Valeria Meiller

“Aguada”, EL RECREO, El fin de la noche, Buenos Aires, 2010.


*


Durante una inundación, los más fuertes
se reúnen arriba de un árbol.
Con el agua en todas partes, la familia en el techo.
Hacer un barco de la pata de la cama. Una vela de sábana.
La primera solución es trepar. Trasparentes,
padres, abuelos y embarazos.
Los niños en el techo chupando
su ración de hueso preguntan
¿Dónde estará el sol? Y fosforecen.

Otros florecen además. Niños trasparentes nacen bajo la lluvia.
La partera a nado
asiste a las madres sin dar abasto. Un perro la sigue.
Los más chicos sacan la lengua y beben la lluvia.
Muchas gotas es varón, entonces eligen un nombre.


*


Algunos rezan de rodillas sobre una chapa roja. Último bebe.
Bebe de rodillas en el borde del techo, toda
la cara en el agua, la nuca al cielo.
Con la panza hinchada y el agua en la chimenea casi, el agua
en todas partes…


*


Pongo las manos en el agua por vos y se tira
de cabeza al campo para buscar
más recipientes donde poner el agua, las últimas
cinco cacerolas de barro, tres
grandes recipientes de lata.
Dos lecheras, un balde que no arrastró
en los estantes de la despensa la corriente.

Y se mueve por la casa como si no
nadara, con tanta soltura…


*


Después de una semana de lluvia, una cabeza
es cuajo amarillo. Veinte cabezas, una mina de azufre.
Tristeza de leche agria hace llorar
ni tragarse un hueso va a salvar el brillo.


*


Cuando la mitad del cielo es la mitad del cielo y la mitad
de la tierra la mitad, alguno
traza con una piola la línea y dice: éste es
el horizonte.
Lo que queda, de mi mitad para tener,
es un corral de cardos y dos
animales flacos no dan para comer.


*


Al octavo día es difícil
encontrar suficiente paja
donde posar el ojo. El agua
una ola chata solamente
se crispa cuando cae una gota.

Por eso, cuando la lluvia es dura
cortina de agua la superficie
del campo una tormenta marina.

Todo sucede por derivación:

Si madre permite me baño
la cara de lluvia al cielo y si no pasa
cuando caiga otro hermano con nombre
pesado de gota entonces
ahueco un coco para hacerle una cuna.


*


Un deseo:
cuando la rana deje de croar
escabullirse rápido hasta el corral soleado.


*


Así termina el cuento de la noche
para los niños el primer día de lluvia:
acurrucada al borde de una hoja
antes de dormirse la menor pregunta
¿Volverá padre? Y se queda dormida.


*


Cuando Último estira la mano, madre
apenas sabiendo nadar se arroja
por el amor del borde del árbol. Madre
de la matriz del living al cordón del piano está
hamacándose una canción de cuna.

Un anillo de rama de muérdago
hace sangrar el dedo.
Un anillo de rama de muérdago
hace sangrar el dedo y la unión
se disuelve. Después de tantos años florece
de carretel el círculo de tu panza. Un camino

va del hueso a la muela
de la muela a la primera nana. Así
se crece hasta llegar al último
arrorró con leche pegado a la tapa.


*


Va a dar una vuelta de barro en el fondo del pozo.
Va a poner la casa en un barco para remar lejos.
Del barro a la casa va a levantar una vela. Una llama
para escapar del monte por un hilo de agua.
Para coronarla, de flores va a ponerle en el cuello
y en el pecho el curso del río.

La orilla queda lejos en el sueño. De tanto
crecer, madre, algo sucede. De agua y de tierra.
Dios es apenas una divisa, se va a secar
en el pecho desnudo si con el viento
aumenta la corriente.


*


Si se inunda el fondo del aula
y en la escuela corren todos
al burro suben a mano los libros
de la pata al cuerpo, así
hasta el cuello.
El juego termina en la segunda rueda:
en la merienda, madre, quiero ser del color
de la flor que llevás en el cuello. Y si la tarde
es más larga, en la espera, subo la montaña al carro
y la mudo. Para las seis:
un montón de guardapolvos y de dientes
son el tesoro de una rata de leche.


