Ramón Díaz Eterovic

 

Simón y el otro

 

 

Simón observa a los tres hombres que se acercan y por primera vez piensa que el asunto de la casilla fue cosa del destino, al igual que sus canas prematuras, el color negro de sus ojos o el deseo de ser otra persona, distinta a la que cada mañana ve reflejada en el espejo, mientras presiona con desgano el pomo de la pasta dental o rasura sus mejillas. Cosa del destino, del eterno misterio del destino, porque sin una razón que lo justificara, arrendó la casilla un día de invierno, después de cobrar su sueldo y de leer un aviso de promoción en la oficina postal. No tenía ninguna necesidad de poseer esa casilla, y sin embargo se acercó a la ventana de atención y al cabo de unos minutos de preguntas y respuestas, firmó la papeleta del contrato, guardó en su chaqueta la llave que le dio una funcionaria de sonrisa gastada, y retornó a la calle, feliz de ser el dueño de un espacio que respondía a su nombre y del que podía, así lo creyó en ese momento, disponer libremente.

De regreso a la oficina donde desarrollaba una serie de labores contables, se dedicó a escuchar a tres de sus compañeros de trabajo que mantenían una charla ramplona, matizada con chistes de doble sentido y un repertorio de lugares comunes. Sus colegas tenían planes para después del fin de la jornada. Nada especial, lo mismo que hacen todos los días de pago, una vez al mes, se dijo Simón, acompañando sus palabras con una mueca cansada. Una parrillada y mucho vino en alguna picada de avenida Matta o Santa Rosa. Sin ganas de sumarse a la reunión, se acomodó tras de su escritorio atestado de expedientes y trabajó en ellos un par de horas. Cuando vio salir a sus compañeros premunidos de paraguas e impermeables, hizo a un lado los expedientes, tomó algunas hojas en blanco y comenzó a escribir una carta destinada a un primo que vivía en Ancud y a quien solo escribía un par de líneas para Navidad. Redactó la carta lentamente y cuando al final de la hoja registró el número de su casilla, respiró satisfecho y lleno de un inexplicable orgullo.

Al día siguiente comenzó el rito de revisar la casilla. En el horario de la colación apresuró los pasos hacia la oficina postal y usó la pequeña llave que le había dado la funcionaria, después de endilgarle una serie de recomendaciones sobre su cuidado, y sobre todo respecto al recibo de propaganda o publicaciones que las autoridades pudieran considerar inconvenientes para la conservación del orden público. Son tiempos difíciles había sentenciado la empleada postal con evidente tono autoritario. No encontró nada dentro de la casilla, y lo mismo sucedió durante un mes, hasta que finalmente descubrió la primera de las tres cartas que recibió en una misma semana, todas dirigidas a un desconocido llamado Gastón Taborga. Dedujo que el destinatario de las cartas sería el anterior arrendatario de la casilla y le llamó la atención que las cartas vinieran en sobres de igual color y tamaño, escritos con una letra ordenada y menuda, que no dudó en definir como de mujer. De mujer delicada y sola, pensó. Devolvió las dos primeras cartas en la ventanilla de informaciones, y cuando se disponía a hacer lo mismo con la tercera, sintió el cosquilleo de la curiosidad y la guardó para abrirla más tarde en la intimidad de su cuarto de pensión. La carta tenía un suave aroma a lavanda, y sin un motivo que lo justificara, convino que esa era la fragancia de la esperanza, de los que creen que la vida, a pesar de los pesares, puede reservarles una sorpresa alegre.

La carta estaba firmada por Elena Fuentes y a lo largo de una treintena de líneas manuscritas expresaba la extrañeza de la mujer por el reiterado silencio del destinatario, con el cual parecía mantener correspondencia desde hacia más de un año, después de que se contactaran a través del correo sentimental de una revista del corazón o de peluquería como las llamaba Simón. Por lo dicho en esa carta, y en una cuarta que abrió una semana después, dedujo que Elena y Taborga no se conocían y que además, las fotos que ambos se habían prometido enviar por algún motivo no llegaron a sus destinos. En las cartas, entre una y otra frase, aparecían una serie de referencias un tanto ambiguas que impedían cualquier caracterización confiable de Elena y Taborga. Y también, estaba la idea del encuentro y las recriminaciones de Elena por tres citas a la que Taborga no llegó, porque al parecer debía viajar al norte del país, aunque en una de las cartas hablaba de cierto encierro, de hombres que deseaban conversar con él, y de un hotel cuyos ventanales daban a un parque donde por las tardes jugaban los niños, vigilados por sus madres o algunas otras mujeres de voces chillonas. La descripción capturó el interés de Simón y durante unos minutos se imaginó a solas en ese mismo hotel, apremiado por los inevitables temores de un fugitivo.

