Video/Presentación + Adelanto: La realidad y la luz de Sergio Coddou

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Sergio Coddou Mc Manus (Santiago de Chile, 1973) es autor de los libros de poesía Lyrics (Ediciones Rottweiler, 2005) y Machina (Ediciones Tácitas, 2007). Estuvo a cargo de la traducción, prólogo y notas del libro Apuntes autobiográficos y algunos poemas de Robert Lowell (Ediciones UDP, 2013).

Ahora nos presenta La realidad y la luz, en sus palabras: “…collage textual articulado a partir de viñetas, poemas, pequeñas historias, imágenes, retratos y fragmentos cosidos artesanalmente. Esto no es autobiografía, no es novela, no es poesía, no son cuentos, no es ensayo, es todo eso y nada de eso a la vez: una modalidad exacerbada y laberíntica de bovarismo literario, autoinmune, errática e incompleta. El tipo de obra que me gustaría leer…”

Video de presentación

 

Breve crónica de un seco invierno

 

Carlos Vial Espantoso fue un buen hombre con un feo nombre. Reflexiono sobre esto porque me tocó ir, por trabajo, a la ceremonia de entrega de premios de la Fundación Carlos Vial Espantoso, donde se premia a la empresa que mejor trata a sus trabajadores. Los discursos, todos dentro de lo esperable para quien no espera nada de estas ceremonias: ritos vacíos de un mundo vaciado de todo contenido. La ministra del Trabajo dijo puras obviedades pero al menos tiene buenas piernas. Sé que mi comentario puede ser tildado de machista, sexista, paternalista, etc., pero qué quieren que les diga aparte de un par de hechos indesmentibles: la ministra del Trabajo tiene buenas piernas y su discurso fue insulso. Entregué el artículo «espantoso», como lo referí de manera simpática a mi jefe, a las dos horas de haber salido de la ceremonia y haberme comido dosis un tanto exageradas de chorizo español y quesos, además de camarones apanados y mucho jugo de chirimoya. No recomiendo mezclar chorizo español con jugo de chirimoya. Al despedirme de algunos cuasi colegas –trabajo para su empresa pero no soy, «técnicamente», parte de la compañía– manifesté mi nerviosismo por la final de la Copa América que Chile jugaría contra la Argentina de Messi al día siguiente. Una joven con síndrome de Down de personalidad muy alegre, como la mayoría de los Down que conozco, y avasalladora, como tantos otros, me aseguró que Chile ganaría, que no tengo nada que temer, que no se ha equivocado en el resultado de ningún partido de la Copa hasta el momento. Le pregunto qué resultado ella pronostica, y me dice que ella sólo dice quién gana, no adelanta resultados. Tenía razón. Ahora leo a Levrero, la Novela Luminosa: si bien tiene sus cosas, esperaba más, algo como esto. Bueno, tal vez sea algo como esto, sólo que escrito por otra persona, con otras vivencias, otros intereses, otros recuerdos, otra edad. En fin, como dice al comienzo de una de las entradas de su diario: «Hoy todavía es ayer». La euforia del triunfo de Chile en Copa América todavía causa estragos, en mi cuerpo y en mi mente. Qué bonito es ganarle a Argentina con Messi, el Kun Agüero, Mascherano y el cúmulo de estrellas millonarias que completan el equipo. Pero luego de la euforia viene el vacío (¿Post Lux Tenebras?). Saciado nuestro anhelo nos sentimos vaciados, huecos, innecesarios. Y ahora qué. Todavía me duele la cabeza. Estoy tomando mucho, tres cervezas y al menos una botella de vino son mi línea de flotación para resistir encuentros sociales, pero siempre sigo más allá y me ahogo en el negro océano vino tinto del olvido, epi einopa ponton –cito de memoria y compruebo en Google que estoy en lo correcto–. A mi mujer no le gusta que tome tanto, a mí sí me gusta tomar harto pero no me gusta que a mi mujer no le guste, y tampoco siento simpatía por esa sensación de incertidumbre culposa del día siguiente. No sé bien qué preguntar o comentar pues temo haber preguntado o hecho el mismo comentario mientras estaba sumergido en los mares del olvido etílico, ataviado con mis labios morados y los mechones de pelo que caen rebeldes y grasientos sobre los ojos que escrutan temblorosos la realidad con la mirada perdida y desorientada: el rictus lejano de quien es un extranjero para su propio cuerpo. En medio de todo este frenesí, leo una noticia de verdad importante escondida entre el fútbol, las fluctuaciones de los mercados y el desfile de políticos corruptos y sus caros equipos de abogados por los tribunales de justicia: detectan señal de una galaxia emitida hace cinco mil millones de años: