Sobre la paulatina elaboración de los pensamientos al hablar (1801)

Cuando quieres saber algo y no lo puedes encontrar meditando, te recomiendo, mi querido e ingenioso amigo, hablar sobre ello con el primer conocido que te salga al paso. Y no tiene que ser precisamente una cabeza de pensar agudo, y tampoco estoy sugiriendo que debas interrogarlo al respecto: ¡no! Antes que nada, tú debes contárselo a él mismo. Te veo abrir de par en par los ojos y responderme que antaño te aconsejaron no hablar de nada que no fuesen cosas que tú ya entiendes. Pero es probable que en aquellos tiempos hablaras con la petulancia de instruir a otros, yo quiero que hables con el razonable propósito de instruirte a ti mismo, y así quizá puedan coexistir ambas reglas de sabiduría, de modo diferente para casos diferentes, la una junto a la otra igualmente bien. Dice el francés que l’appetit vient en mangeant, y este axioma de experiencia sigue siendo verdadero cuando se lo parodia diciendo que l’idée vient en parlant.

A menudo me siento a mi mesa de trabajo sobre los documentos, y, en una embrollada cuestión litigiosa, indago el punto de vista desde el cual podría juzgársela bien. Acostumbro entonces mirar a la luz, como al punto más diáfano, movido por el afán de esclarecerse en que está empeñado mi ser más íntimo. O bien, cuando me viene en mientes una tarea algebraica, busco el punto de partida, la ecuación que expresa las relaciones dadas, y desde la cual resulta después fácilmente la solución por cálculo. Y he aquí que cuando converso sobre eso con mi hermana, que está sentada detrás de mí y trabaja, caigo en lo que una cavilación quizá de horas no habría podido sacar en limpio. No es que ella me lo hubiese dicho en sentido propio; pues no conoce el código ni ha estudiado el Euler o el Kästner. Tampoco es que me hubiese conducido, por medio de preguntas atinadas, al punto del cual se trata, aunque esto pueda haber sido a menudo el caso. Pero puesto que sí tengo alguna oscura representación que está lejanamente relacionada con lo que busco, y a condición de que arranque de ella atrevidamente, ocurre que el ánimo, mientras la conversación avanza, llevado por la necesidad de hallar un término para el comienzo, acuña esa confusa representación hasta la plena nitidez, de modo tal que el conocimiento, para mi asombro, está listo al concluir la frase. Mezclo sonidos inarticulados, le doy largas a los vocablos conectivos, empleo también una aposición donde no sería necesaria, y me sirvo de otras martingalas que amplían el discurso, a fin de ganar el tiempo pertinente para la fabricación de mi idea en el taller de la razón. En tal circunstancia nada es más provechoso para mí que un movimiento de mi hermana, como si quisiera interrumpirme; porque mi ánimo, que ya está exigido, es incitado aun más por este intento exterior de arrancarle el discurso en cuya posesión se encuentra, y, como un gran general, cuando apremian las circunstancias, su capacidad es puesta en tensión todavía en un grado más alto. Es en este sentido que concibo de cuánta utilidad pudo serle su sirvienta a Molière; pues si le creía capaz, según cuenta, de un juicio que podía informar el suyo, ésta es una modestia que no creo haya existido en su pecho Para el que habla hay una extraordinaria fuente de entusiasmo en un rostro humano que lo enfrente; y una mirada que nos anuncia haber comprendido ya un pensamiento expresado a medias nos regala a menudo la expresión para toda la otra mitad.

Creo que más de algún gran orador, al momento de abrir su boca, aún no sabía lo que iba a decir. Pero la convicción de que la plétora de pensamientos que le era necesaria ya la extraería de las circunstancias y de la excitación de su ánimo de allí resultante, lo hacía suficientemente osado para principiar confiando en la buena suerte.

