Niall Binns, salido de madre. Poesía.

 

En el epílogo de tu libro Salido de madre, hablas de tu “iniciación” a la lengua castellana, durante tu primer día en México a los 18 años. Primero, una madre mexicana te señalaba las partes de la cara, suave y risueñamente, tocándote a la vez la cara diciendo “nariz”, “ojos”, etc.. Luego, en una cantina, una prostituta mostró un pecho, y apretando su pezón te lanzó un chorro de leche a la cara…  ¿Ha sido así tu proceso de escritura del inglés al castellano, tu descubrir y conocer el idioma, de la sutileza a alguna clase de violencia?

 

Me gustaría contestar con unas palabras de Eliot, traducidas al vuelo de su libro On Poetry and Poets. Decía Eliot: “Un pensamiento expresado en otro idioma puede ser casi el mismo pensamiento, pero un sentimiento o emoción expresado en otro idioma no es el mismo sentimiento o emoción. Un motivo para aprender bien al menos una lengua extranjera es que se adquiere una especie de personalidad suplementaria; un motivo para no adquirir una nueva lengua en lugar de la propia es que la mayoría de nosotros no quiere ser otra persona”. Aprender un nuevo idioma puede ser una aventura en muchos sentidos, pero hay pocas experiencias más enriquecedoras que la de empezar paulatinamente a encontrarte en otra lengua, sentirte en la piel de esa personalidad suplementaria. Supongo que debe de haber algo de violencia en el proceso. A fin de cuentas, se trata de una especie de lenta pero profunda mutación del yo. Recuerdo vívidamente –es un proceso arquetípico, supongo, y lo viví tres veces: en español, en francés y luego en portugués– la atroz y prolongada experiencia de llegar a un país nuevo en el otoño y ser incapaz de comunicarme con la gente que me rodeaba (era deportista y tuve la oportunidad, en Madrid, París y Coimbra, de no rodearme de gente de lengua inglesa). Viví tres largos inviernos de frustración, vida de oruga luchando obsesivamente con lecturas, gramáticas, interminables listas de vocabulario, tropiezo tras tropiezo, aburriendo y exasperando a los nuevos amigos, y luego ya, con los días de primavera alargándose, tener la sensación de estar haciendo avances, iniciando un contacto. Y llegado el verano, sentir ya la plenitud de la comunicación, salpicada de errores, por supuesto, pero plenitud. Creo que han sido, en mi caso, procesos de aprendizaje y descubrimiento pasionales, vividos sin clases formales (el francés que aprendí en el colegio apenas me sirvió), casi autodidactas. Quisiera pensar que fue, por eso, por lo pasional –y estoy hablando aquí de mi aprendizaje del castellano–, un proceso parecido al fascinado y fascinante aprendizaje de la propia lengua que vive un niño.

 

Abres Salido de Madre con un epígrafe de Huidobro “se debe escribir en una lengua que no sea materna” ¿Qué hay para ti tras aquella cita?

 

Es une boutade. Me hacen gracia las imágenes de esos primeros poemas en francés de Huidobro, poco después de su llegada a París. Estaban plagados de errores y se los pasaba a su nuevo amigo Juan Gris para que los corrigiera, pero Juan Gris tampoco dominaba el francés escrito e iba empeorando los originales en sus correcciones. Lo normal es que se escriba en la lengua materna. No hacerlo significa enfrentarse a una serie de dificultades y desafíos, algunos de ellos apasionantes. Escribir poesía te lleva a explorar las posibilidades expresivas del idioma; ahora bien, cuando escribes en una lengua ajena, no materna, esa exploración se complica: se trata de luchar no sólo con los límites del idioma sino también con la competencia lingüística y con el riesgo muy real de estar haciendo el ridículo. Cualquier poeta que escribe en lengua ajena se expone al ridículo, a la carcajada (lícita, por supuesto) o a la palmadita paternalista y el qué bonito de siempre. Pienso en los poetas de países hispanos que han escrito en francés (desde Darío y Huidobro a César Moro, Alfredo Gangotena y Juan Larrea), o bien en un par de nicaragüenses, Joaquín Pasos –que escribió en inglés sus “Poemas de un joven que no sabe inglés” sin salir jamás de Nicaragua– y Salomón de la Selva. Aunque en realidad, quizá se hayan expuesto menos al ridículo que al ninguneo. Sus intentos son invisibles para la poesía francesa y de lengua inglesa. No existen en las historias poéticas de esos idiomas.