gas de hidrógeno que viajaba hacia la Tierra registrando una señal casi imperceptible. Me pregunto si algo del polvo o las partículas de este planeta que acogió a Homero y a Shakespeare, a Napoleón, Genghis Khan, Josef Stalin o Franklin D. Roosevelt sobrevivirá más que esa señal de gas hidrógeno que viajaba sin destino desde una galaxia lejana y un pasado ignoto. Cuando se cierran las cortinas de la conciencia y caemos en el sueño definitivo de la muerte, ¿nos convertimos en gas hidrógeno? Que mis cenizas las arrojen al mar oscuro como carbón, como borra de vino, alzando una copa y contando anécdotas estúpidas que den cuenta de lo mucho que me querían y lo difícil que será vivir sin mi presencia aunque a los tres días o cuatro estén preocupados del resultado de un partido de fútbol, o porque tienen que presentar el nuevo proyecto ante el comité de riesgo del banco, o porque simplemente se les olvidó contratar el seguro y ayer le robaron el espejo retrovisor derecho a la flamante camioneta Ford que compraron hace un par de semanas. Todavía no llueve. Hoy cayeron unas cuantas y tímidas gotas que no fueron suficientes ni siquiera para limpiar el vidrio del parabrisas del auto. El café skinny vainilla latte del Starbucks, tan caro y tan grande, me cae mal al estómago: no soy capaz de terminarlo. Boté –calculo– 500 pesos de café al basurero: el precio de un desayuno para un niño en un hogar de menores. Todavía no llueve. Hago dormir a mi hijo en la sala de espera de rayos X, tenemos que hacerle un TAC al cerebro sin contraste para comprobar si un chichón que se hizo cuando se cayó mientras estaba a mi cuidado en el sillón de la salita implicaba fractura de cráneo. Yo creía imposible que esa caída, desde la estatura de un lactante de nueve meses que se pone de pie frente al sofá para meter los dedos en el teclado de mi computador pueda ser causal de fractura de cráneo. No tenía nada, sólo un hematoma. Salimos de la clínica con la tranquilidad de que el chichón era sólo eso y con 200 mil pesos menos de saldo en la tarjeta de crédito. El módico precio de la tranquilidad frente a una tribulación palpable y concreta. Hablando de precios, hoy alguien dijo en una reunión que a la compañía para la cual trabajo le está costando cerca de 450 mil pesos cada idea que se genera en un programa corporativo para fomentar la innovación. Yo no sé si es caro o barato, pero creo que nunca he generado alguna idea que valga la pena o tenga alguna utilidad en mis más de cuarenta años de vida (ya estamos enfilando a los cincuenta). Por lo tanto, todos los logros productivos de mi existencia no podrían equipararse a alguna de esas ideas de 450 lucas, que buscan –de manera eficiente– hacer algo que hacíamos antes de una manera novedosa y mejorada. Es de noche. Todavía no llueve. En la salita el lactante se desliza por el suelo buscando algo que morder. Mi mujer prepara una presentación que debe hacer ante una delegación norteamericana de expertos en educación. Mi hijo B. –de ocho años– juega con el iPhone antiguo de mi esposa mientras camina detrás del lactante para que no se golpee en la cabeza. Yo escribo, esparcido incómodamente sobre el sofá, un sofá muy viejo e irregular para mi encorvada espalda. Todos hacen algo importante, lo que deberían estar haciendo: mi mujer trabaja, mi hijo de ocho juega y cuida a su hermano de nueve meses, que descubre ávido su entorno. Todos menos yo, claro. Otro día gris y helado. Se anuncian fuertes lluvias para el fin de semana, pero todavía no llueve. Hoy llegué a mi sesión con el psiquiatra sin saber de qué hablarle. Me imagino lo tedioso que debe ser poner esa cara de interrogante que se traduce tácitamente por «¿y cómo estamos?» varias veces al día. ¿La ensayará en el espejo? No tengo nada que decir y lo estoy diciendo. Como debo llenar una hora de silencio que vale 80 mil pesos, me largo a hablar. El precio a pagar para evitar estar en silencio enfrentado con uno mismo, podría decir si quisiera ser rebuscado, pero no. 80 lucas menos no más, el precio de 160 desayunos en un hogar de menores. Hablo de la luz, de sus ángulos, perspectivas, como tengo –padezco, mejor– nostalgia de la luz de otro tiempo. Cómo el sol matinal bañaba el patio delantero adoquinado de mi casa en calle Lo Matta, Vitacura. Las cuncunas que caían del ciruelo que permitía que durante el verano tomáramos jugo y comiéramos mermelada de ciruela. Esto no lo recordé en la sesión, sino ahora cuando evoco esa luz, y ahí aparece el ciruelo, las