Todo es culpa de Lou Reed (CUANDO VIEJO NO ESCUCHARÁS ROCK, segunda parte). POR ROBERTO CAREAGA

Todo es culpa de Lou Reed

Uno igual cambia. Se convierte lentamente en otro. A los 14 años vi a Guns n’ Roses en el Nacional casi llorando de emoción, pero al día siguiente empecé a olvidarlos. A los 15 años creía que mi fanatismo por Mr. Bungle jamás iba pasar, pero pasó. Tuve sus discos y creo, imagino, que los perdí. Llegué preguntando por algo parecido a ellos a una disquería  de Nueva de Lyon que se llamaba Background y por recomendación del legendario –sí, legendario– Hugo Chávez me fui con el primer disco de unos muy desconocidos Marilyn Manson. Con el tiempo, Chávez cachó que yo podía oír mejores cosas y me vendió, a veces un poco a la fuerza, cd’s de Galaxy 500, Spacemen 3, Tortoise, Mouse on Mars, Flyng Saucer Attack, etc. También en ese momento creí que yo sería el más fiel fan del post rock y dejé de serlo. Imagino que fue por Velvet Underground. Todo es culpa de Lou Reed. Incluida la música que terminaré escuchando cuando sea viejo.

Pasó así: voy en la micro a la universidad, es temprano, antes de las ocho, y en mi personal estéreo suena Velvet Underground. Tengo 18 años. Es una copia de su primer álbum, el clásico de la portada del plátano y con algunas voces de Nico. Lo he estado escuchando insistentemente, hipnotizado por una suciedad que en ese momento no sé poner en palabras y, sospecho, a la espera de alguna revelación que, de pronto, llega mientras avanzo por Irarrázabal y escucho “Heroin”: mientras de fondo John Cale hace sonar dramáticamente su viola y Maureen Tucker se abstiene del desorden con un golpe monótono al bombo, adelante Reed conduce la canción desde la calma al descontrol en una sintonía casi perfecta entre su voz y la guitarra, iluminando la desorientación como un estado de éxtasis que, sin embargo, también es pura tristeza y vacío. La música me abstrae de la micro y me emociono genuinamente, porque aunque la canción habla del efecto de una droga, en realidad cristaliza un ánimo que yo he sentido alguna vez: que menos que trágico, el desconcierto es liberador.

Lo siguiente fue hacerme un fanático oficial de Velvet Underground, aunque no del todo sistemático. En esos años era difícil serlo: escuchar sus cuatro discos era fácil, pero lentamente me di cuenta de que eran la punta del iceberg: en los incontables demos, tomas alternativas y bootlegs latía un corpus de canciones inéditas y versiones raras que extendían los dominios del grupo mucho más allá ruido y el rock. Comprar esos discos de rarezas me era imposible, pero internet podía hacer algo y vía Soulseek fui encontrándome con algo que si bien a esa alturas estaba totalmente documentado, yo ni sospechaba: en el fondo, Reed era un compositor de canciones muy clásico, un eco del rock and roll de los cincuenta que se había desbocado. Antes que todo, estaba obsesionado con las melodías. Incluso, tenía ciertos toques folk muy en el estilo de Bob Dylan.

Me fui enterando de eso por canciones como “Prominent Men”, “Sheltered Life” y una versión alternativa de “I found a reason” muy diferente a la que quedó en el Loaded. Son, fundamentalmente, temas de inspiración folk o country, que podrían haberle servido a Reed para lucirse en una fogata mientras recorría Estados Unidos como un vagabundo, un beat o un trovador al estilo de Woody Guthrie. Es decir, dejabas a Reed con su guitarra acústica y el hombre estaba salvado en cualquier parte. También en los bares del Greewich Villace de los sesenta, por supuesto. No mucho después, caí en cuenta que ese sonido en realidad era propiedad de Bob Dylan (a quien Reed por supuesto admiraba) y cuando te das cuenta de eso ya no puedes salir de Dylan. Yo entré a tientas en ese universo por los discos obvios, para terminar nuevamente en un par descartes: “Farewell Angelina” y “Moonshiner”.

