LATITUDES. POESÍA MEXICANA ACTUAL: Karen Villeda (Tlaxcala, 1985)

Karen Villeda (Tlaxcala, 1985) Karen ha publicado Constantinopla (Postada Ediciones,2014), Dodo (CONACULTA,2013), Babia (UNAM, 2011) y Tesauro (CONACULTA, 2010). Ha merecido, entre otros reconocimientos, el Premio Bellas Artes de Cuento Infantil “Juan de la Cabada” 2014, el Premio Nacional de Poesía Joven “Elías Nandino” 2013 y el Primer Premio de poesía de la revista “Punto de Partida” 2008.  En POETronicA (www.poetronica.net) dialoga con poesía y multimedia. Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA). A continuación poemas de Constantinopla y dos poemas de su libro Dodo.

 

 

CONSTANTINOPLA

Fotografías de Svetlana Eremina

 

Nadie sabe cuándo nació ni cuando murió. Tal vez no existió más que en la boca de mil hombres y mil mujeres. Hodja le llaman. Hodja, El Maestro. Hodja montaba un burro al revés y se le veía siempre en la medersa, donde resguardó su existencia hasta agonizar. Dicen que se puede ver a Hodja enterrado desde las afueras del nada pomposo mausoleo donde reposa. Tiene herrería alrededor y hay tres puertas abiertas. La cuarta, que es el paso hacia su tumba, está cerrada. Aquí, en Estambul, vive su amigo más cercano: Tamerlán El Cojo. Tamerlán, inclinado sobre su pie izquierdo,  le preguntaba a Hodja sobre los días de la luna teñida y el Maestro le respondía pacientemente que no sabía nada acerca de ese tema mientras comían ganso frito. El hombrecito detrás de esta puerta tampoco sabe cuándo nació y cuando murió Hodja, el que sacó a la luna de un pozo y la montó en el cielo nocturno. Tampoco hace preguntas desde que se mantiene de cuclillas en la oscuridad, tan ajeno a las visitas, con la puerta entreabierta y la boca adosada.

 


Un romano, entusiasta de los ladrillos y el mortero, está caminando por Cankurtaran. Y, si no es un roman0, entonces le obsesiona vivir sobre los escombros, de la civilización. “Nadie creería que hay ciudades debajo de esta ciudad”, nos dice mientras una derruida casa de madera resiste a los edificios de hormigón. Y, si no es un romano, es una ruina por doquier. Y si no es un romano, es una de las viviendas antiguas de Estambul que parecen mariposas atravesadas con un alfiler sobre el trasfondo urbano. Y si no es un romano, entonces es el resto de una historia. Pero no, no es un romano. El que está caminando nunca es lo antiquísimo que espera una demolición. El que está caminando nunca es un esqueleto pardusco que, con sus pasos, llena de hollín lo que fue construido antes de que él naciera. El que está caminando sabe que todos los imperios se están cayendo aquí. Todos y cada uno de ellos están a la altura de los omóplatos de este hombre no ocurrido. El que está caminando tiene un porvenir brillante y la muerte se le ha atrasado.

 

 

 

Mientras disfracen a los niños menores de tres años como sultanes, tú serás mi muñeca de ojos verdemar y sea lo que sea que pienses que es el amor, yo soy eso. Justamente eso.

 

 

Seis minaretes sobre tu palacio, Constantino. Patas de elefante que marcharon sobre ti. Al presente, los minaretes parecen lápices a lo lejos pero fueron mamíferos laboriosos en sus mejores tiempos. Pobre de ti, San Constantino. Nunca más rezarás a la Virgen donde se han hincado varios sultanes por siglos y siglos. Todos los hombres que violaron tu palacio responden al nombre de Mustafá. Fue culpa de Sinan, el arquitecto –alguna vez cristiano– de los otomanos. Sinan, el jenízaro. Sinan, el que imprecó a la cruz para construir estos seis minaretes para Ahmed I, aquel que no asesinó a su hermano Mustafá (aunque digan todo lo contrario). Seis minaretes para desafiar a La Meca y brindarle una peregrinación falsa a los empobrecidos como los de Mauritania y, tal vez, los jariyíes de Argelia.  Siete minaretes tiene La Meca pero en aquí hay mosaicos que trajeron desde İznik, la pequeña Roma. Uno de ellos ha perdido el brillo. En un candil hay un huevo de avestruz que impide la entrada a las telarañas. Solamente uno para tanta ventana ciega. Hay alfombras tejidas a mano. Sus tonos pajizo y verde esmeralda emulan a los tulipanes porque Alá es un tulipán en árabe. No hay ni una silla rota. Hay cien Coranes. Hay mujeres. Las que están enveladas. Mujeres lavadas con agua pura para rezar por cuarta vez en el día. Lavadas sus manos, lavados los brazos hasta el codo, lavada la boca, lavado todo su rostro y lavados los pies. Lavadas en agua pura tres veces. Cuando se lavan la nariz es para poder oler los lugares del Altísimo. El almuédano está por llamarlas. Orar es mejor que soñar. Todos los corazones en la Mezquita Azul son reales, laten siguiendo una misma pauta antediluviana. La oración es más duradera que el sueño.

 

 

 

“Extinción”

Fragmento de Dodo

 

 

Banco de Cargados Carajos, hay dieciséis islas. Pedro de Mascarenhas, primer amante de Mauricio. Una cotorra gris, segunda amante de Mauricio. Sirenios, seis espaldas. Le estamos pisando los talones a Madagascar. “Tres macizos volcánicos levantándose en la llanura.” Mi hijito amado.

 

 

A la redonda. Puños atestados de plumas pardas levantando amarras. Cinco marineros que se toman el atrevimiento de quemar al Güeldres en sus sueños. Seis camisolas y siete, siete barriles desvencijados. Un pulgar astillado. Mauricio alongado se pierde en el horizonte. Su ocre deslumbra.

 

 

Llevamos los brazos en jarras, la cubierta. Un hilillo de saliva trenzado con sangre. Seis temores henchidos de alcohol, el mascarón. La lengua tan corta de El Mongol. Su lengua renegrida que se hizo nuestra. Burbujitas. Empápanos, por favor.

 

 

Cinco marineros suspiran. El Pelirrojo, la palma de Van Warwijck. Cinco marineros que derraman una sola lágrima. Manos toscas que abrigan a cinco esqueletos. Cinco ombligos haciendo honor a una tuerca. Algas que esclavizan. El mar babea cinco sueños, hacia 1681.

 

 

Los canales en Ámsterdam son el testimonio de la rendición del Mar del Norte. El Güeldres entra sigilosamente, cae el viento. Seis dorsos cubiertos por seis, seis camisolas. Culpa que impregna. Diez tobillos caminando de puntillas, un quejido. “Ya apesta a anchoas”, dice El Almirante. El Mar del Norte llevándose nuestra gloria.

 

 

Nadie me cantará como mamá, sus tetas. Inclinando la barbilla en mi cráneo calvo. Tú, mordisqueándole el pezón —punta de estrella guía— para hacerle ver que eras dolorosísimo. Mi hijito amado. La leche derramada y cinco alientos fétidos. “Pondremos huevos, necesitamos un par de tetas.” El Mar del Norte nos babea también.

 

 

Plumas, el cráneo de mi pelona enamorada. Tres o siete o catorce plumas curvadas. Garra, uñas carbonizadas. La canción de mamá, cañas de azúcar. Fiebre de cañas de azúcar, plumas pardas. Miasma de leche, guarapo, mi hijito amado. El Almirante truena los dedos, mi pelona enamorada dando a luz un dodo albino.