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< M;ayo 2012 n°11

“Las traducciones hay que juzgarlas dentro de la historia de la traducción. Hay una lengua de la traducción como hay una lengua del Shakespeare traducido y los avances y retrocesos y las innovaciones, lo son dentro de ese corpus, y no fuera. Uno no puede innovar en una traducción de Shakespeare, ese tipo de esfuerzos son malos, suenan mal.”

El escritor Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951), autor de una veintena de libros de ficción, ensayo y crítica literaria, es responsable de una serie de traducciones de referencia para los lectores en lengua castellana. Entre sus traducciones destacan obras de autores como Christopher Marlowe, Henry James, T.S. Eliot, Wallace Stevens, Philip Larkin, William Burroughs, O´Henry, Clarice Lispector, Gene Wolfe o Raymond Roussel. En Barcelona, donde llegó en el año 1975 (apenas tres semanas después de la muerte de Franco), Cohen conoció a Osvaldo Lamborghini, uno de los escritores argentinos que más radicalmente contribuyeron a la transformación de la lengua literaria rioplatense en el último cuarto del siglo XX, que, como dice, “situó las tensiones de nuestro exilio en su meollo, la lengua, de donde para mí ya no iba a moverme”. En el año 1996 volvió a vivir a la Argentina, donde además de continuar con su trabajo de traductor co-dirige, junto a Graciela Speranza, la revista Otra Parte, núcleo de la mejor producción de crítica cultural contemporánea del país.

Las traducciones de Marcelo Cohen representan un caso único entre las publicaciones de literatura extranjera en España durante las décadas del ´80 y ´90. Trabajando principalmente para las editoriales Península, Minotauro, Montesinos, Anagrama y Muchnik, pudo desarrollar una lengua personal, atravesada por influencias tan diversas como el Siglo de Oro, las letras del tango y el rock, las traducciones argentinas de la literatura norteamericana de principios del siglo XX, la poesía gauchesca o la vanguardia latinoamericana. Introducir estas intermitencias en las producciones editoriales españolas, acomodadas en un uso de la lengua confiado en la transparencia del sentido y “entregadas a la palabra instrumental”, significaba una subversión de primer orden, tanto en la estrategia de supervivencia de la memoria lingüística del exiliado como en la influencia transversal en el público lector español. Según lo definió el propio Cohen, “la única literatura que valía era la que nacía de una insatisfacción y la única palabra justa la que atacaba el equívoco de la familiaridad”. A partir de estas reflexiones sobre el lenguaje de la traducción, sobre las tensiones producidas en la lengua de recepción, se dedicó “al contrabando y la insurgencia lingüística menuda”. El proyecto de resistencia, afirmando los modos del idioma heredado, implicaba practicar “injertos, desvíos, erupciones en el lenguaje que se me imponía”, para así lograr producir “islotes de realidad anómala”.

Sus trabajos, de esta manera, representan un complejo sistema de intercambios que contribuyen a reflexionar, entre otros factores vinculados con el oficio de traducir, sobre la relación entre el español peninsular y el rioplatense. En el ensayo titulado “Pequeñas batallas por la propiedad de la lengua” [incluido en Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la literatura argentina], Cohen resume así el limo dejado por el largo proceso de pensamiento y trabajo sobre la traducción: “Si algo concluí de tantas escaramuzas es que un espacio hipotético se vuelve banal si no se ofrece como lugar de reunión, de comunidad, de ágape; si no intenta crear tejido fresco en el gran síntoma del cuerpo extenso que somos. Creo que lugares así, traducciones o ficciones digamos originales, son también encuentros de voces, de multitud de voces, y centros desechables, locales pero siempre provisionales, de agitación de la lengua del estereotipo, ahora cada vez más internacional, en pro de una expresión polimorfa, no adaptativa, no neutral sino altamente impura. Una sola regla formal de cautela me ha dejado el carácter vitalicio del exilio, y es que dentro de esos lugares la extravagancia no debe anular la comunicación”.

La siguiente conversación se produjo a comienzos del otoño austral en los jardines del café y espacio cultural Clásica y Moderna, en la céntrica avenida Callao de la ciudad de Buenos Aires, un viernes por la tarde, mientras en el interior del local un solitario pianista ensayaba con desgana y languidez para su concierto nocturno.

