Pinche desierto. Notas de acopio en torno a 2666 de Roberto Bolaño

I

Antes de haberlo tenido entre manos, entreviste el libro de Bolaño tan sólo como un número indefinido, interrupto, casi infinito de tan lejano, como una línea del horizonte entre los muchos libros suyos que se te venían encima, uno tras otro, a cada nueva temporada. Luego lo esperaste, lo deseaste hasta impacientarte pensando en los años que pasarían antes de verlo publicado completo. Y cuando por fin lo tuviste entre manos, hace unos meses apenas, ¿qué pasó? Y ahora que está ahí a tu lado ¿qué pasa?

iv. De entrada y sin pre, o quizás a pesar de ello, en la medida de su ambular, el lector de Bolaño se obsede. En toda la extensión deste volumen se obsede. Compelido por esta archinovela supuesta y alegadamente interrupta, se obsede.

iii. En cada una de sus partes, en cada una de sus travesías, se obsede, en el estado en el que llega perdido a pasar por cada historia. En los filos sueltos y en los otros presumiblemente atados. En los rincones supuestamente familiares, en las palabras, las interminables fosas. Sin saber respecto a qué y —para más recacha—, sin importarle demasiado, se obsede.

ii. Ante el primer espejismo, ante el último ovillo, por [y de] esta relación interminable de lo que podría considerar ya su propia comarca geográfico-mental, meditado a punta de vino, café, tequila, cerveza, con que se despide en huida, se obsede. Abandonado a su suerte. A este legado misterioso. Hasta dar con la última coma, la incisión, el punto que parte de regreso.

i. Y de yapa, la cúlmine nota a la primera edición que inter-pela, rumpe y estampa la mano editora de Ignacio Echeverría. A no ser que —¡o tempora! ¡o mores!—, prefiriendo tomar lo que piensa es el camino menos transitado, pisa el palito, va directo a la página 1121 y lee. Antes. Lee de refilo. Adiós, pues. Porque, entonces, el lector de Bolaño, de ello ya no cabe duda, sí que se obsede. Cede. Y se observa observar.

 

II

2666 está recién llegando, no para, no cesa, no acaba de terminar del todo1. A cada nuevo comienzo volvés a sentir en tus manos el peso del libro, el grosor del lomo, el volumen de todas esas páginas, el misterio del título, la desolación de la foto de la cubierta —un primer plano de una tierra recién labrada, una mujer, sentada pero moviéndose mirando un horizonte lleno de nubes—. Quizás no leés nada, sino que pegás una ojeada rápida que va de la tapa a la contratapa, o de la dedicatoria al epígrafe y de allí a las dos notas, situadas antes y después las cinco partes de que el libro se compone. En ese primer deambular por los umbrales del texto, no podés no toparte —más temprano que tarde— con la mención de la muerte del autor antes de la publicación del libro.

 

III

Esos umbrales por los que volvés a pasar una y otra vez ahora que terminaste ya la novela, van cobrando otros sentidos más inquietantes que los metafóricos de la expresión: te das cuenta de que allí se abre un verdadero espacio liminar, situado en medio de los lugares bien reales del texto —las dos notas y las cinco partes— pero también entre los tiempos que van del estar vivo —el ser mortal— al estar muerto —el no ser nada aquí y ahora. Cada umbral es entonces ese espacio neutro, ese blanco suspendido entre dos o más partes, entre dos o más mundos por el que vas a pasar —lo quieras o no— quizás vos también de un momento a otro, con la mente en blanco, sin pensar en nada preciso, o rumiando quizás alguna de las muchas preguntas prorrogadas una y otra vez en el texto

 

IV

El lector de Bolaño no podrá evitar entonces, a cada paso, creer en la eternidad de su locura. Errar. El desierto está demasiado lleno de ecos como para salir indemne, demasiados huesos para el sol de la tarde de Occidente. Demasiado Belano, como Rimbaud, como Peter Pan —pregúntenle a Panero y a Fresán, que por allí también cuentan—, los huérfanos (el poeta es un huérfano nato, según el ‘Carnet de baile’ de Bolaño), de sopetón, con noticias dése país de nunca jamás (que a la vez es un jardín en medio de Londres, por el que repta una serpiente que no se alcanza a divisar), para allegarse algo a los muertos, las muertas, los idos. O como Archimboldi, desde las ruinas, que son otro desierto, al desierto y sus ruinas óseas. Errar. Como dictum. Para demostrarse que, como tipografeara E. E. Cummings, unbeing dead isn’t being alive. Acaso es este pedazo de novella, de noticia, un diálogo de muertos y muertas e idos y retornados al lugar, o casi2. Como una hipótesis insolada.