 

Dices que nunca te has vuelto a impactar como te impactaste al descubrir la poesía de Nicanor Parra ¿Qué hay en el trabajo de Parra que provoca en tantos esta reacción?

 

No sé en cuantos provoca esa reacción. Aquí en España no se ha sabido leer a Parra. Hay gente que lo celebra como un humorista, como un poeta “gracioso”, pero creo que la mirada española –estoy generalizando, se nota– ha percibido sólo la superficie más aparente del humor antipoético. ¿Quiénes son las excepciones? Álvaro Salvador, por ejemplo; Ignacio Echevarría, por supuesto. Pero ha habido poetas sesudos que nunca tomaron en serio a Parra hasta que en estos últimos tiempos José Miguel Ullán y Eduardo Milán y Juan Carlos Mestre empezaran a hablar de él y ahora parece que sí, más de cincuenta años después de Poemas y antipoemas, se lo ha vuelto a descubrir: hay que ser lector de Parra.  Creo que el motivo de esta falta de interés (anterior a la moda actual) es el siguiente: tanto en Parra como en su compañero de viaje Enrique Lihn, hay una visión crítica –crítica de verdad, dentro y fuera del lenguaje– que no ha encontrado su lugar en la poesía española. Esa visión, esa desconfianza ante el mundo y el lenguaje, tal vez sean temas pendientes. No sé. Pienso, de todos modos, que hay cambios en la poesía española de hoy. Empieza a librarse del peso de su propia tradición. Escribir dentro de la gran tradición es gozar de una carga preciosa, pero puede convertirse también en una joroba. Puede cercenar la libertad; puede cegar y castrar.

 

“ni un maldito trozo de ternera /atrapado entre los dientes” es el final del poema “Despedida” dedicado a Gonzalo Santelices, poeta chileno trágicamente muerto en accidente automovilístico. ¿Qué relación tenías con Santelices?

 

Conocí a Gonzalo en un taller de poesía que dio Gonzalo Rojas en la Residencia de Estudiantes. Acababa de morir Jorge Teillier y Rojas leyó un poema necrológico que le había escrito no sé si en la misma noche en que recibió la noticia (un poema que me pareció a mí, y no sólo a mí, un poco hipócrita y condescendiente). Allí mismo, Gonzalo y yo –junto con Mestre y Andrés Fisher–, decidimos organizar un homenaje a Teillier. Era un poeta desconocido en España, así que fuimos pasando nuestros libros de Teillier a amigos poetas y montamos el homenaje en el Ateneo de Madrid, en la sala grande –con sus telarañas, sus retratos, sus recuerdos de Huidobro anunciando el creacionismo a un estupefacto público español en 1918–, donde cada uno de los poetas amigos subió a leer un poema de Teillier que le había impactado. Gonzalo leyó “A un viejo púgil”, el que más le conmovía. No nos sentamos detrás de la mesa central del escenario, tan imponente y solemne. Nos sentamos Andrés, Gonzalo y yo en torno a una pequeña mesita a la izquierda del escenario; a la derecha, ante un atril, Mestre leía los fragmentos de poemas intercalados en nuestro discurso, y luego los otros poetas también leyeron desde allí. El acto terminó con la voz de Teillier –que salió de una vieja radiola que habíamos puesto sobre la mesa central– leyendo su “Despedida”.

Gonzalo y yo nos hicimos amigos. Él había publicado últimamente su libro Vida de un vendedor de fotocopiadoras. Es un gran libro: lo que estaba escribiendo al final de su vida era, para mí, lo mejor de su obra, que era ya bastante extenso. Solíamos quedar para comer, no sé si cada mes, a veces en el restaurante Casa de Guadalajara de la Plaza de Santa Ana. Un viernes de 1997, nos reunimos porque íbamos a leer juntos la semana siguiente, presentándonos uno al otro, y hablamos sobre cómo hacerlo, y luego, como siempre, hablamos de Chile, de la poesía chilena, de las rencillas de la poesía chilena, de las páginas culturales de El Mercurio y La Época (¿aún existía La Época?). Pedí un filete y, como dice el poema, un trozo de carne se me enganchó de manera imposible entre las muelas. El lunes o martes siguiente recibí la noticia de la muerte de Gonzalo en mi contestador telefónico.