Todavía puedo escuchar esas canciones siete veces seguidas. Sobre todo “Farewell Angelina” que en su total sencillez es un drama exuberante: mientras se apronta el estallido, el carnaval o la tormenta, él se despide de Angelina, se hace tarde, tiene que marcharse. (Si fuera más parca, esta canción sería perfecta para musicalizar la novela Buscanidos, de Matías Celedón). Si “Moonshiner” te pilla en un bajo anímico, cuídate: Dylan suena como un quejido, como un lamento cansado que se arrastra pastosamente sobre una guitarra delicada, insistente pero suave como una letanía, y todo resulta tan desalentador que emociona. En la interpretación de Dylan, ambos temas suspenden el tiempo y crean otro. Se trata de eso: un hombre con nada más que su voz y una guitarra crea una realidad paralela. Un lugar nuevo al que puedes ir, quedarte si quieres, cada vez que pones play.

Pero esas canciones del pasado no hicieron que predijera mi futuro. No sé cuándo, quizás en algún momento entre “Needle in the Hay”, de Elliot Smith, y “Halloween”, de Ryan Adams, o “Love is All”, de The Tallest Men on Earth, es decir puras canciones de los últimos 10 años, fue que llegué a caer en cuenta de qué era lo que yo iba a escuchar cuando viejo: a hombres tocando guitarra. Nada más que eso. Algo mucho más elemental y rudimentario que jazz o música clásica. Mucho menos sofisticado. Acaso lo más básico de la música popular contemporánea. Una manera de hacer las cosas que empezó mucho antes que los bluseros sureños de EE.UU. y todos los días se renueva en cualquier parte del mundo. Es, de hecho, un terreno inabarcable y también incombustible: vive tanto en Van Morrison como en Daniel Melero, en Bon Iver o Paul Simon, en Chinoy o Devendra Banhart, Johnny Cash o Matías Cena, o  Caetano Veloso o Johnny Flyn, etc. Se puede seguir. Aburrirse siguiendo. Mejor: se puede llegar a unas mujeres tan increíbles como Cat Power, Joan Baez, Valerie June o Patti Smith.

Seguir también es revelar mi ignorancia, por supuesto, porque esta historia de hombres –y mujeres– con guitarra está especialmente hecha de viejos cantautores secretos que lo inspiraron todo y a ellos yo, por suerte, aún no he llegado. Pero las novedades no me las pierdo. Si no lo saben, es bueno que se vayan enterando: después de demasiados álbumes navideños, cristianos y extraviados, Sufjan Stevens agarró la guitarra para salir del duelo por la muerte de su madre y en marzo lanzó Carrie & Lowell. Escucharlo una vez no es suficiente, recomiendo dos, incluso tres veces seguidas. Decirlo es quedarse corto: es triste, rabioso, tenso y no del todo resignado. Delicadísimo. Inquietante. En estos años en que los libros que más disfrutamos son confesionales, escuchar a Stevens hablando de su infancia,  sus padres o sus amores frustrados es perpetuar y extender una duda: ¿y si la ficción es accesoria?

Otra duda: ¿Ryan Adams realmente necesita baterías, pianos, bajos, una banda? Más famoso que nunca por haber cubierto completo el disco 1989 de Taylor Swift, en abril publicó un disco muy largo –42 tracks– que registra un par de show en el Carnegie Hall. Sin accesorios, sólo él, su guitarra y una armónica. A veces usa un piano. Es extraordinario, pero también rarísimo. Adams tiene alma de comediante y entre canción y canción, se pega unos stand up larguísimos en los que habla de drogas, Terminator, Angry Birds, etc. Efectivamente es divertido, lo que contrasta radicalmente con la desolación y seriedad –esa voz grave– de sus canciones: si en los discos originales sonaban ásperas y adoloridas, acá son, casi todas, lamentos derrotados. Cuando no suena así, es de una cálida melancolía. Casi siempre, suena como alguien del que uno quiere ser amigo. Decirle, por ejemplo, que en “Trouble” hay un par de líneas que te quedaron dando vueltas. Esta, por ejemplo: “I see my brother, he’s waiting in line for his turn/ I’m not as humble, I know everything here is gonna burn”.

Habría que seguir con Adams. Decir, por ejemplo, que “Gimme Something Good” en esta versión despojada, en la que se oyen como se mueven sus dedos por las cuerdas de la guitarra, hace palidecer la pirotecnia rockera de la original. Y sobre sus covers a Swift, que están muy bien, aunque no tanto tampoco: las que mejor le quedaron, creo, son “Blank Space” y, contra todo pronóstico, “Shake it off”. Las convierte en otras. Les quita toda la arrogancia original –que funcionan tan bien en Switf– y les otorga sustancia al puñado de ritmos que eran.

Lee acá la primera parte: /cuando-viejo-no-escucharas-rock-por-roberto-careaga/

Soundtrack

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