 

1 Porque se recuerda que el título no dice nada, y busca, sin embargo, lo que dice de otra forma. Porque en tanto que punto de fuga, en tanto que “centro oculto”, que fecha, 2666, alude a algo más, más que el citado cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, más que las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado olvidando todo. Más que un inicio, pues el llamado secreto del mundo que los crímenes esconden, según uno de los personajes, tal telón de fondo, viene de lejos. El lector de Bolaño se sabe sobrepasado por el título que no se deja ni domesticar ni domiciliar en razón de su transitoriedad que se entrega a una serie de posibles perturbaciones que virtualmente lo suspenden, transformando la cifra, la fecha, en un enigma. Más aún: en movedizo tanto que nos tantea el ojo, en hurgadora zanja que es en sí una pálpebra.

2 Entre las muchas figuras diegéticas del ir desapareciendo a la obra —las víctimas de los criminales, los accidentados, los muertos en combate—, hay una que permanece más tiempo en tu memoria lectora: la de Benno Von Archimboldi, alias Hans Reiter. Esa encarnadura de papel y palabras persiste más tiempo que las demás porque es doble y además es la última, la del final, cuando sale cabalgando rumbo a México —el apellido significa jinete en alemán—, ahí donde los críticos de la primera parte lo fueron a buscar y donde todavía lo siguen buscando con afano, pero sin éxito.

V

Ya que asimísmo, como dice Jabès, “el horizonte es siempre el vacío de un rostro”. Y héte aquí, piensa el lector de Bolaño, que un seudónimo es una máscara sofisticada. Piensa en la persona, vagando por el étimo, una máscara para esconder al que la usa y para hacer visible aquello que enuncia. Y en este caso: yo soy, en y por la escritura, otro que aquel que yo era antes de la escritura. Yo soy aquel que me hace ser la escritura de la obra. Tanto Belano como Archimboldi: umbrales de su obra, partes integrantes deella, al otorgarle a la obra su presencia; y, a la vez, una máscara interpuesta entre el lector y el autor, y una invitación a comenzar un recorrido. Entrar por esta puerta seudónima es entrar en contacto inmediato con una conciencia, un animal literario que inmediatamente alude a la intensidad de un extrañamiento. Así Archimboldi, piensa el que lee. Así, Belano, Bolaño y cualesquiera de los que aparecen. El lector, lo mismo.

 

VI

Y es que está ante ese punto en que Bolaño/Belano, en tanto que nombre, antecede pues a su obra, cediéndole un lugar, un hueco acaso, para que allí se cumpla laexperiencia de sí mismo. ¿Cuál experiencia? Errar, en su doble acepción. E interrumpir.

VII

Y puesto que si el lector de Bolaño ya le hincó (pangere) a aquel ensayo-relato “Literatura + enfermedad = enfermedad”, ese monstruo de ensayo-relato y de “conferencia” que jamás tuvo lugar, errará por los pasillos del hospital Vall d’Hebrón de Barcelona y la poesía moderna (su supuesta fundación francesa en el siglo XIX), para ver

asentar que todo habrá partido con el llamado de Baudelaire al ‘viaje’ como respuesta al Ennui, el aburrimiento, el punto muerto. ¿Espejismo o reenvío?, piensa el lector de Bolaño, al encontrarse, apenas visto, a bocajarro, con la cita de “El viaje” de Baudelaire, ya precitada y comentada en el relato-ensayo (En desiertos de tedio, un oasis de horror), precipitada. Sabe que para B, el errar moderno acabará más que a menudo en aquestos ‘oasis de horror’ que de tanto en tanto interrumpen. O incluso más: que entre los dos finales, aburrimiento y horror, B erra para, con suerte, nos dice, dar con una entelequia (dixit, se defiende): al fondo de lo ignoto encontrar lo nuevo, lo que siempre ha estado allí, carajo. La kómma, esa incisión, el entre los hemistiquios.