Hablé antes de temas pendientes. Un tema pendiente es la publicación de una buena antología de Gonzalo, cuyos libros están dispersos, perdidos. No sé si hay algo suyo publicado en Chile. Me encuentro periódicamente con el hermano de Gonzalo, Rodrigo, siempre en manifestaciones. No creo que seamos muy de manifestarnos ninguno de los dos, pero recuerdo que nos encontramos en una manifestación contra Aznar durante la guerra de Irak, y luego este año, por último, en una manifestación en defensa del juez Garzón. Me dijo Rodrigo que todavía hay varios inéditos de Gonzalo (se publicó en 1999 el libro inédito A una actriz porno). En fin, es un tema pendiente. Rodrigo me recordó un poema muy breve que encontraron entre los papeles de Gonzalo. Está titulado “Para Niall” y dice: “Los años te pedirán / una vida ordenada”.

 

La obsesión por la muerte es un tema recurrente en la poesía. ¿Cómo surge en Tratado sobre los buitres? ¿Cómo encontraste ese vehículo poético para escribir ese libro?

Es curioso, creo que esa obsesión se limita a mi poesía. No la veo en mi vida, pero sí, en un libro sobre buitres ¿cómo no va a estar presente la muerte, si el buitre se alimenta de carroña, de cadáver? Ahora bien, lo interesante es, por supuesto, que el buitre no mata, se nutre de animales que ya han muerto, y al hacerlo evita la podredumbre y asegura la continuidad de los ciclos. En realidad, estoy más obsesionado por los buitres que por la muerte y he llegado a la muerte de la mano de los buitres. Sí, los buitres me fascinan. Me fascinan por su belleza, su majestuosidad. Mis padres me enseñaron desde mi infancia la curiosidad por los pájaros, y el buitre -para un niño británico- era un ave exótica, un ave que se veía sólo en los documentales de David Attenborough. Recuerdo, como un momento memorable de mi vida, cuando a los 22 años vi por primera vez un alimoche, volando delante de mí desde una de las cumbres de Gredos. Tengo, entonces, esa fascinación por los pájaros, pero es una fascinación, además, que ya me había llevado a un interés por las atribuciones simbólicas que los seres humanos hemos ido dando a ciertos pájaros: cuervos, urracas, vencejos… Y el pobre buitre, que no mata, que es un ave tan importante en los ecosistemas, está asociado siempre (en Occidente, sólo en Occidente) con lo negativo. Compáralo con la veneración de los buitres como “pájaros divinos” por parte de los parsis en la India, las “torres del silencio” donde dejan expuestos sus muertos para que desciendan y las coman los buitres, reintegrándolos así en los ciclos de la vida, o bien la importancia de los buitres para los tibetanos. Lo cierto es que nuestro miedo occidental a la muerte se canaliza de muchas maneras y una de ellas es el odio al buitre, al ave que acude a la escena de la muerte para nutrirse, para hacer vida de lo muerto. Creo que he procurado, en parte, ver el buitre con otros ojos; quizá he querido repudiar el facilismo de tanta simbología negativa. ¿Y qué más? Pues luego estaba -como punto desencadenante del libro- toda la polémica que surgió hace algo así como una década, una década y media, de los pastores navarros que empezaban a protestar y reclamar indemnización porque los buitres (decían) estaban matando sus ovejas. Es decir, que los buitres leonados del norte de España habían sufrido un trastorno ecológico realmente increíble. Era una polémica llena de intereses, a veces disparatada, porque hay un hecho ornitológico que limita todo el debate: los buitres son incapaces de matar, sus picos y sus garras no son lo suficientemente fuertes para hacerlo, a no ser que haya un animal por algún motivo inmovilizado y totalmente incapaz de defenderse. En fin, el libro va entrando también en ese terreno. Por último, también me gustaba la idea del poeta como un buitre, como un carroñero que se nutre de vivencias ya pasadas o “muertas”. Alguien me ha dicho que Vargas Llosa utilizó la imagen en uno de sus estudios sobre José María Arguedas, pero por algún motivo no he querido buscarlo. Debe de ser esa ilusión que tenemos –ilusos, vanidosos– de estar haciendo una cosa única, original, nunca vista, cuando en realidad no hacemos más que transitar los caminos de otros. Además, los poemas sobre los buitres surgieron de una manera muy orgánica, muy intensa, con una mezcla de vivencias, lecturas y supongo que algunos traumas soterrados. Hay mucha cita, mucha investigación, pero para mí tienen algo virginal que me gusta. Escribí casi todo el libro en una semana o una semana y media. Fue en el verano, no sé si de 1998 o 1999. O lo escribí, al menos, en su primera versión porque reescribir es un proceso largo… pero para volver a tu pregunta, si hay mucha muerte en el libro, no creo que tenga que ver con una obsesión morbosa…