Nada fue igual para Simón después de leer la primera carta. Con los días, sus asombrados compañeros de oficina comenzaron a ver como cambiaba su aspecto y vestuario. Un lunes cualquiera apareció con el esbozo de un bigote, y al día siguiente con un peinado distinto al habitual. A veces vestía de gris y en otras ocasiones combinaba los colores fuertes de sus camisas con corbatas chillonas, llenas de lunares, flores anaranjadas o figuras de animales. El juego, como lo calificaron sus compañeros, les pareció gracioso al comienzo. Un buen motivo para hacer bromas que Simón aceptaba de buen grado, sin decir nada, aguantando el deseo de romperle la crisma al gracioso de turno. En esas circunstancias, nadie prestó atención a la secretaría de la unidad cuando ésta indicó que Simón parecía ser otra persona.

Al recibir la sexta carta, Simón esperó el término del horario de trabajo y cuando sus colegas lo dejaron a solas, se sentó junto a la máquina de escribir de la secretaria. Dudó unos segundos, mordió sus labios con nerviosismo y compuso las primeras frases: “He vuelto a Santiago después de un largo viaje. Encontré sus cartas en mi casilla y lamento sinceramente haberle causado preocupaciones innecesarias”. Simón leyó lo escrito y pensó que su tono era el adecuado, tierno y respetuoso a la vez. Enseguida, describió a grandes rasgos sus recuerdos de un viaje que hiciera a Temuco e inventó un cambio de ocupación que lo libraría de los viajes y las distancias. Terminó la carta y camino a la oficina postal pensó en la casilla y en el contrato que había firmado para su uso. Se acercó a una ventanilla de atención y expuso su inquietud a una funcionaria de rostro agrio que lo escuchó sin mayor interés. Simón deseaba conocer los antecedentes del anterior usuario de la casilla y ella, después de esgrimir algunas dificultades recurrió a un ajado cuaderno de contabilidad y buscó información sobre Gastón Taborga. En una hoja amarillenta escribió los datos de su domicilio y se la extendió a Simón, quien no se atrevió a leerlos hasta que estuvo atrincherado tras la ventana de su casa. Al otro día, impaciente y sin poder reprimir la curiosidad, solicitó permiso a su jefe con el pretexto de tener que realizarse unos exámenes de sangre y se dispuso a conocer el lugar que Gastón Taborga había declarado como domicilio. No le fue difícil encontrar la dirección, pero se sorprendió al llegar frente a un empobrecido hotel ubicado en la calle San Diego, a dos cuadras de la Plaza Almagro.

–¿Taborga? -se preguntó a sí misma la mujer a cargo del registro de los pasajeros-. Sí, lo recuerdo. Era un hombre muy callado. Siempre estaba leyendo y almorzaba en un rincón del comedor, sin meterse con los demás alojados. Por las tardes salía a dar unas vueltas por el parque y a su regreso, invariablemente, preguntaba si lo habían llamado por teléfono. Yo siempre tuve la impresión de que era una persona asustada.

–¿Ya no está alojado en el hotel? -preguntó Simón.

–Se fue hace tres meses. Al principio, y como dejó algunas cosas en custodia, pensé que solo sería por unos días, pero a la mañana siguiente, cuando lo vinieron a buscar me di cuenta que probablemente no lo vería en mucho tiempo más.

–¿Quiénes vinieron a buscarlo?

–Tres extraños de mal aspecto. No me dieron sus nombres, pero dijeron ser amigos del señor Taborga.

