La luna nos persigue: “Sobre el movimiento de las estrellas fijas” de J. P. Rodríguez. Por Nicolás Meneses

 

 En la Duodécima Poesía Vertical de Roberto Juarroz, el hablante en el poema “8” insiste en su obsesión de abrir forados en cualquier espacio cerrado para ver más allá; lo que le interesa no es salir, si no mirar, leo la tercera y cuarta estrofa del poema: “Dibujaba ventanas hasta en las puertas./ Pero nunca dibujó una puerta./ No quería entrar ni salir./ Sabía que no se puede./ Solamente quería ver: ver.// Dibujaba ventanas./ En todas partes” (pág. 11). Leyendo los poemas de Sobre el movimiento de las estrellas fijas de J.P. Rodríguez, pienso que el gesto primordial es aquel de dibujar ventanas, no necesariamente para contemplar el cielo, salir o entrar a algún lado, si no para comprobar que las distancias y las fronteras son inexistentes, pese a todos nuestros intentos por cartografiar y trazar líneas imaginarias en la cabeza.

El mismo título del libro, que me parece de una elegancia terrenalmente cósmica, me remitió de inmediato no a un firmamento repleto de astros, si no a la magnética presencia de la luna que en nuestra infancia todos sospechamos espía de nuestra vida. Corretear en la calle y mirar al cielo y comprobar que esta no se movía, que seguí allí, mientras que nosotros, frágiles cuerpos con mentes henchidas del helio de la infancia, sospechábamos de una conspiración lunar. Incluso esa sensación se afianzaba arriba de un vehículo, mirando por la ventana el cabalgar impertérrito de la luminiscencia del satélite natural. Leo del poema «Ana Gabriel pide a la luna interceder por ella en una cuestión amorosa»: “A cambio la luna nos deja hacer nuestro juego./ Convertir su silencio en voz áspera/ dramatizar, desdramatizar, mezclar señales/ como una operadora radial/ abandonada por la cafeína en el desierto.” Creo que el hablante de este libro tiene esa vocación de astrólogo que, en cualquier parte del mundo, sobrepasa la contaminación lumínica y fija su telescopio tanto al firmamento como a las cosas y personas que tiene a su paso.

En los poemas del libro, hay movimientos no acusados, grandes saltos en un tablero que ponen al hablante de un momento a otro en el otro extremo. La inexistencia de estas distancias, a pesar de la aparición de Ana Gabriel, desdramatiza el desarraigo, incluso, tengo la sensación que lo celebra, lo siente inevitable, parte del recauchaje de vivir en tránsito; leo el poema titulado “Primer poema”: “Ya que navegamos a la deriva/ y el mar es una vieja técnica de distanciamiento/ deberíamos unir los puntos/ de la constelación y ver qué dicen. // No dicen nada./ Pero indican la materia/ de la que está hecha la falta de tiempo” (pág. 5). Incluso va más allá cuando afirma en el poema de la página 77: “Contra tu voluntad te convertiste/ en la respiración imperceptible/ de las cosas o seres que han sufrido/ pequeños accidentes// no en un rey mago/ ni un falso exiliado/ mucho menos en un poeta/ neorromántico”.

Es frecuente en los poemas la certeza apabullante de lo imperecedero de las cosas, por eso el poco apego a los lugares y los objetos. Este hablante juega al simulacro ironizando sobre esa afanosa búsqueda de certezas, la confianza que tenemos en un imbricado sistema de símbolos, mapas y orientaciones, leo del poema “Estúpido fisiócrata”: “Con la tinta del mapa que hice de ti en mi cabeza/ manché mis cutículas.// Las cutículas no son orilla de mar/ pero ambos miramos absortos/ esas líneas carcomidas y sin horizonte/ como si lo fueran”. O de “Estrella con problemas de sintonización”: “Desde acá mapear el mundo, vislumbrar posibles colegas./ El zoom no permite eso, es otra forma de abandonarse./ Yo me perdí, necesitaba un cable a tierra/ la visión de un satélite al que no tenemos acceso”. El hablante siempre se desplaza acusando un doble movimiento, en un intento fallido de asirse a algo, en el que el centro de gravedad se pierde de un momento a otro, reforzando la idea de que las distancias sean infinitas o ínfimas no importa, echando abajo la confianza en mapas y símbolos; lo que importa en los poemas de este libro es la cercanía de aquello que titila, la luz que llega de esas distancias infinitas que separan una estrella de otra, la candidez y tibieza que siempre hay que celebrar, leo: “qué tipo de fuerza o falla/ hace que dos cuerpos se muevan/ de forma voluntaria el uno hacia el otro/ y no se toquen” (pág. 21).

Creo que este segundo libro de J.P. Rodríguez es una radiante constelación que va ensayando formas de entender la vida, porque como se titula uno de los poemas “El mundo no es un pomelo”. En él encontramos una sabiduría que se esconde en la paradoja y la antítesis, en analogías que de por sí parecen imposibles, abriendo nuevas perspectivas del pasado y del presente. Quizás esto se demuestre con notoriedad en la figura de Azarquiel, artesano y astrónomo que pasa su vida entre la pega de reparar objetos de uso doméstico y la de formular grandes teorías sobre la transitoriedad de la vida humana, en una modesta y terrenal búsqueda de inmortalidad: quizás los valores se inviertan y lo que lo haga inmortal sea reparar una mesa. Aunque los ladrillos solo sirvan para ver el derrumbe, aunque de los poemas importe más el negro fondo por sobre sus luces, Sobre el movimiento de las estrellas fijas tiene la gran virtud de acercar las cosas a través del lenguaje como si este fuera un telescopio y abrir ventanas allí, donde el encierro nos tiene ahogados en un flujo de pantallas que cada vez nos pierde más del cielo, que, por cierto, desde su lejanía siempre tiene algo que decirnos.

 

Editorial Aparte, 2018
Poesía, 82 páginas