Se me ocurre aquel “golpe de trueno” de Mirabeau con el que dio cuenta del maestro de ceremonias, que, después de levantada la última sesión monárquica del Rey el 23 de junio, en la cual éste había ordenado que los estados se disolvieran, volvió a la sala en que todavía permanecían éstos y les preguntó si habían escuchado la orden del rey. “Sí”, respondió Mirabeau, “escuchamos la orden del rey” — estoy seguro que él, en el instante de este comienzo tan humano, todavía no pensaba en la bayoneta con la que iba a concluir: “sí, mi señor”, repitió, “lo escuchamos” —se ve que todavía no sabe bien lo que quiere. “Pero qué le autoriza” —siguió, y entonces, súbitamente, le viene un manantial de representaciones enormes — “¿darnos órdenes aquí? Nosotros somos los representantes de la nación.” — ¡Eso es lo que necesitaba! “La nación da órdenes y no las recibe” — para empinarse de inmediato a la cima de la osadía. “Y para darme a entender a usted de manera enteramente clara” — y sólo ahora encuentra lo que expresa toda la resistencia con la que su alma está alzada en armas: “dígale pues a su Rey que nosotros no abandonaremos nuestros puestos más que bajo la violencia de las bayonetas”. — Con lo cual, satisfecho, se sentó en una silla. — Cuando se piensa en el maestro de ceremonias, ante esta salida, uno no se lo puede imaginar más que sumido en una total bancarrota del espíritu; según una ley similar a aquella según la cual en un cuerpo que está en estado cero de condición eléctrica, cuando llega a la atmósfera de un cuerpo electrizado, se suscita de repente la electricidad contraria. Y tal como con ello, después de un efecto recíproco, vuelve a reforzarse en el cuerpo electrizado el grado de electricidad que lo habita, así el valor de nuestro orador fue a dar al más temerario entusiasmo con la aniquilación de su oponente. Tal vez fue que de esta manera, a fin de cuentas, fuese el temblorcillo de un labio superior, o un juego ambiguo del puño, lo que desató en Francia la subversión del orden de las cosas. Se lee que Mirabeau, apenas se hubo retirado el maestro de ceremonias, se levantó y propuso: 1) constituirse de inmediato en asamblea nacional, y 2) con carácter de inviolable. Pues por el hecho de haberse descargado, igual que una botella de Kleist, se había vuelto neutro nuevamente y, de regreso de su atrevimiento, le hizo sitio al temor ante el Chatêlet y a la cautela.

Ésta es una curiosa concordancia entre los fenómenos del mundo físico y del moral, que, si uno quisiera seguirla, también se acreditaría en las circunstancias colaterales. Pero dejo mi analogía y regreso al asunto.

También Lafontaine, en su fábula Les animaux malades de la peste, en que el zorro es forzado a exponer una apología del león sin saber de dónde va a sacar el material para ello, proporciona el curioso ejemplo de una paulatina elaboración del pensamiento a partir de un comienzo que arranca del apremio. Se conoce esta fábula. La peste impera en el reino animal, el león reúne a los grandes de éste, y les revela que, si ha de ser aplacado el cielo, habrá de ofrecérsele un sacrificio. Muchos pecadores hay en el pueblo, y la muerte del mayor de ellos salvará al resto del colapso. Habrán, pues, de confesarle sinceramente sus transgresiones. Por su parte, él admite que, bajo el apremio del hambre, le dio su golpe de gracia a más de una oveja; y también al perro, cuando se le acercó demasiado; sí, en momentos de gula le sucedió zamparse al pastor. Si nadie se declarase culpable de mayores debilidades, él estará dispuesto a morir. “Sire”, dice el zorro, que quiere desviar la tormenta de sí, “sois demasiado magnánimo. Vuestro noble celo os lleva demasiado lejos. ¿Qué es estrangular a una oveja? ¿O a un perro, esa bestia buena para nada? Y, quant au berger”, continúa, pues éste es el punto capital, “on peut dire”, aunque él todavía no sabe qué, “qu’il méritoit tout mal”, dicho a la ventura; y con ello se enreda; “étant”, mala frase, que sin embargo le proporciona tiempo: “de ce gens là”, y sólo ahora encuentra el pensamiento que lo saca del apremio: “qui sur les animaux se font un chimèrique empire”. — Y ahora demuestra que el asno, ¡ese sediento de sangre! (que se devora todos los hierbajos), es el sacrificio más idóneo, a lo que todos le caen encima y lo despedazan.

Semejante discurso es un verdadero pensamiento en voz alta. Las series de representaciones y sus designaciones se suceden una junto a otra, y los actos del ánimo para lo uno y lo otro son congruentes. El lenguaje no es, entonces, una atadura, acaso como un freno en la rueda del espíritu, sino como una segunda rueda en su eje, que rueda paralela a aquel.