La mujer le permitió revisar las pertenencias que Taborga había dejado dentro de una empobrecida maleta de lona azul. Pocas cosas. Dos camisas, un pantalón de franela azul y ocho novelas de Silver Kane. En un sobre abultado encontró una veintena de cartas escritas por distintas mujeres. Tres de las misivas estaban firmadas por Elena Fuentes. Las cartas estaban acompañadas por un cuaderno de hojas verdes donde Taborga registraba su correspondencia. Simón sintió que la soledad de Taborga se reproducía en su piel, y tuvo lástima por la vida del desconocido y también por la suya, rutinaria, reducida y mínima como la de un animal del zoológico. Sin que la encargada se diera cuenta, sustrajo las cartas de Elena y se marchó del hotel. Caminó hasta la Plaza Almagro y tomó asiento en un escaño, frente a una pareja que conversaba animadamente, pese al frío de la tarde y la brisa que despeinaba las ramas de los árboles. En las cartas descubrió la historia de Elena. Su tristeza, algunos romances fallidos y su búsqueda de alguien que la comprendiera. Taborga había entrado en la vida de esa mujer y ella esperaba que cumpliera la promesa que daría sentido a su vida. Nadie quiere estar solo y la mayoría de las personas quiere una vida distinta a la que les toca, pensó Simón y por unos segundos recuperó en su memoria la imagen descolorida del cuarto que habitaba. Entre las cartas de Elena encontró una esquela en la que un tal Fernando Avello explicaba a Taborga que debía seguir esperando la llegada de su pasaporte y del dinero que necesitaba para viajar a Mendoza. Cuando yo sea otra persona ellos jamás darán con mi paradero, había anotado Taborga en uno de los márgenes de la esquela. A Simón le hizo gracia la coincidencia con Taborga en cuanto a querer ser otra persona e intuyó que la esquela era parte de un mundo ignorado por él, que estaba acostumbrado a deambular por las calles con una permanente sensación de fracaso en el cuerpo. Entonces es posible, se dijo, imaginándose que llegaba a un pueblo desconocido, con otro nombre y otro pasado en sus bolsillos. También pensó que Taborga había conseguido llegar a su destino y que probablemente no volvería al país en un largo tiempo.

Tres días después recogió otra carta. Reconoció la letra de Elena y la leyó sin esperar a llegar hasta su oficina. Ella expresaba su alegría por el reencuentro postal y añadía antecedentes inéditos en la historia que de ella se había logrado hacer Simón. Vivía con su madre y trabajaba en una fábrica de ropa interior ubicada en el barrio Patronato. Le gustaban las películas musicales y dar largos paseos junto al mar. Simón escribió la respuesta pero no se atrevió a despacharla. En un par de líneas había retomado la idea de una cita para conocerse y pensó que no sería capaz de concretarla. Que de hacerlo, tendría que mirar de frente a la mujer y contarle lo de Taborga. Y peor aún, cabía la posibilidad que al verlo ella se sintiera desilusionada y que luego de unos minutos de conversación, pretextara cualquier cosa para alejarse lo antes posible de él y regresar a su casa a romper las cartas.

La duda lo inmovilizó durante varios días. Se refugió en un mutismo que sus compañeros de trabajo asociaron a una reprimenda que le dio el jefe por los errores cometidos en la suma de varios registros contables. Después, cuando recibió otra carta de Elena, decidió tomar unos días de feriado. Ocho días que pasó encerrado en su cuarto de pensión, observando a la distancia un parque imaginario sobre el cual caía persistentemente una llovizna. Al cabo de ese tiempo, dejó el encierro, anduvo por el barrio sin rumbo fijo y regresó al anochecer, vestido con una chaqueta de diablo fuerte. A la dueña de la pensión le llamó la atención el cambio de vestimenta, pero más aun, el cambio en la voz y en la mirada. Los atribuyó a una borrachera y como otros dilemas para los que no tenía respuesta, los resolvió con un desdeñoso movimiento de hombros. Por la mañana, Simón despachó la carta y volvió a su trabajo. En la oficina ordenó los papeles que se acumulaban sobre su escritorio y trabajó toda la jornada con una dedicación que no empleaba desde sus primeros días de funcionario. Hizo cálculos, redactó oficios y soportó estoicamente las bromas de sus colegas. Por la tarde, pasó a revisar la casilla y se sorprendió al encontrar la primera carta dirigida a su nombre. El remitente era su primo de Ancud. Sostuvo el sobre entre sus manos y luego, sin abrirlo, lo arrojó en un papelero, como si hubiera sido una carta dirigida a un desconocido al que jamás podría encontrar.

