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< Octubre n°9

La bandeja del desayuno sigue en la encimera. Dos tazas vacías. Migas en el plato. Dos servilletas sucias. Con los brazos en jarras, ella chilla reproches que ya conozco como un berbiquí. Eres un indolente. Como un martillo. Un autista.  Como una taladradora. Pasas de todo. Como un mazo. No te preocupas por nada ni por nadie… Aullidos. Alaridos. Bramidos. Rugidos. Voces. Necesito silencio. Mutismo. Susurros. No sin esfuerzo, me repliego, me encierro, huyo y apago mi cabeza hasta que dejo de oírla e incluso de verla. En su lugar, solo veo el león con el que sueño durante las últimas noches. Un león macho, trepado a la barra del toldo de la terraza de la vieja casa de mi madre que ruge al verme y salta sobre mí, sin alcanzarme, y me persigue por el pasillo. Un león cuyo aliento cálido se me pega a la espalda mientras corro como un desesperado, en dirección a mi cuarto. Un león cuyo rugido traspasa la puerta, que consigo cerrar por poco, mientras desgarra la madera para alcanzarme. Un león que se enfurece cuando sus garras logran penetrar la madera y descubre que he colocado un colchón encima de la puerta para impedirle entrar. Un león que hace trizas el colchón y se topa luego con el somier, que he logrado colocar sobre la puerta, apretándolo contra ella, pero que él derriba de un rugiente zarpazo, como el que suelta ella, ¿me escuchas?, silenciando mi música y mis sueños. Desarmado, pulso el extractor de humo para que aspire su odio, pero ella lo apaga con un golpe seco. Los leones son como los gatos. No les gusta el agua, así que me meto dentro la lavadora.

     Prelavado. Carga frontal. Giro la rueda de programación. Ciclo corto. Cuando aprieto el botón de encendido,  el aparato tiembla un segundo, indeciso. ¿No vas a decir nada? Después emite un bufido líquido que poco a poco, anega el viejo tambor, cubriendo sus bragas blancas y mis calzoncillos de muñequitos, su camiseta de tirantes y mi mono de trabajo, mi servilleta y su servilleta. Todo junto. Todo hundido y, un segundo después, todo revuelto. Un golpe, hacia la derecha. Además, hay otro. Un golpe, hacia la izquierda. Otro hay además. Mi cara reflejada en el ojo de buey, en el ojo del remolino, siguiendo los giros y contragiros de la maquina hasta que ella me zarandea por el hombro. Soy un calcetín disparejo lleno de mierda. ¿Sería distinto si yo fuera médico?

     Lavado. Cerdo. Es por tu culpa y lo sabes… Estoy dentro de una tempestad de suciedad y detergente. Me muevo al ritmo del motor, como un barco en mitad de una tormenta rugiente, que está dentro y está fuera. Me estampo contra un lado –quiero que te vayas- y luego contra el otro –y llévate todos tus cómics y tus tonterías-. Caigo como un calcetín mojado en el centro de un vacío atronador, que no limpia, porque no estoy sucio. Solo manoseado y herido por sus gritos, que me retumban en los oídos como un tambor. Tambores de guerra. Tambor de lavadora vieja que cruje y se agita como a su pesar. Como si estuviera obligada pero, en realidad, no quisiera hacerlo. Como si estuviera harta de tanta mancha y tanta guarrería. ¿Debería pedir perdón por lo que no siento?

     Aclarado. Sonido ensordecedor del agua que lo anega todo. Gritona y caliente. ¿Me quieres?  Inútil, porque no arranca las esquirlas de la reyerta, porque no silencia, ni calla. Dímelo, maldita sea. Palabras que se quedan sumergidas en la cabeza, flotando, sin diluirse. ¿Me quieres? Las frases que tengo clavadas en los oídos, retumbando en mitad de esta tormenta de ruido y agua. ¿Me cabrá todo en mi maleta?

     Centrifugado. Cuando suena el último clic, el tambor enloquece. Se pone a dar vueltas como loco, mientras la lavadora, mal calzada, brinca como un caballo sin domar, relinchante y violento. Estoy pegado a la pared, vacío, girando a mil seiscientas revoluciones con las que debería secarme, pero que solo me marean y me aturden. Atronadora rotación sin fin, hasta que suelto todo el líquido que me anegaba. Ya no te quiero. Como un grano que se rompe y supura, reflejado en sus ojos que chispean con iracundos fuegos artificiales. Ya no te quiero. Lo saco todo, lo digo todo y me quedo completamente seco, contra la pared, a un palmo de sus ojos pirotécnicos, que se van volviendo poco a poco líquidos. Yo estoy seco. Ella, anegada. Ya no te quiero.  ¿No quería que le dijera la verdad?

 
 
 

Carmen Jiménez (Martos, España, 1964) es escritora y periodista. Obtuvo el Premio Café Gijón de Novela 2007 por Madre mía, que estás en los infiernos, publicada un año más tarde por Siruela. En la actualidad, colabora como columnista y crítica literaria con cuatro periódicos andaluces: Diario Jaén, Diario Córdoba, La Voz de Almería y El Correo de Andalucía.

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La lavadora

Cuento inédito de Carmen Jiménez.