P - ¿Qué es para vos una mala traducción? ¿Qué libro que consideres mal traducido

pensás que se merece una nueva traducción o qué libro te gustaría haber traducido?

R - Hay muchas maneras de que una traducción sea mala, tantas como la cantidad de operaciones en que uno desglose la operación de traducir. Después hay malas traducciones que mezclan todo. Podría decir que la traducción de Ángel Crespo de La divina comedia es una gran traducción y también podría decir que es irritante porque la voluntad de mantener la métrica y la rima de los tercetos dantianos –que es un gran triunfo técnico y que en general no afecta el contenido– vuelve el texto mucho más irritante en su perfección esforzada. Podríamos decir que la visión del esfuerzo afecta a la traducción; lo que trasunta el esfuerzo arruina al resto de las virtudes en muchos momentos. Pero para no agarrársela con alguien, la traducción de Ángel Crespo de Gran Sertón, Veredas, de Guimarães Rosa, que hoy está muy cuestionada, a mí me parece un triunfo absoluto porque lo que hizo fue inventar un lenguaje que sonara como eso y además es un lenguaje que suena a traducido.

P - ¿Es difícil juzgar una traducción?

R - Las traducciones hay que juzgarlas dentro de la historia de la traducción. Hay una lengua de la traducción como hay una lengua del Shakespeare traducido y los avances y retrocesos y las innovaciones, lo son dentro de ese corpus, y no fuera. Uno no puede innovar en una traducción de Shakespeare, ese tipo de esfuerzos son malos, suenan mal. Después hay traducciones con muy abundantes errores de comprensión. En general yo percibo la mala traducción en el sobresalto de lectura y podríamos decir que en el ojo clínico. Hay un momento en el que parece que el pensamiento del autor, su mente, flaquea. Y si uno ya ha dado la confianza y ve que la flaqueza es demasiado notoria, es que es un error de comprensión del traductor. Cuando pasa eso, en los pocos casos en que uno se toma la molestia de ir al original, te das cuenta que donde decía “sí” puso “no”. Y so es una mala traducción, pero no quiere decir que sea un mal traductor. Es un error conjunto de toda la edición. Porque las traducciones hay que revisarlas. Los traductores se distraen, se equivocan, ven mal. Y otra manera de la mala traducción es a mi juicio el rapto demasiado violento del original a la lengua de recibo. En este sentido no estoy de acuerdo con Borges, o por lo menos de lo que se ha tejido alrededor de las sugerencias de Borges acerca de las traducciones a las lenguas periféricas. Indudablemente creo que el traductor debería utilizar la mayor cantidad de palabras posibles a mano en su localidad. En primer lugar por las razones mencionadas, y en segundo lugar porque hay que hacerlo dentro de las traducciones. Sea en Argentina o sea en la centralidad, en España. Uno puede creer que Falstaff tiene que dejar de decir “pardiez” y decir “coño” o decir “carajo”; o en vez de decir “bribón, bellaco” tiene que decir “atorrante, hijo de puta” o “gilipollas”. Pero está hablando en una taberna inglesa en el siglo XIV y ya está en el imaginario colectivo ese Falstaff. Hay que encontrar permanentemente ese punto que permita que no extrañe totalmente el idioma como para alejar al lector de la vehemencia de Falstaff, y que al mismo tiempo no lo transforme en otra cosa. Y no solo por una razón de representación, sino por razones musicales y textuales, porque yo creo en esa teoría de la traducción que dice que la lengua extranjera debe entrar e invadir la lengua de origen y renovarla, como pasa con cualquier escritor literario dentro de su propia lengua. Como suele decirse, la literatura es un viento que entra en la lengua y la trastoca. La lengua de uso corriente está loca, es un montón de síntomas como somos todos, y la literatura la revuelve un poco. Creo que las traducciones sirven para eso. Las traducciones que suenan a gran localidad, madrileña, bogotana, porteña, para mí son malas traducciones. No solo es una cuestión léxica, sino que se fuerzan las estructuras sintácticas, las clarifican por ejemplo, como se ve muchas veces en las traducciones de Henry James. El párrafo oscuro, enrevesado, concertista de Henry James, donde a veces cuesta discernir el sexo del sujeto, o el tiempo en el que está pasando, se vuelven sospechosamente claras en algunas traducciones.