Llegó atrasado a la cita. Contempló detenidamente el interior del café y en una de sus mesas divisó a una mujer que debía andar cerca de los treinta años y conservaba en su rostro una belleza sencilla, opaca. Vestía un traje rojo de dos piezas y una blusa blanca con encajes en la pechera. Su cabellera negra le caía hasta los hombros y sus labios lucían el carmín de las fiestas y las pasiones. Con resolución se acercó a la mujer que había dejado sobre la mesa el clavel blanco convenido como contraseña. Sonrió al sentarse frente a la mujer y está respondió con una expresión de conformidad.

-Gastón Taborga -dijo al tiempo que posaba su mano izquierda sobre la mesa.

Ya soy otro, pensó Simón al ver que sus ojos se reflejan en la mirada de la mujer, y al querer observarla con más detalle, alzó su mirada más allá de la mesa que los acogía y junto a la puerta del restaurante reconoció las siluetas de tres extraños. Solo entonces pensó que su deseo se había hecho realidad. Era otra persona, pero no sabía por cuanto tiempo más. Aquellos hombres parecían empeñados en borrar los recuerdos de Gastón Taborga.

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Ramón Díaz Eterovic. Punta Arenas, Chile (1956).

Ha publicado los libros de poemas “El poeta derribado” y “Pasajero de la ausencia”; y los libros de cuentos: “Atrás sin golpe”, “Ese viejo cuento de amar”, “Muchos gatos para un solo crimen”  y “Chumangos”. Es autor de las novelas de la serie Heredia:  “La ciudad está triste”, “Solo en la oscuridad”, “Nadie sabe más que los muertos”, “Nunca enamores a un forastero” “Ángeles y solitarios”, “Los siete hijos de Simenon”, “El ojo del alma”,  “El hombre que pregunta”,  “El color de la piel”,  “A la sombra del dinero”, “El segundo deseo”, “La oscura memoria de las armas” y “La muerte juega a ganador”. Es  autor de la novela infantil “R y M investigadores” y del cuento infantil “El secuestro de Benito”. También es autor de la novela histórica “Correr tras el viento”.

Sus cuentos han sido incluidos en antologías publicadas en Alemania, Argentina, Bulgaria, Colombia, Croacia, Cuba, Chile, Ecuador, España, Francia, Italia, México, Portugal, Puerto Rico y Uruguay. Fue director de la revista de poesía “La Gota Pura” (1980-1995) y presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (1991-1993). Como presidente de la SECH le correspondió crear la revista “Simpson 7” y organizar el Congreso Internacional de Escritores “Juntémonos en Chile”, realizado en agosto del año 1992.

Ha obtenido una treintena de premios, entre los que destacan el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (1995 y 2008) y el Premio Municipal de Santiago, género novela (los años 1996, 2002 y 2007). Recibió el Premio Anna Seghers de la Academia de Arte de Alemania (1987); y obtuvo el Premio Las Dos Orillas del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón (2000).  El año 2005, el Gobierno de la República de Croacia lo condecoró con la Orden de Danica Croata Marko Marulic. El año 2009 recibió el Premio a las Artes “Altazor” por su novela “La oscura memoria de las armas”. Este mismo año, fue coordinador general del Festival de Novela Negra “Santiago Negro”, organizado por el Centro Cultural de España.

Sus novelas han sido publicadas en Portugal, España, Grecia, Francia, Holanda, Alemania, Croacia, Argentina e Italia. El año 2005, Televisión Nacional de Chile exhibió la serie “Heredia & Asociados” basada en sus novelas del detective Heredia y dirigida por Ignacio Agüero y Arnaldo Valsecchi. El próximo año, editorial LOM publicará la novela gráfica “Heredia Detective”.