Saul Bellow, Cartas

Cuando estamos ante obras de una calidad indiscutible el crítico siente una extraña tentación, percibe que su única salida ante semejante despliegue sólo es —sólo puede ser— una: la paráfrasis. Espero no abusar del recurso, pero en este punto me parece inevitable. Diré, parafraseando entonces al propio Bellow, que, si hablamos de literatura, ese extraño arte que apenas está entre nosotros desde hace dos siglos, entonces, allí, Saul Bellow está en su elemento. Este tipo había nacido para escribir. Y desde luego lo consiguió. Otros muchos, posiblemente mejores que él, se quedaron (se estarán quedando, se quedarán) a las puertas, viendo cómo sus páginas, esas páginas que acaso cambiarían el mundo, amarillean en algún cajón. O peor aún, dormitan, agonizan, en el innoble espacio de algún disco duro. Pero Saul Bellow lo consiguió. Bueno, hizo algo más que eso, de hecho ganó el Premio Nobel de Literatura. Y lo hizo en una época en la que ese galardón mantenía intacto su prestigio. O sea, que por el bien de todos nosotros, lo que Saul Bellow tenía que decir, lo dijo de forma que pudiéramos oírle (leerle).

Quisiera dejar claro desde el principio que me estoy refiriendo exclusivamente a estas «Cartas». Creo que tienen la entidad suficiente como para considerarlas una obra de Bellow en sentido estricto. Presa del entusiasmo, diré también que aunque sólo hubiese escrito estas cartas ya merecería un lugar en la historia de la literatura norteamericana. Philip Roth afirma que leyó este libro en tres noches «como si acabara de tropezar con una obra maestra perdida de Saul Bellow»; Martin Amis apunta, a su vez, que en estas «Cartas» «Bellow nunca baja de cierto nivel, y ese nivel es estratosférico» (ya ven cómo he abandonado la paráfrasis para incurrir en algo peor: la cita; la culpa es de Bellow, que me ha dejado noqueado). Ambos tienen razón. Todo lo que lean positivo de esta colección es verdadero. Y también injusto. Aquí hay mucha más inteligencia que la que pueda encerrarse en un lema contundente y feliz. A pesar de todo, probaré suerte y acuñaré el mío: encontramos más lucidez —y, sobre todo, más profundidad— en una misiva adolescente de Bellow que en las obras completas de algún miembro de la Real Academia.

Dejando de lado introducción, cronología y agradecimientos (en modo alguno exentos de interés), el libro que aquí nos ocupa está dividido en seis partes que obedecen a una secuencia temporal (1932-1949, 1950-1959, 1960-1969, 1970-1982, 1983-1989 y 1990-2005; la última carta, no obstante, está fechada en 2004, antes de ésa sólo hay una de 2001, dos de 2002 y también una, la mencionada, de 2004). Eso significa que esta compilación se extiende desde que Bellow tenía diecisiete años hasta casi los noventa. La longitud de las misivas varía desde un párrafo, o unos pocos párrafos, a casi dos páginas. En realidad eso importa poco, pues están escritas con tal combinación de agilidad y perspicacia que, a pesar de su monumental aspecto, hacen que este libro se lea de corrido.

Lo que no sé es si estas «Cartas» tienen alguna utilidad. Pienso en ese tipo de lector que es, en realidad, un aspirante a escritor, o tal vez un escritor. La literatura atraviesa un momento tal que quizá no haya hoy otro tipo de lector. En cualquier caso, ése no es el asunto. Estábamos hablando de la utilidad. En estas páginas se nos muestra con una claridad implacable en qué consiste ser escritor. Básicamente estamos hablando de dos requisitos mínimos: estar dotado de determinada capacidad de mirar y poseer el talento suficiente para traducir esa mirada en palabras. Saul Bellow poseía una mirada, una sensibilidad, que le permitía acceder a la esencia de las cosas. Porque el mundo de Bellow —y, mal que les pese a algunos, también el nuestro— es un mundo construido a partir de la diferencia esencia-apariencia.