Después están las numerosas traducciones con errores de castellano que cada vez son más abundantes, que usan mal las palabras, que no conocen las acepciones de los adjetivos. En Argentina son frecuentes porque hay usos particulares que se han asentado, y que quieren decir algo distinto o la quinta acepción del diccionario, como la famosa palabra “prolijo”. Pero pasa en todas las lenguas. Esto lleva a que se haya creado, por mal entendimiento de Borges, un abuso del eufemismo. Hay países donde los problemas con la ley son mayores que en otros, y Argentina es un país que tiene muchos problemas con la ley, para entender la ley, y no solo la ley jurídica, sino también la ley en general. Así, a la gente no le importa adjudicarle cualquier sentido a las palabras. Aparentemente tiene un prestigio el carácter díscolo del habla argentina para los propios argentinos. Y eso creo que en un sentido es nefasto, porque aumenta considerablemente los malentendidos. Estoy cansado de leer “ostentar” en vez de “detentar”, o que alguien “traspasa” una puerta. Eso es una mala traducción.

P- Hay un conflicto con la forma de traducir el lenguaje coloquial, la lengua marcada por el territorio. ¿Requiere, a su vez, disponer de un localismo en la lengua de la traducción?

R – Lo coloquial vulgar es local, no hay vuelta que darle. Por ejemplo, está toda la polémica que se armó alrededor de los festejos del V Centenario del Descubrimiento de América, que no le interesaban a nadie, porque hablaba en una lengua que no hablaba nadie, todo lo que se decía sobre el V Centenario estaba tan depurado en su neutralidad que creaba aburrimiento y todo el mundo se sentía ajeno. El único tipo que logró algo parecido a un castellano universal, el que empezó con esa tradición, y que fundó una literatura internacional fue García Márquez.

Yo he tratado de esquivar ese problema, pero por una cuestión profesional, y también de reto, he aceptado alguna vez este tipo de trabajos. Por ejemplo ese libro que se llama Really the blues, de un saxofonista muy menor norteamericano que se llama Mezz Mezzrow. Lo publicó Muchnik. Son las memorias de Mezzrow que empezó siendo un pequeño correveidile en el gangsterismo de Chicago de los años ´20 hasta que fue preso y en la cárcel empezó a tocar el saxo con los negros. Fue amigo de Armstrong y aparece en algunas grabaciones. Pero básicamente se lo recuerda por ese libro, donde cuenta todas sus experiencias. En determinado momento el tipo –que era judío– dijo: “yo soy negro”. Tomó una decisión lingüística y de identidad que son las decisiones que hay que tomar. Vivió en Harlem, se casó con una negra, vendió marihuana y se hizo opiómano. Yo no sabía qué hacer con ese libro, donde gran parte del lenguaje era lenguaje carcelario, lenguaje de venta de drogas en el Harlem de los años ´30. Había que crear el clima de época y de jazz, y además su expresión idiosincrática. Había que cuidar todo eso. Era para una editorial española pero con una fuerte impronta interamericana, del argentino Mario Muchnik.

Una cosa que hice fue buscar en los diccionarios de cheli y del delito, todas aquellas palabras que se usaban en otros argots del español. Habían muchas que no se usaban en el argot coloquial normal, pero sí en el habla de los delincuentes, como “guita” por ejemplo, o “perechar” que para mí era una palabra totalmente porteña. Usé todas  esas y después inventé algunas, y muchas otras eran españolas, sobre todo los insultos, salvo cuando podía poner en vez de “polla”, usaba “verga”. Cosa que hice también con Burroughs, usando términos como “ojete”, que en España se usa bastante poco pero que son palabras españolas, y con eso hice un menjunje y de vez en cuando colaba alguna argentinada, alguna mejicanada, y ahí me di cuenta que en realidad la solución para eso es darle una impronta muy local, cosa de que el texto quede fijo en una lengua y el lector no se maree. Y finalmente tratar de crear para los textos de ese tipo una germanía. En definitiva uno amplía el campo posible de comprensión, le da una riqueza parecida a la riqueza que el texto tiene, que proviene de la total extrañeza, porque está en una lengua llena de palabras que uno desconoce. El que no comprende unas cuantas palabras las saca por el contexto.