 

VIII

Mas el lector de Bolaño, obseso, mon frère, no por tanto otorga, ni suelta su rienda; no se rinde, va de ronda al indicio. Pues, piensa: ¿y si para Baudelaire, con todo, el horror no sólo se halla nel mezzo o al final de la errancia, sino que desde ya se aloja en su origen mesmamente? Es cosa de cuna, como dice un pasaje de “Le voyage”, incomentado por Bolaño (l’horreur de leurs berceaux). Lo más propio es, ¡toma!, lo más inquietante, lo más extraño. Y así, que el horror esté en el origen, o que aún más, el origen sea el horror y no simple ventura, dará más caballo a esa otro errancia que persistirá, viniendo desde las últimas páginas de 2666. Y porque está Mallarmé, aducirá, quien —y aquí el lector de Bolaño le dirá nones a su leído (como éste a Baudelaire)— no asiente sin más al llamado al viaje, yéndose asaz contra lo que diría es creencia moderna y al que, más tarde, responde con un golpe de dados: el desastre, el naufragio propio de lo propio. Y aquí sí, arrojar lo dado. O, cazzo, no abolir elazar. Meter la cabeza en lo oscuro.

V

Ninguna figura de autoridad ni de autoría está allí para dar respuesta a esas dudas, sino todo lo contrario: una y otra brillan por su ausencia. Tras haberse invitado al segundo umbral del texto, donde dedica el libro a sus hijos, la figura y el nombre del escritor van desapareciendo a medida que vas entrando en el texto mismo. Después de ese regalo simbólico a sus hijos, Bolaño se eclipsa en Baudelaire, a través de un verso de “Le voyage”, poema que él ya había glosado parcialmente en “Literatura + enfermedad = enfermedad”. Ese verso, número 116 del poema, aparece traducido y transcripto en dos partes, que separan los dos hemistiquios del alejandrino francés, reforzando gráficamente un aparente quiasma entre el oasis y el desierto, entre el horror y el aburrimiento.

 

VI

Después de haber encontrado el poema, vas entonces a releer la estrofa entera, que ese verso viene a cerrar:

Amer savoir, celui qu’on tire du voyage !
Le monde, monotone et petit, aujourd’hui,
Hier, demain, toujours nous fait voir notre image
Une oasis d’horreur dans un désert d’ennui !3

Y valió la pena ubicar otra vez el alejandrino en la estrofa, porque comprendés que Bolaño, al haberlo destacado, separado y cortado, despliega así la magia ambigua del gesto. Si una vez terminado el viaje por la vida o por tierra, para Baudelaire el mundo muestra ésa, nuestra imagen renovada de horror en una monotonía absurda, para Bolaño en cambio lo que persiste y dura es sólo el espacio escindido y metafórico de dos vivencias angustiantes.

 

VII

Para ver la figura del autor en este segundo umbral, tenés entonces que mirar tres veces un negativo y positivar su ausencia, o si querés decirlo de otra manera, tenés que verlo detrás de un triple signo negativo: el de borrar la referencia del poema, el de quitarle el signo de exclamación borrándole así el énfasis o el posible tono plañidero, y el de recortar la estrofa para ahondar aún más la ambigüedad del verso. Ya desde el epígrafe, incluso antes del inicio de la novela, la figura liminar del escritor te sugiere entonces que el derrotero por esos espacios hostiles no termina nunca, ni siquiera con el último libro, ni siquiera cuando el libro está en ciernes, o en apariencia terminado. Esa figura, móvil y sigilosa por entre los umbrales del texto, la reconociste ya en Estrella distante, donde Bolaño se eclipsaba en una nota prefacial como mero ayudante de Arturo Belano. Y sobre todo esa persona —esa máscara— te resultó desde entonces entrañable porque te hizo y te hace viajar generosamente de un texto a otro sólo en la medida en que vos, lector, aceptás gustoso entrar en lo que alguien describió como “L’auto de Bolaño”

VIII

El movimiento veloz, siempre esquivo y discreto del que firma, del scriptor, es el que define el trabajo del escritor yendo y viniendo entre la nada y el todo, haciendo uso del derecho a la muerte que conlleva la literatura según M. Blanchot. Con su negación el escritor empequeñece la irrealidad del medio en el que se mueve, y él mismo es parte de ella, tal como lo dice un antiguo escritor de la última parte de la novela: “En el interior del hombre que está sentado escribiendo no hay nada. Nada que sea él, quiero decir” (p. 983).