*


¿Por qué las casas quedan lejos de los pozos?
– Último la tinaja
pesada en la cabeza pregunta.
Cortando camino de la casa
cuenta en silencio la cantidad de pasos.
Si se distrae, deja caer el balde,
las manos en el barro, seguro pierde la cuenta.


*


Si la pena es más grande se hace
a un lado madre, empieza
el niño a cepillar el pelo
larguísimo de la niña hasta que diga basta.
Del pétalo se desprende una oreja
de conejo, esas flores de durazno. Se pone
de costado la palabra, la costilla
que el primer hombre dio a la primera mujer.


*


Hacia dónde va, Último bien no sabe. Corre.
El aire en la panza del agua se infla.
Que todavía queda resto y no hay canal
que no se salte cuando el valiente
como el malón, como el ganado,
como la tropa sigue a la yegua madrina.

Para ser libre – se dice – hay que probar el fondo
de los pulmones exigido al máximo. Las patas
levantan polvo al camino en la seca, y en el barro
dejan la huella del propio paso un hueco.
Hay que querer llegar al fondo de las cosas – repite –
aunque el potrero termine en alambrado, la propiedad
del hacer es privada y el horizonte traza
recto siempre el mismo dibujo.




“Conejos”, TILOS, La propia cartonera, Montevideo, 2010.


1


En el futuro de la casa de campo hay pájaros. Partimos olvidando una valija que no será indispensable. Aceptamos el destino con voluntad, como aprendimos a ahogar crías en los bebederos: era necesario y la necesidad es la forma de nuestra alegría. Las preguntas van a llegar después y confiamos en que tampoco serán tantas. Actuamos de acuerdo a nuestros rudimentos, desde la primera caza de conejos.


2


Fue el verano de los cartuchos suaves, agazapados para el tiro al salto, vestidos del color de la maleza. Era un año en que todos los conejos del coto caerían enfermos y eso la había impresionado tanto que en oportunidades todavía soñaba con largas hileras de animales muertos y se despertaba para tocarse los brazos y saber que no llevaba una escopeta. Habían elegido las armas y determinado la cantidad de balas cuando recibieron la noticia. Él había llegado en mitad de la mañana con la cara partida de sorpresa para decirle, las vacunas no habían funcionado. El destino era un misterio ingobernable: la muerte benévola y mansa cediendo ante la muerte benévola y mansa. Cuando su abuela todavía vivía y en la víspera de la navidad visitaban a las hermanas, la visita era la rutina de los años antepuesta a la rutina del té. El monasterio sólo existía en el filo silencioso de la siesta y el ladrido de los perros cortaba el aire. El misterio que coronaba las catedrales era el silencio, todas las familias lo habían aprendido al asomarse al círculo del oro y los que rodaban, en el centro del anillo, eran los hijos.


3


Todo era amplio porque en un tiempo alguien había creído que los seminaristas serían muchos. Y también los cerdos, las gallinas y los conejos. La monja le había puesto un conejo blanco entre los brazos, lo había levantado de una jaula inmensa donde se agazapaba tras una pila de heno. Le había costado tomarlo entre las manos porque el animal temblaba y ella sabía que en el principio, como en una mañana glacial, donde el suelo y el cielo parecen un continuo infinito, existía la idea benévola y mansa de la muerte –porque mientras lo sostenía, la mujer con el pelo cubierto le había dicho que pronto iban a sacrificarlo y el conejo temblaba. Cuando se iban, imaginaba que las hermanas ordenaban todo rápido. Barrían, lavaban los cacharros y los ponían en su sitio, todo de tal modo que pareciese que nunca hubieran recibido visitas. Que no fuera a pensarse que las monjas y los conejos eran lo mismo, ellas no cedían ante el milagro de la vida y era difícil no pensar en eso.


4


– Lo que hacés primero es partirle el cuello. Le cortás la cabeza y después lo pelás.


5


Quitarles el cuero a los animales se había transformado en un acto de amor, el trabajo del cuchillo separando tiernamente el abrigo de la carne. Vivía los sacrificios con gratitud, se alegraba en la temporada de caza. Y ahora que los conejos del coto estaban todos enfermos, la pólvora se humedecía como la mañana y los armeros se llenaban de tierra.