Otro caso, en el que trabajé hace poco, es el de Bud Schulberg. Hay una película muy famosa, The waterfront, que en España se llamó La ley del silencio y en Argentina Nido de ratas; con Marlon Brando. El guionista era Bud Shulberg, uno de los grandes guionistas sociales de Hollywood, que se murió el año pasado, cuando yo estaba traduciendo el libro. Era periodista y trabajó dos años en asuntos del puerto, viviendo con la gente del puerto, con los estibadores, en sus casas, hablando con los curas, esos curas que podríamos llamar obreros; y después escribió el guión y ganó el Oscar. Pero él quedó insatisfecho con el guión, no había podido decir todo lo que hubiera querido decir, y entonces decidió escribir una novela porque también era novelista. Y eso es lo que traduje. El tema es la corrupción sindical la mafia en el gremio de los trabajadores portuarios. Es una historia que podría surgir en la prensa de ahora en cualquier lugar. La traducción fue muy difícil por la jerga portuaria de irlandeses y de algunos negros. Ahí había un problema grave, irlandeses portuarios y sindicales, y además de corrupción. Había un montón de cosas que no encontré en ninguna parte, en ningún diccionario, ni on-line ni off-line; eran términos que ya pasaron, como suele suceder con el argot, que duran dos años o diez y desaparecen de la lengua. El problema fue encontrar ese registro, porque el significado lo encontré, eran pocas palabras y leyendo bien, salvo matices, se acaba sacando. No usé nada de argot contemporáneo porque ellos no lo usan. No usan “fuck”, el constante “fuck” del inglés de ahora. Porque sí dicen “vete al demonio” como decían los abuelos de la generación anterior y no “que te folle un pez”. Ahí tendríamos un caso de mala traducción porque traiciona el clima de época donde está transcurriendo.

P - ¿El mal traductor es el que no sabe tomar esos riesgos?

R – Ni siquiera es una cuestión de riesgo. Ese es un error que se puede cometer por varios motivos; por vanidad de época, por actualización o se puede cometer por no haber pensado esto. Los argots están fechados.

P – ¿Llegaste a tratar, cuando vivías en Barcelona, al traductor y documentalista Joaquim Jordá?

R - Lo conocí pero lo traté muy poco. Cuando trabajaba en El viejo topo, Joaquim venía a veces y charlábamos. Era un tipo muy querido por la gente, muy afable. Pero precisamente en esa época, se retiró a traducir y entonces estaba muy poco en Barcelona. Te estoy hablando del año ´82-´83. Me enteré que hacía cine mucho después. Creo que él era del exilio militante, venía de otras actividades y se puso a traducir en esa época, del italiano sobre todo.

P- En una entrevista Jordá habló sobre su método de trabajo y dijo que no leía la obra

entera antes de ponerse a traducir, sino que iba descubriendo la obra a medida que traducía. ¿Cuál es tu forma de trabajar?

R– Mi método es bastante parecido. Primero porque es una vida dedicada a esto. Quizás no dedicada pero es mi trabajo, entonces es muy cotidiano. Ahora he conseguido que no sea todo el año, pero son muchos días de mi vida, muchas horas. Un componente esencial es el interés puramente narrativo, ingenuo. Sobre todo en las novelas, que es lo que más traduzco, y a veces también en el ensayo, porque la argumentación tiene su suspenso. Leo unas cuantas páginas del libro que pueden ser entre 15 y 50 y me hago una idea del tipo de dificultades que puede haber, como para que haya una armazón mental. Y mejor si son 15 que 50. También hay autores de los que traduje varios libros, como en el caso de Gene Wolfe, de quien traduje diez libros, al punto que mi mujer se dio cuenta e incluso me dijo que era el escritor que más me influyó narrativamente por lo menos en los cuatro o cinco últimos libros míos. Es uno de los pocos autores con los que he intercambiado correspondencia, un tipo muy interesante. La cuestión es poder llegar cada día a la página queriendo saber lo que va a pasar, cuando me interesa el libro, al menos un poco, y en general casi siempre me interesa. Incluso libros malos. También hay libros que fastidian, y si uno es escritor, inevitablemente, incorregiblemente, empecinadamente, se empieza a decir “qué es lo que está haciendo este tipo… esto no puede ser”. Eso pasa pocas veces. Al cabo de cierto tiempo se puede elegir lo que se traduce.