3 Charles Baudelaire, Les fleurs du mal, 1857, réed. OEuvres complètes, Seuil, París, 1968, p. 124.
4 Joaquín Manzi, “L’auto de Bolaño”, Langues Néo-Latines Nº 330, 2004, p. 65-84.

 

IX

Que Bolaño haya fallecido antes de haber terminado la novela, no hace más que acentuar esas paradojas y atrae un momento tu atención hacia algunas de las imágenes, bellas y recurrentes, que nombran en la novela ese movimiento orientado hacia el fin: las de la caída y el desbarrancamiento (“Los ruidos que oye una persona cuando se desploma por el abismo”, p. 1115); las de la descomposición y el desvanecimiento (“Y una mañana o una noche, mi amiga se desvanece en el aire”, p. 786). Estos dos breves ejemplos te recuerdan cómo la novela va dando un cuerpo sensorial a ese apagarse, a ese desaparecer que obsede a los protagonistas como un proceso del cual el cadáver, los inombrables de la Parte de los crímenes, no parecieran ser sino una concreción temática más entre las muchas otras de un fenómeno que, a nivel narrativo, toma la forma de una suspensión, una indecisión: la que cierra cada una de las cinco partes de la novela.

X

Sabiendo entonces lo multiforme de la muerte en la diégesis pero también lo recurrente de la suspensión en el montaje narrativo, volvés ahora a las dos notas alógrafas, las que que preceden y siguen el texto mismo, para interrogar cómo surge allí la desaparición prematura del escritor en la historia del libro. La primera de ellas, suscripta por los herederos, la menciona dos veces, refiriendo un antes en el que el escritor había decidido publicar por separado cada una de las partes, y un después, en el que los herederos decidieron cambiar —¿traicionar?— esa decisión por motivos literarios y editoriales. Entre el antes y el después, en suspenso, un solo volumen; suspendido: el libro5.

XI

La segunda nota, suerte de posfacio firmado por Echeverría —amigo del escritor designado como asesor para la edición de sus textos—, esboza su trabajo con los manuscritos y el libro editados y sugiere finalmente algunas entradas al texto, cuya claridad, limpieza y deliberación le parecen innegables (p. 1124). En contradicción con el carácter acabado del libro que esa nota viene a consolidar, dos menciones a manuscritos marginales, ausentes del texto final, son las que cierran el texto de Echeverría. En esas dos breves citas, Bolaño presenta a Arturo Belano como el narrador de la novela, para proponer luego un cierre en el que el personaje afirma haberlo vivido todo y, exhausto, sin fuerzas siquiera para llorar, se despide por fin de un ustedes. El final de ese posfacio responde a esa cita, y se cierra con un “Adiós, pues” del asesor editorial, que llega a la vez demasiado temprano (nada en el texto de la novela te dio a pensar que Belano fuera el narrador) y demasiado tarde (ahora que leíste esa nota marginal, te resulta difícil convencerte de que la novela está realmente concluida, o no esté del todo inconclusa, puesto que hay otros manuscritos, significativos, no incluídos en la novela y que sin embargo entran en diálogo con ella).

5 Para colmo de su colmillo que quiere hundirse diritto en la página, el lector de Bolaño deberá vérselas con —el as bajo la manga— aquése apunte (fantasma) citado por la mano editora señalada. Y así, como que no quiere la cosa, arremangarse, acomodarse los sesos, y leer: “El narrador de 2666 es Arturo Belano”. Belano, el alterego o alterónimo, diría Andrés Ajens, de Roberto Bolaño. Belano, del que poco se sabía y del que mucho se sospechaba. Del que las últimas noticias lo daban varado en África, no lejos del desierto de Ogadén, hablando con los otros muertos acerca de Rimbaud. Era el suicidio hasta entonces. Hasta esto: Belano, il ritornato (desde el outopos, o sea) para desembocar como otrora en otro desierto. Pero no él, sino para llevarnos hacia. Estamos, pues, bajo la pálpebra de Belano. Nuestro trucho en su quiasma.

