Ramón Muñoz Vela: Las pieles. Por Vicente Larenas Añasco

 

Ramón Muñoz Vela: Las pieles
Editorial La polla literaria, 2019

103 páginas
$7.000

 

Cuando niño tuve una infancia muy callejera en la Pincoya. Nos entraban solo para almorzar, tomar once y la definitiva, que era para lavarse la cara y a dormir. Los veraneos eran a manguerazos, grifos abiertos y cubos de agua y leche. En septiembre, volantines e hilo curado de los alfiles, los halcones y del maestro curador de hilo del barrio: El Cochelo. Pintábamos las soleras de las calles de color de la bandera chilena: El blanco con cal, el rojo con tierra de color y látex azul para la inmensidad del puro cielo. Hacíamos colectas con los vecinos para hermosear la calle, nuestra calle. Sentíamos una localía fuerte y rivalizábamos con los vecinos de la otra cuadra. Los desafiábamos a pichangas extensísimas a todo sol, con pendiente en contra de lado y lado. Varias veces terminaban a cornetes en el hocico o guerra de escupos. Todo eso se fue limando a medida que pasó el tiempo y empezamos a ser amigos y a visitar a las muchachas de la otra calle y a taquillear con los polerones Maui y al ritmo de los Kris Kross. Aparecieron las primeras cervezas, unas que otras parejas hasta que se abrieron los caminos y queda todo enmarcado en una foto sepia en la mejor de las galerías de la memoria hermosa de la niñez.

Eso me espejea Muñoz Vela en su prosa. De trazo ágil, conciso. Usando referentes ochenteros-noventeros, remueve historias de los más viejos con un lenguaje que rescata dichos populares y personajes reconocibles a los que habitamos en algún minuto fuera de la circunvalación Américo Vespucio. Es voz presente y se intuye que conoce bien el mundo que usa para dar fluidez a esos pasajes de cogoteros, puñaladas y conquistas mascando chicle Miti miti. El derrotero de sus páginas chorrea vinagre, pan tostado con aceite, jurel con cebolla y olor a jabón Popeye frotado en una batea de madera. Tiene calle, campo, esquina, paraguayo prensado, colonia coral y botellín de pisco Capel. Es un paseo anacrónico a las relaciones que se dan en los márgenes de una sociedad que coquetea entre la violencia como expresión cotidiana, el romanticismo de un organillero y su mono tití, y la mención de marcas de productos que nos sitúan en un punto muy determinado de nuestra historia (Cheldiz, Parada 111). La revisión exhaustiva al callejeo nocturno, a los viejos manilarga que se propasan con unas cabritas indefensas e historias de huachos que en algún momento se emancipan. Por momentos pareciera que el contexto social actual podría satanizar estas narraciones por considerarlas ofensivas y patriarcales, pero es una lúcida mirada a una realidad que se oyó en algún momento, que califica como documento histórico del hampa, pues trae a colación formas y relaciones que generan época y que no están erradicadas del todo.

Las pieles es un título que se condice con las líneas de expresión que plasma su autor. Hay pasajes en que las florituras del lenguaje son un recurso que devela un buen léxico: “Se descubre de la rodilla a la cintura mostrando su palidez posiblemente nefanda, el color plomizo-opaco, exangüe de la vergüenza, se siente frágil, excomulgable. Se afirma del poste, y excreta su humeante mierda en el impoluto suelo público”. Después de este pasaje se infiere que hay una decisión estética en usar palabras sencillas y reconocibles durante gran parte de la novela, de otro modo, sería muy difícil reconocerla y oler la sangre corriente que baña las pieles de sus protagonistas tan propios de nuestra idiosincrasia, y por tanto pasajes de historias escuchadas, vistas e imaginadas.