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< Junio n°6

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De niño me gustaba la palabra apagón. Mi madre nos buscaba, nos llevaba al living. Antes no había luz eléctrica, decía cuando encendía las velas. Me costaba imaginar un mundo sin lámparas, sin interruptores en las murallas.

Esas noches nos permitían quedarnos un rato conversando y mi madre solía contar el chiste de la vela inapagable. Era largo y fome, pero nos gustaba mucho: la familia trataba de apagar una vela para irse a dormir pero todos tenían la boca chueca. Al final la apagaba la abuela, que también tenía la boca chueca, apagaba la vela untándose los dedos con saliva.

Mi padre celebraba también el chiste. Estaban allí para que no tuviéramos miedo. Pero no teníamos miedo. Eran ellos los que tenían miedo.

De eso quiero hablar. De esa clase de recuerdos.

 

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Hoy me llamó mi amigo Pablo para leerme esta frase que encontró en un libro de Tim O`Brien: <<Lo que se adhiere a la memoria son esos pequeños fragmentos extraños que no tienen principio ni fin.>>

Me quedé pensando en eso y me desvelé. Es verdad. Recordamos más bien los ruidos de las imágenes. Y a veces, al escribir, limpiamos todo, como si de ese modo avanzáramos hacía algún lado. Deberíamos simplemente describir esos ruidos, esas manchas en la memoria. Esa selección arbitraria, nada más. Por eso mentimos tanto, al final. Por eso un libro es siempre el reverso de otro libro inmenso y raro. Un libro ilegible y genuino que traducimos, que traicionamos por el hábito de una prosa pasable.

Pienso en el comienzo bellísimo de Léxico familiar, la novela de Natalia Ginzburg: <<Todos los lugares, hechos y personas que aparecen en este libro son reales. Nada es ficticio. Siempre que, debido a mi costumbre de novelista, inventaba algo, me sentía obligada a destruirlo.>> Habría que se capaz de eso. O de quedarse callado, simplemente.

 

 

 

 

Foto de portada: Javier Godoy

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Fragmento de la novela

Fomas de volver a casa (Anagrama).