Entonces, en cuanto a la metodología, se trata de una concentración muy grande. Para mí es muy fácil porque el original tiene un gran poder de absorción. Realmente, a pesar de que la traducción es cansadora y a medida que pasan los años uno se cansa cada vez más, nunca es rutinaria. Siempre me gusta ver qué está pasando, en el sentido puramente significativo y en la superficie del texto que es a lo que uno más tiene que atender. Y además pienso que el conocimiento de todo el libro no lo salva demasiado a uno, incluso Fernández de Castro, que es otro gran traductor, también escritor, decía que empezaba por la página cincuenta porque su experiencia le decía que la mayoría de los escritores vacilan al principio del libro y después no pueden subsanar las vacilaciones. Este es un extremo que roza la picaresca. Pero son aspectos de la metodología, de la hermenéutica.

En mi caso es una cuestión de no perder la tensión no en la frase sino en párrafo. En lo primero que trato de centrarme y atender es en la composición del párrafo. Lo segundo que trato de atender mucho más que al léxico que va saliendo solo, es al orden del discurso. Y ese es un problema de difícil resolución. No es que sea difícil porque sea imposible, sino porque requiere decisiones críticas. En el caso de Henry James o de Hawthorne, que es un escritor que James admiraba mucho, la frase es abstrusa. Casi sucede que va agregando aspectos de la frase a medida que avanza, y no quiere volver atrás. Los complementos aparecen repetidos, dislocados, traspuestos. Y la honra a ese estilo, al respeto a esa torsión especial de la frase, se vuelve excesivamente pesado. Acá entra a jugar una cosa muy personal. Si bien creo que en la literatura no hay progreso, como se ha dicho muchas veces, creo que ha cambiado la percepción. Creo que además de la transparencia sintáctica que se requiere hoy, que no siempre es así, pienso en Sebald, en Pauls, existe un creciente bagaje de soluciones técnicas y de conciencia de la enunciación. Creo que podemos consentirnos incorporar esas cosas que ciento cincuenta años más de narración han aportado, esa plétora de soluciones, y entonces modifico un poco el párrafo cuando mi soberbia dice que Hawthorne no lo resolvió bien. Mi soberbia de contemporáneo, no de persona.

P - Cuando hiciste la traducción del Fausto de Christopher Marlowe o de Locus Solus de Raymond Roussel, ¿fuiste a ver las traducciones anteriores?

R – Sí, me fijo. Las de Marlowe que había hasta ese momento eran muy malas; en cambio la de Roussel que había era un problema porque era muy buena. Había unos mínimos errores de literalidad. Y es muy difícil hacer algo distinto con Roussel. Es extraordinariamente claro, es un racionalista del párrafo. Es muy curioso lo de Roussel; el desmedido delirio, la invención frondosa convive con una formulación casi de cuento de hadas. Muy elegante, muy académica, tanto es así que suena como un sarcasmo por lo que está contando.

Siguiendo con traducciones ya hechas me encontré con sorpresas de muy distinto orden. La de Roussel de Seix Barral de principios de los ´70 de José Escué y Juan Alberto Ollé no hay que mirarla porque también es un problema. Está la tentación cuando no entendés algo de mirar la solución del otro. Yo prefiero mirar las soluciones en una traducción a otra lengua, por una cuestión moral, por jugar limpio, y por jugar limpio con el editor. Con el colega y con el editor.

En cambio, cuando noto que la traducción es mala, ahí sí que la sigo. Porque ayuda mucho a afilar la visión de uno. Con Leopardi me pasó porque eran endecasílabos terminados en grave en italiano como en inglés. No había ni un solo verso que terminara en agudo. Y había una buena cantidad de traducciones que tenían cualquier tipo de acentuación. Y eso por lo menos traté de mantenerlo. Pero respecto a esto de seguir, uno se encuentra con cosas muy duras para el crédito del oficio.

P - ¿Qué dirías de la fama de las traducciones argentinas?