cuncunas y los subproductos del árbol. La luz de la tarde que se colaba por el follaje de las hayas y abetos de la casa de mis padres en calle Manuel Guzmán, Lo Barnechea. También hablé de mi aversión por la luz fría y las luces directas, un lugar común que le permitió explayarse sobre lo que llamó, en un momento, mi aparente tendencia hacia el equilibrio: mi contradicción esencial de «ahuacharme» sobre una luz determinada. Es verdad: amo ciertas luces y odio la opacidad o extrema luminosidad de otras. Por ejemplo, odio este día frío y gris. Luego trato de desviar la conversación, que en ocasiones se vuelve muy abstracta, hacia mi tendencia a la medianía y la mediocridad. Le digo que esto que escribo pensé titularlo, en algún minuto, con el empalagoso título «Apología de la mediocridad», un título que se me ocurrió mientras conversaba con el gerente general de una de las empresas para las que trabajo (o «proveo servicios»), quien me dijo: «Aquí somos enemigos de la mediocridad. Buscamos que hasta el más mínimo detalle sea abordado con el mismo profesionalismo y excelencia que amerita el más grande de nuestros proyectos». Mientras lo escuchaba sentí un escalofrío, pues estuve tentado de decirle que estaba sentado frente a uno de los más grandes popes de la mediocridad: yo. Luego imaginé a un gásfiter sintiendo la misma satisfacción y plenitud que sintió Bach luego de componer una cantata cuando logró destapar un ducto de desagüe que estuvo por días bloqueado y causando fuertes olores. El doctor comienza luego a disectar mi tendencia a la medianía, o mi aparente tendencia al equilibrio, señalando que la medianía es mi refugio, mi cobijo, mi remanso. Tremenda novedad. 80 mil pesos para decirle al rey que va desnudo. Precio módico, la verdad. El cielo gris amenaza con extender la sequía. Voy a tomar café y tostadas con palta. No siento ganas de abrir el libro de Levrero, pero abro el libro que me dio mi psiquiatra hace unos meses y que traigo desde entonces en la mochila. No está mal escrito y tiene algunos pasajes interesantes. Habla de la identidad, un tema que me apasiona, pero que no logro comprender de manera sistemática ni logro abordar literariamente, sólo desde el punto de vista terapéutico, sea lo que sea eso. Siento que debiera recomendarle que lea a Derek Parfit, pero al mismo tiempo tengo la sensación de que sería una actitud arrogante, como pontificar sobre la nieve ante los esquimales. Siento que esto mismo que escribo es como el relato fragmentado, atomizado, disperso e inconsistente que uno emprende en las sesiones con psiquiatras o psicólogos. Así, dejo en el lector la tarea del doctor: de armarse un panorama medianamente nítido a partir de fragmentos dispersos que pretenden ser pinceladas de una misma paleta de colores y tonalidades. Tal vez debería pagarle 80 mil pesos a los lectores que sean capaces de terminar este libro y 80 mil más a quienes me propongan un título y 80 mil más a quienes sean capaces de redactar una solapa que haga justicia a este inconexo mamotreto. Unos cuantos lectores competentes y voluntariosos y quedo en la ruina. Las fuertes lluvias no fueron tales. Llegó más viento que lluvia y cayeron árboles sobre los cables de luz. Esto sirve para reflexionar cuánto necesitamos la electricidad y explicar por qué es imposible que el e-book desplace al libro de papel. A los dos días volvimos al frío seco que parte los labios. Llevamos dos semanas esperando que vuelva la lluvia, o que llegue el resto de la lluvia anunciada que no se hizo presente en su debido momento. Dejé el libro de Levrero y no sé si vuelva a él. Fue una decepción todavía más grande que los diarios de Ribeyro. Me pregunto si esto será tan decepcionante, un follaje que se aparece como espejismo ante mí, pero tan árido a los ojos de los otros. Mi psiquiatra dice que mi ansia y fijación por la lluvia es porque necesito limpiar mi mirada; en otras palabras, digo yo: añoro el refugio que prodiga la lluvia. La lluvia llena el espacio, limpia, lava, refresca. Alguien practica trompeta unas casas más allá. Toca bien. Creo que un swing. Mi teléfono dice que hay 0 por ciento probabilidades de lluvia hoy a pesar del cielo encapotado y gris. 20 por ciento mañana y 20 por ciento pasado mañana, 26 por ciento el viernes. Pero las probabilidades van variando día a día, confrontadas contra la indiscutible y seca realidad. ¿Tenía hermanas Carlos Vial Espantoso?

Sergio Coddou: La realidad y la luz

Ediciones Rumiantes, 2016

407 páginas

$14.000