Lo efectivamente real no se agota en lo evidente. Hay algo más, algo que es lo que produce el movimiento, el cambio, el acontecimiento y la vida. Saul Bellow no sólo lo sabía sino que lo veía. La profundidad psicológica con la que pone al descubierto hombres, acciones y situaciones es apabullante. Por eso dudo que esta novela —empleo «novela» porque, al parecer, es la palabra que más dignidad confiere en el ámbito de las bellas letras; si conocen otra mejor, aplíquenla— pueda ser útil para quien desee ser escritor y no sepa cómo. Las «Cartas» de Bellow poseen un valor ostensivo pero no explicativo. Nos muestran en qué consiste ser escritor, qué cualidades se han de tener, qué hace falta para ingresar en esa orden que nos apremia y nos fascina pero que también nos atormenta. Sin embargo, ay, estas «Cartas» no indican cómo se obtiene semejante dote. De hecho, la sensación que producen es la de que estamos ante el despliegue de algo natural. Lo cruel del asunto es que parece que a Saul Bellow no le cueste nada escribir —mirar— así. Es como si no lo pudiera evitar.

Este libro que nos regala Alfabia nos reconcilia con la literatura. O mejor, con los escritores reconocidos. No sé se puede decir esto, pero, de un tiempo a esta parte, no me topo con demasiados autores que encajen en esa descripción y me parezcan especialmente inteligentes. Este condenado de Bellow lo era. De paso, además, su obra nos sumerge en una atmósfera y en una época ciertamente estimulantes. El ambiente literario y político de lo que en Estados Unidos llaman «el siglo americano» (por el XX), concretamente de los años cuarenta en adelante. Junto a los hitos que todos tenemos en mente, los intercambios de cartas con figuras clave de la cultura (no sólo escritores agraciados con el Nobel o el Pulitzer, sino editores y críticos literarios), asoman por estas páginas otros aspectos no tan explotados y en los que Bellow también estuvo metido (todo lo que rodeaba a la mítica publicación Partisan Review, las disensiones internas en el partido comunista norteamericano, la sempiterna figura de Trotsky). Y, a pesar de que la escena literaria a la que pertenecía Bellow (geográfica, temporal y, sobre todo, intelectualmente) parece un soplo de aire fresco, una bocanada de intensidad respecto a lo que nuestros días nos deparan, también encontramos rastros de en lo que consiste ser un escritor «por abajo». Y eso parece no haber cambiado demasiado.

Traducciones, reseñas, clases, disciplina autoimpuesta y la espera, la inevitable espera. Un escritor era (es) alguien que malvive (o sobrevive) confiando en que algún día llegará la carta. La carta o la llamada que le confirmará aquello que en sus horas menos sombrías se dice a sí mismo: que sirve para esto, que verá sus páginas impresas en forma de libro, que entrará en ese circuito, en esa logia. Mientras tanto ha de estar atento a las mil voces que ha de controlar: las de las recomendaciones para una beca, las de los que informan de la aceptación de su escrito para el periódico o la editorial de turno, y también, claro, a las de sus compañeros de ambición. Ha de soportar vivir bajo el imperio del cálculo, acostumbrarse a una eterna y ambivalente sensación, la de pertenecer a la verdadera aristocracia y la de ser, al mismo tiempo, miembro inequívoco de una raza condenada, la de los hombres del subsuelo. Algo de esto hay en el libro de Bellow.

Pero la correspondencia no deja de ser un modo de la autobiografía. Y sabemos que Saul Bellow finalmente fue uno de esos elegidos. Por eso este libro también, sobre todo, nos ofrece el despliegue de una vida literaria de éxito; vemos, por ejemplo, a Bellow organizando seminarios de verano o recomendando a otros colegas para el Nobel. Quién sabe si será fruto de ese triunfo, pero lo cierto es que puede observarse cómo, con el trascurrir de las páginas, la fuerza que transmiten los textos aquí presentados, si bien no mengua, sí se disemina. La potencia que al principio descubríamos en una sola carta, en un párrafo, conforme avanzamos en la lectura —según Bellow se adentra en la vida— la encontramos de forma diferente. En la combinación de varias cartas, en la conexión que establecemos entre lo que escribe y lo que sabemos que va siendo su existencia, en el vínculo, en fin, que une esos pasajes donde la enfermedad y la muerte van ocupando espacio con la arrolladora presencia que nos agarró por las entrañas en las primeras páginas. Pero esa energía sigue ahí, invitándonos a una especie de reconstrucción, recordándonos que, en efecto, hay algo más.

(Digo más arriba lo de «regalo», porque, para el lector en lengua española, estas «Cartas» verdaderamente lo son. Ignoro si a los responsables les recorrió la duda a la hora de adquirir los derechos de una obra semejante, un «no-ficción» de más de setecientas páginas; sospecho que algo de heroico, y también algo de empeño personal, habrá detrás. En cualquier caso: bravo.)