R – La gran fama de las traducciones argentinas hay que matizarla mucho. Yo traduje libros que se habían traducido en Argentina. Realmente había traducciones con muchos errores, y creo que se debe a un insuficiente conocimiento de la lengua. Así como había traducciones extraordinarias: Estela Canto era buenísima, Patricio Canto era buenísimo, y creo que Aurora Bernárdez, a pesar de lo discutida que está, también. Tendría que volver a leer la traducción de ella de Salinger, pero por ejemplo las de Valéry son fabulosas. No habría que traducir de nuevo a Valéry sino recuperar lo que ella hizo. Digo esto porque escuché modos de la soberbia nacional de toda índole, en principio los españoles nunca se dieron cuenta que aquello que les sonaba mal en las traducciones argentinas era producto de un fenómeno que incluye sobre todo que la distancia entre A y B es la misma que de B a A. Si ellos no entendían lo que era un damasco, en buena parte de Latinoamérica no entendían lo que era un albaricoque. Si vamos a lo más básico. Aunque creo que las diferencias más esenciales no van por el lado del léxico, sino que son de prosodia, de entonación de la frase, de entonación de las preguntas y de orden del discurso.

P - ¿Esto se relaciona con la ubicación, fluctuante, del centro de la industria editorial? Antes la mayoría de los libros traducidos salían de Argentina, de Venezuela, de México…

R – Montones de españoles agradecían profundamente haber podido leer esos libros, y por suerte no había dictaduras en ese momento en Latinoamérica y se editaba todo eso. Y a veces libros pioneros de escritores que tuvieron que esperar veinte años antes de que fueran descubiertos, como Memorias de Adriano de Yourcenar traducido por Julio Cortázar. O escritores que podrían ser menores, como James Purdy, extraordinario escritor, muy apreciado en Francia aunque no tanto en EEUU, de quien yo traduje el libro Habitaciones exiguas [Narrow rooms], que es un libro increíble. Están los libros que te afectan cuando los traducís, que no son muchos, que son libros que te provocan reacciones sicológicas y emotivas, que te alteran la vida; y uno fue ese. Y me puse a buscar cosas de Purdy y noté que Sudamericana había editado dos libros suyos veinticinco años antes de eso. Purdy es uno de esos pocos escritores con quien me carteé, y le dije que íbamos a poner ese título, porque la verdad es que estaba charlando con Mauricio Vaqués, un muy buen lector y escritor chileno que vivió en Barcelona muchos años, y que era un hombre de editoriales, y me dijo “por qué no le ponés exiguas, que da la sensación de asfixia”. Entonces le escribí a Purdy y le pregunté si le parecía bien.

P - ¿Podrías hablarnos de El dios salvaje, de Alvarez, y de la traducción de prosa ensayística?

R – Es un libro que me volvió un poco loco. Alvarez está convencido de que fingir locura es salvarse de la decisión del suicidio. Porque es una manera de borrarte también.

Alvarez es un escritor bastante tradicional, tiene un inglés muy claro, es un prosista clásico en inglés y tiene una fe irrebatible en la transmisión de contenido con su prosa narrativa. La poesía es otra cosa. En la poesía, Inglaterra es un caso muy especial, porque hay grandes poetas ingleses, como Auden, que creen que la poesía dice cosas, que la poesía no es solamente un trasunto, como para Celan, o como para los barrocos, o para Lezama Lima. No. El verso para ellos nace como una razón, por eso Auden odiaba tanto el surrealismo. Pero no querría ahora entrar en esa discusión porque me parece que habría que matizarla demasiado. Pero lo que está claro es que si uno traduce a Larkin, es muy distinto que traducir a Wallace Stevens, que es un poeta que no desdeñaba el surrealismo, que era un modernista norteamericano, cosa muy distinta que un posmoderno inglés; creo que Larkin es un posmoderno.

Alvarez tiene esa confianza inglesa sobre todo cuando se trata de ensayo por lo tanto hay una argumentación y eso es lo que uno tiene que seguir más que la  formulación. Hay una elegancia pero el lenguaje tiene un gran componente instrumental. Eso facilita mucho las cosas. Lo que no las facilita en el caso del libro de Alvarez es que es un libro muy palpitante, porque tiene un montón de especulaciones históricas, pero son todo un prólogo para llegar a la expurgación de ese momento del cual se siente culpable. Es bastante estremecedor. Siguiendo mi método yo no había leído esa parte. Cuando llego a esa parte, el libro se iba poniendo negro y yo le comentaba a Graciela de todos los suicidas y de repente le digo “ahora se puso muy jodido”. Pero lo que sí es cierto es que la dilación de la lectura en el tiempo y por lo tanto la duración del contacto con el texto, lento y largo, hace que algunas cosas te afecten de otra manera, es indudable cuando el libro tiene esa potencia.

