revuelto y si no hacía fuerza
la corriente me llevaba, muy lentamente,
hacia adentro.

*

 

El día del entierro de mi abuelo
fue la tercera vez
que pisé un cementerio.
Cuando era chico las visitas de mamá
a la tumba de la abuela
eran casi un secreto.
Algunos sábados mi tía pasaba a buscarla
y ella se iba sola, sin decir nada.
Papá se sentaba en la mesa del comedor
y tipeaba en la computadora.
Quedaba rodeado por sus papeles
y los suplementos del diario.
–¿Y mamá? –preguntaba yo.
– Fue a Chacarita con tu tía.
Yo tenía diez años
cuando se murió mi tío
y papá viajó solo a Bariloche
donde su hermano vivía y lo enterraron.
Mis abuelos se quedaron en Buenos Aires
porque el médico les había prohibido
las emociones fuertes.
Unas vacaciones en el Sur pasamos por ahí
y con mi hermana mayor acompañamos a papá
a llevar flores a la tumba.
No me acuerdo del nombre
del cementerio privado
pero sí de los muros de ladrillo,
los árboles gigantes
y el ruido de las bordeadoras de césped
que pasaban por algunos costados.
Sólo eso se veía
por encima del suelo verde.
Mi papá se adelantó para pedirle direcciones
a un hombre que barría unas hojas.
Después le puso la mano sobre un brazo
y asintió con la cabeza.
Mi hermana y yo caminamos atrás
hasta que se detuvo.
Bajó la vista y nosotros hicimos lo mismo.
Me persigné y vi mi apellido en la chapa
sobre el pasto recién cortado.
Un sábado entré al cuarto de mis papás
y mientras mamá se preparaba para que llegara mi tía
le dije:
–Voy con vos.
No contestó nada.
Cuando sonó el timbre yo abrí la puerta
sin saludar a nadie.
Manejaba el marido de mi tía y entonces recordé
que ella nunca había aprendido.
Bajamos del auto y le compramos flores a un puestero
que saludó a mamá y a la tía por sus nombres.
Atravesamos el campo de las lápidas y llegamos
a una galería donde los nichos se enfrentaban.
Entre ellos quedaba un espacio bastante amplio.
Mi mamá se quejó de la suciedad del lugar
y mi tío trajo una escalera. Mamá subió, se besó la mano
y la posó sobre la placa. Después enganchó una flor
contra el elástico. La siguió mi tía, que hizo
idénticos movimientos. Cuando ella bajó me miraron
pero yo desvié los ojos
y me hice el que rezaba.
Mi tío se quedó unos pasos más atrás
y desde ahí observaba
todo en silencio.
Después de unos minutos seguimos caminando
y también él fue a besar
el nicho de su madre.
Al entierro del abuelo llegamos bien temprano.
Con mis papás y las chicas esperamos en la entrada
que aparecieran los otros.
También fueron algunos amigos
y gente que yo no conocía.
Cuando la viuda bajó de un auto
el sacerdote del lugar se acercó a mamá:
–¿Llegó su madre? –preguntó.
–No es mi mamá –le dijo ella sin mirarlo.
La vieja caminaba con dificultad
del brazo de su hermana
y con la otra mano se acomodaba sobre la nariz
un par de anteojos negros.
La ceremonia fue breve. En la capilla hacía calor
y había olor a humedad.
El cajón no parecía tan grande
como para contener el metro ochenta y cinco
que medía mi abuelo.
Antes de que mi papá y mis tíos tomaran las manijas
una de mis primas se besó la mano
y tocó la madera brillosa.
El cura le dio una palmada en la mejilla
a uno de mis primos más chicos. Lloraba.
–No pasa nada –hubiese querido decirle.
Hay algo lindo acá,
en esta fila de muertos
que a veces llamamos familia.
Pero estuve toda la mañana callado.
Dejaron el féretro en el pozo
y todos salimos cabizbajos. Algunos conversaban.
El viaje de vuelta a casa por la autopista
duró una media hora. No había nubes
y el sol golpeaba fuerte
sobre el parabrisas de la camioneta.
Llamé a mi novia.
Estaba en Uruguay
y la comunicación no era buena.
Después de pronunciar cada palabra
podía oír cómo mi voz llegaba
al otro lado de la línea,
con un segundo de demora.