 

Has realizado diferentes investigaciones sobre Enrique Lihn, Jorge Teillier y Nicanor Parra. ¿Cómo han influido estos autores en tu poesía?

 

Influencia, no lo sé. A veces he releído algún poema mío y un verso aquí o allá me ha sonado a Nicanor, a Lihn, a Teillier (y más que a ellos, me parece, a Gonzalo Millán). Creo que hay algo de humor en parte de lo que escribo, pero no sé si es fruto directo de Parra. Lo debe de ser, un poco al menos, pero antes de leerlo y conocerlo ya tuvimos vínculos en común: la tradición poética de lengua inglesa, menos reacia al humor que la española, y Aristófanes. El primero de los antipoemas (en el libro de 1954), “Advertencia al lector” (los versos que acabo de citar le pertenecen), fue escrito en Oxford y termina con una alusión a Aristófanes; yo estudié lenguas clásicas en Oxford e hice una traducción de Lysistrata de Aristófanes. Cuando llamé por primera vez a Nicanor, en el invierno chileno de 1991, recuerdo que hablamos de Aristófanes.

 

¿Estás al tanto de la “poesía actual inglesa”? ¿Tienes lectores en el mundo anglosajón? Si existen traducciones ¿qué impresión te han dado? ¿Hubieras escrito esos poemas de otro modo en inglés?

 

La verdad es que no, y no hay traducciones. Una vez hice una traducción al inglés para mis padres –en mi horriblemente oxidado inglés– de algunos de mis poemas, y me parece que se asustaron un poco. ¿Habría escrito los poemas de otro modo? La gran diferencia entre el inglés y el castellano en la poesía es, para mí, la diferencia rítmica. Hay niveles de agresividad y turbulencia sonora que resultan dificilísimos –imposibles, digamos– de reproducir en castellano. Jordi Doce reflexiona sobre esto en su gran traducción de un libro que para mí es magistral (y, por supuesto, radicalmente intraducible): Crow, o Cuervo, de Ted Hughes.

 

La poesía actual española, en muchos casos, tiene una gran influencia de poetas de habla inglesa, principalmente de William Carlos Williams, Raymond Carver y Charles Bukowski. A partir de esta afirmación  ¿Qué recepción ha tenido tu poesía en España?

 

Creo que ha tenido una recepción amable. De bajo perfil, sin duda. No sé, son cuestiones difíciles de comentar. Supongo que en el fondo cada poeta se cree merecedor de una recepción mayor, aunque diga lo contrario. De todos modos, hay pocas cosas más indignas, creo, que un poeta quejándose del poco caso que le hacen, y yo no puedo quejarme y espero no quejarme nunca y además, hace tanto tiempo que no escribo nada nuevo que sería simplemente absurdo que lo hiciera. Tengo amigos, amigos que lo son a raíz de la poesía, que han sido tremendamente generosos conmigo. Y luego, en estos últimos años, me ha dado una alegría muy grande recibir mensajes de gente que no conocía queriendo publicar libros míos en Venezuela, en Argentina, en Chile. Quizá sea indigno y poco pudoroso decirlo, pero la verdad es que me han dado esa alegría y me han animado y ojalá sirvan para que vuelva a escribir.

Para más información de Niall Binns y comprar “Salido de Madre” ingresa acá en el sitio de Pfeiffer Editorial