P - ¿Y la prosa que coquetea con la poesía? Por ejemplo tu traducción de Mark Strand. ¿Cómo tratás un texto en prosa de un poeta?

R – A lo largo de los años fui convirtiéndome no en un coleccionista, porque no tengo ánimo de coleccionista, pero fui mejorando la atención a un género que son los libros narrativos de poetas. Hay bastantes, empezando por Apollinaire. Es una tentación de los poetas, que a veces escriben novelas policiales o novelas de aventuras. Como Roy Fuller que escribió una serie de novelas policiales publicadas en Penguin, que son fantásticas. En parte porque no tiene nada de poético. Porque lo que pasa es que quieren escribir en una prosa bastante clara, sintética, y les importa la parábola, otros mecanismos que no utilizan habitualmente. Como si fuera un laboratorio para las cosas raras. Y él tiene por ejemplo una novela, El segundo telón [The second courtain], que inmediatamente te dan ganas de leer porque el protagonista que tiene que develar la trama es un lector de editoriales. Dentro de la búsqueda de detectives, o de tipos que la vida pone en posición de detective, que el tipo sea un lector editorial, y eso me gustó.

Junto con Nora Catelli, hacíamos esa colección de narrativa que editó Península, y entonces yo buscaba libros con bastante carta blanca. Quien estaba arriba era José María Castellet, y a él le encantaban las reuniones mensuales, donde le decíamos qué estábamos leyendo. Llegué a Mark Strand sobre todo porque era un seguidor de Wallace Stevens, y en un catálogo apareció ese libro de cuentos, Mr. and Mrs. Baby and Other Stories. ¿Cómo se puede definir la poesía que hay ahí? No estoy en condiciones de decirlo. Indudablemente forma parte de esa experiencia que nos dice que la buena escritura de poesía está informada de una visión anómala. O por lo menos extemporánea. Lo que más veo, más que la escritura, las metáforas, etc., es el desenfado con que entra el poeta en los libros de narrativa. La abolición simpática, la ampliación de las leyes de lo sobrenatural en la literatura fantástica, no se sabe si el cuento es absurdo, no tiene moraleja, es una fantasía. Más allá de eso no veo la dificultad en el libro.

P - ¿Qué más tradujiste de poesía?

R - Traduje a Pessoa, una antología para Losada Argentina. En el sentido, lo que ofrece la superficie de Pessoa es siempre fácil. Es cuestión de tener mucho cuidado en no obtener un resultado muy pulcro donde él no lo es, porque no siempre lo es. Incluso en la poesía más rítmica, la que está firmada como Pessoa, la de “Lluvia oblicua” y otros poemas geniales. Y traduje a Larkin, que fue muy difícil porque es un poeta muy perfecto. Ahí trabajé mucho tiempo y trabajé de una manera muy primitiva. Me costaba mucho entenderlo. La lengua de Larkin es muy rica: es muy feliz la combinación de oralidad y perfección rítmica. Los adjetivos de Larkin son prodigiosos porque son muy reveladores y al mismo tiempo son sónicos. Lo que hice fue traducir todo lo que decía, porque muchas veces no entendía lo que estaba diciendo, me costaba mucho. Había muchas palabras que yo no conocía y tuve que usar mucho el diccionario. Ahora conozco más, pero no era el caso hace veinte años. Después estaba la formulación. De golpe suelta tacos, en medio de un poema, todo está rimado y tiene una métrica perfecta. Pero tiene sonido además y el sonido significa. Como era muy difícil lo traduje todo en cada poema, y volvía al texto y trataba de obtener una superficie que hiciera justicia a eso.

Función Lenguaje, Revista Multidisciplinar.
Año 1, Número 1, otoño 2011.
Páginas 67-77
www.funcionlenguaje.com

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En la superficie del texto: Entrevista a Marcelo Cohen

Por Christian Estrade y Ernesto Bottini.