Maximiliano Barrientos: Una casa en llamas. Por Pablo Sheng

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Maximiliano Barrientos: Una casa en llamas
Editorial Eterna Cadencia
95 páginas
$9000

Por Pablo Sheng

Una imagen para comenzar: la cara destrozada de un hombre, el corte desde la ceja al pómulo. Así Maximiliano Barrientos, nacido en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, abre el libro de relatos Una casa en llamas. La imagen del principio esboza la historia de un luchador retirado, también un ánimo constante y propio del autor que desarrolla personajes violentos, alcohólicos y ven, como única posibilidad, la derrota. La historia de Mark Hernández, el primero del conjunto, trabaja en las huellas y cicatrices del cuerpo. Lo que fue proeza y vigor, ahora, más bien, revela un juego perdido. Barrientos explora distintas atmósferas que amplían el foco de la narración, es decir, de enfrentar al rival en el cuadrilátero, vencerlo, se traslada a la nitidez de una imagen violenta. A Hernández le desgarran el vientre y un ciervo termina comiéndole las heridas, entrando con su lengua al interior de las puñaladas.

No había nada más hermoso y triste, alguna vez comenté, que bailar borracho una cumbia chicha. Barrientos, en una entrevista a Página 12, esboza algo parecido respecto al alcohol. Es una patria, dice, y nos permite mirar más lento, quedarnos en el pasado sin regresar. Ese parece el efecto del segundo cuento, teñidos por la observación de alguien que recuerda los efectos del pasado en el presente, como un hijo hablando de su padre mientras tiene sexo con una prostituta. Recuerda que el padre una vez quemó la casa y el fuego daba saltos, armaba un espectáculo, a ambos el corazón les latía: “Las sirenas de la policía y de los bomberos irrumpían en el aire, todavía lejanas, pero mi padre me pedía que observara en silencio cómo la casa caía a pedazos, que recordara ese momento, que recordara quiénes éramos él y yo”. El efecto termina cuando entendemos que el viejo cayó de una escalera abajo, tiene la cabeza abierta y está internado en un psiquiátrico desde el incendio de la casa.

Las peleas de borrachos, torpemente rudas, terminan en emociones frágiles. Fragilidad del violento, creo, incluso en alguien que ya fue vulnerado. Barrientos se encarga de develar este asunto, por ejemplo en “Sara”. Una mujer fue víctima de un secuestro, y la sensación es que ella no lo olvida. Vomita y sufre insomnio. Sabemos que la violaron y secuestraron por venganza gracias a la voz de uno de los perpetradores. Ella no perdona, todo lo contrario, cobra contra un niño. Lo golpea, le parcha la boca con cinta aislante, intenta ahogarlo, se arrepiente. Si es de ajustar cuentas, el libro mantiene esa línea, al menos en el cuento “El fantasma de Tomás Jordán”, donde el protagonista roba en una licorería años después de la muerte de su hermano. Debe ser que el desquite es una constante humana, como la culpa, o la añoranza de los familiares muertos; sin embargo, Barrientos esa nostalgia la trastoca, no redime a ningún personaje.

Tomar solo condensa un aturdimiento. Las ganas de liquidarse, o un ánimo afín, una laguna mental. Desde allí se escribe “Gringo”, el último texto, probablemente el mejor y más violento, que escarba en las heridas de una familia, en sus zonas incómodas. ¿Cómo mentir y esconder algo? ¿Cómo no dañar ante algo que parece terrible? Esas preguntas enfocan el relato, tratan de dar respuesta a un mundo extraño y socavado por la hostilidad. La acción del cuento resume la violencia general del libro, lo engloba en un espacio a veces sórdido, un pasado crudo que cobra relevancia en el presente y exige cierto destrabe. Pero la solución no llega, no es posible.