Mariana Enríquez: Cuando hablábamos con los muertos. Por Katherinne Lincopil.

Mariana Enríquez: Cuando hablábamos con los muertos
Montacerdos Ediciones, Santiago 2013.
$10000

Pasa que cuando se habla de este libro, se refiere, necesariamente, su inscripción en el género del terror. Pero lo interesante de las narraciones de este libro en particular, es que no es el efecto latigante ni lúgubre que caracteriza al género el factor común de estos tres relatos, y menos aún sus rasgos paranormales, sino la capacidad de llegar al género por medio de algo así como un terror urbano,  donde lo extraño o lo sobrenatural no viene de otra parte. No es extratemporal, no sale del espacio exterior o de antiguas leyendas, sino más bien de los rincones de una ciudad donde lo tenebroso puede ser aquello que se pasa por alto todos los días.

El primer relato, que da título al libro, trata sobre las experimentaciones adolescentes de cinco amigas con una tabla Ouija, narrado por una de las chicas que se propone relatar “la época en la que hablábamos con los muertos”. Así, la ingenuidad del personaje, que puede no ser ya una adolescente como lo era en la época que hablaba con los muertos, se refiere a la historia como lo haría contándolo entre amigos, un tiempo después, sin generar expectaciones. Tranquila, narra las circunstancias que tuvieron que pasar para encontrar un lugar donde jugar con la tabla, y con el mismo ánimo, el momento en el que a Julita se le ocurre hablar con sus papás: “La cuestión es que todos sabían que los viejos de Julita no se habían muerto en un accidente: los viejos de Julita habían desaparecido. Estaban desaparecidos. Eran desaparecidos. Nosotras no sabíamos bien cómo se decía (…)”

Y así, sigue este relato algo morboso, cuyo eje son esos desaparecidos, porque como dice la narradora, era mejor hablar con “muertos de verdad”.

El segundo relato, “Las cosas que perdimos en el fuego”, comienza describiendo a un personaje local que deambula por el subte argentino: una mujer con la cara completamente desfigurada por el fuego, que como los mendigos de todo Latinoamérica, cuenta su historia a viva voz para conmover a los pasajeros. En Chile es fácil de reconocer: el que saca de debajo de su polera una bolsa médica llena de orina o algo parecido, el que se levanta el pantalón para mostrar esa cicatriz gigante que se hizo cuando vendía helados en la micro y calculó mal la bajada, el que recibe las monedas con una mano elefantiásica. Así, el escalofrío de aquella situación es transversal a nuestra memoria. Pero el asunto no queda ahí, cuando esta mendiga ya no es una excepción cuando comienza una extraña oleada de calcinaciones de mujeres de todas las clases sociales. Eso que a la prensa le gusta llamar femicidios. O lo que en esta historia toman como tales, hasta que se develan sus reales circunstancias.

El tercero y último, “Chicos que vuelven”, es quizás al mejor de los tres. En el relato la narradora es Mechi, una funcionaria encargada del archivo de chicos desaparecidos y perdidos de Buenos Aires, obsesionada con una de esas jóvenes: Vanadis, una chica hermosa y misteriosa a la que se le perdió el rastro hasta que un día, de la nada y tal como desapareció (con la misma ropa y la misma edad), vuelve a aparecer. Así, comienza otra oleada, la de chicos que aparecen de la nada en los parques de la ciudad, en las mismas condiciones atemporales: la mismas ropa, la misma edad, las mismas heridas. Pero distintos. Vuelven como vacíos.

De esta forma, estos tres relatos que abarcan tres de los grandes tópicos criminales de América Latina –dictadura, femicidio y tráfico de personas- son llevados a lo sobrenatural sutilmente, donde no es solo el giro sobrenatural lo que genera el ánimo escalofriante de los relatos, o más bien la expectación y la incomodidad de todo el libro, sino la forma en que los personajes insertos de pronto en ese mundo sobrenatural actúan con desafectación, casi con indiferencia, cuando el verosímil de su realidad se ve alterado. Porque quizás, ante el horror, es mejor mirar a otro lado.