Algo muy distinto es cuando el espíritu ya está listo con el pensamiento antes de todo discurso. Porque entonces tiene que quedarse con su mera expresión, y este menester, muy lejos de estimularlo, no tiene otro efecto que distenderlo de su excitación. Por eso, no porque se exprese confusamente una representación, ha de concluirse que también se la pensó confusamente; podría ser más bien, y fácilmente, que las más representaciones confusamente expresadas fuesen precisamente las que se piensa con más nitidez. A menudo, en una compañía en que está a la obra una continua fecundación de los ánimos con ideas por medio de una vívida conversación, se ve a gentes que, por no sentirse fuertes en el habla, sino que se mantienen por regla retacados, de pronto se encienden con un movimiento convulsivo, se apoderan de la palabra y traen al mundo algo incomprensible. Sí, y, cuando han llamado sobre sí la atención de todos, parecen indicar por medio de un desconcertado juego de ademanes que ellos mismos ya no saben bien lo que quieren decir. Es probable que estas gentes hayan pensado algo muy atinado y muy nítidamente. Pero el repentino cambio de menester, el paso de su espíritu del pensar al expresar, abate toda la excitación de aquel, que era necesaria para aferrar el pensamiento, así como era requerida para su publicación. En tales casos es del todo imprescindible que con presteza tengamos el lenguaje a mano, a fin de que dejemos sucederse lo que al punto hemos pensado pero no podemos dar de sí simultáneamente, al menos con cuanta celeridad sea posible. Y en general el que, dada la misma claridad, habla más céleremente que su oponente, tendrá sobre él una ventaja, pues, por decir así, lleva más tropas que él al campo de batalla.

A menudo se observa cuán necesaria es cierta excitación del ánimo, aunque sólo sea para volver a suscitar representaciones que ya hemos tenido, cuando son sometidas a examen cabezas abiertas e instruidas, y cuando, sin previa introducción, se les plantea preguntas como ésta: ¿qué es el Estado? O: ¿qué es la propiedad? U otras semejantes. Si estas jóvenes gentes se hubiesen encontrado en una compañía en que ya se hubiese conversado durante un lapso acerca del Estado o de la propiedad, tal vez habrían encontrado la definición fácilmente mediante comparación, análisis y síntesis de los conceptos. Aquí, en cambio, donde falta por completo la preparación del ánimo, se las ve atascarse, y sólo un examinador insensato concluiría de ello que no saben. Pues no es que nosotros sepamos, sino que es, ante todo, cierto estado nuestro el que sabe. Sólo espíritus muy vulgares, gente que aprendió ayer de memoria qué es el Estado y que mañana lo habrán olvidado otra vez, tendrán aquí a la mano la respuesta. Tal vez no haya peor ocasión para mostrarse del lado ventajoso que, precisamente, un examen público. Descontado que ya es agraviante y lesivo del tacto, y que provoca a mostrarse constantemente, cuando semejante almohaza erudita nos inspecciona los conocimientos, a objeto de, según sean cinco o seis, comprarnos o dejarnos marchar otra vez: es tan difícil pulsar un ánimo humano y sonsacarle su tono peculiar, desafina tan fácilmente bajo manos inhábiles, que incluso el más experto conocedor de los hombres, el que fuese ducho de la manera más magistral en la partería de los pensamientos, como la llama Kant, también podría perpetrar desaciertos aquí, debido al desconocimiento de su jovenzuelo de seis semanas. Lo que por lo demás procura un buen testimonio para tales gentes jóvenes, aun las que menos saben, es la circunstancia de que los ánimos de los examinadores, cuando la prueba tiene lugar públicamente, están demasiado predispuestos como para poder dictaminar un juicio libre. Pues no sólo sienten ellos muy a menudo la indecencia de todo este procedimiento: ya se avergonzaría uno de exigirle a otro que descargue su bolsa ante nosotros, cuanto más su alma; sino que su propio entendimiento tiene que pasar una prueba peligrosa, y a menudo darán gracias a su Dios si ellos mismos logran salir del examen sin haber enseñado su punto flaco, de manera más ignominiosa quizá que el joven que, recién venido de la universidad, han examinado.