 

XII

El adiós de Belano te incluye virtualmente a vos, lector, dentro de un ustedes en tanto que destinatario posible, en tanto que prójimo de una llamada renovada. Si Echeverría firma con el posfacio su adiós a Belano-Bolaño, la última vez es entonces la anteúltima. La despedida del lector no cesa, no termina nunca: para la ficción del manuscrito, para la novela póstuma, siempre habrá alguien que signifique después o más allá del ser y la nada, alguien o algo a quien encomendarse en el “a-dios”, como recuerda J. Derrida ante los restos de su maestro Emmanuel Lévinas. Alguien. Como de un yo a un tú, de un ego a un alter, un eco.

XII

Vos lector sos también ese prójimo que el llamado del a-dios está buscando, interpelando. De un umbral a otro, descubrís que las dos notas, por su ubicación textual, no hacen más que ahondar la tematización obsesiva de la muerte en la novela y esto no sólo porque ahí se abre un antes y un después resuelto en una herencia o un legado literario, sino también porque entre la nota inicial y la final aparecen las cinco partes de la novela en tanto que reenvío y suspensión constante. En el espacio en blanco, en la indeterminación que relaciona las cinco partes entre sí, pareciera darse el proceso incabado e inacabable del desaparecer manos a la obra, en la obra.

XIII

Mas, entonces, frente a una novela interrumpida, tal ésta, el lector obseso catea y repara en que la interrupción del relato no tiene un lugar único ni fijo de ocurrencia. Erra hasta en la errata entonces.

i. Sobretodo si ella, ya verá, acomete con demasía la inasibilidad y el zarpazo de un significante. Pues el lector, ya en su condena, a poco más de medio, llegará a la página 666 y verá que el detective Juan de Dios Martínez, en cuestión de una grafía, es cuestionado por lo propio, su apellido perdido en el margen de la errata, dando paso a un tal Juan de Dios Ramírez. Error, errata, errancia, entonces, que se da cuerda a sí misma para entreglosar, y así, obsesiva/mente errar el tiro… por la culata, literally.

ii. Ya que: con ese nombre (Juan de Dios Martínez), B de entrada convoca al poeta chileno Juan Luis Martínez (1942-1993), autor de los libros La Nueva Novela (1977; 1985) y La Poesía Chilena (1978), y que constituye un caso demasiado particular enChile y Latinoamérica6. Ya Belano se había pronunciado: Juan Luis Martínez era “una pequeña brújula perdida en el país” (Estrella distante, p. 57). Cosa de lugar y puntos cardinales, ¿cuántos? ¿cómo?

iii. Ya que: B, de segundas, convoca al poeta como detective. Cuestión que se corresponde con el ars del poeta chileno, que encarnan sus obras, suerte de espeleología de la realidad, el lenguaje y sus formas. Detective, por lo demás, que gusta de irradiar una identidad velada, una anonimia dirá el propio Martínez, “esa idea de existir y de no existir, de ser más literario que real”. Su obra, una máquina de lectura desarreglada, un

6 Al respecto, véase: Pedro Araya “L’imagination matérielle : écriture, texte, page, livre. Pour une approche de LA NUEVA NOVELA de Juan Luis Martínez”, in Milagros Ezquerro (dir.), Le texte et ses liens I, Paris, Indigo, 2006, p. 321-334. 6

laberinto de espejos y espejismos lógicos, planteando problemas con la ironía propia de la bilis negra por los poros, abriendo un espacio en el que los polos opuestos coexisten, las áreas separadas se superponen, se cruzan, y en el que el lector debe luchar para mantenerse en alerta constante frente a los gestos distractores del autor que, merde !,firma de a dos, con tachadura y entre paréntesis: (Juan Luis Martínez) (Juan de Dios Martínez)

iv. Ya que: B, en estricto entonces, convoca al alter del poeta, aquel auctor a repugnantibus, nos recuerda Waldo Rojas, para quien la literatura es la única consistencia; fuera de ella, no hay salud7. Ya que: B también convoca, según el orden y el desorden del espacio y el tiempo, toda una obra en la inminencia de una revelaciónque no se produce. Porque no nomás. Un libro y un objeto, una cosa de artes; un mosaico que canta fúnebremente, nos lanza Armando Uribe. El autor, el troquel anónimo de alguno que es ninguno. La obra, un objeto que se inscribe como acto marginal, cuyo trasfondo tiene la validez de una negación profunda. Ejemplo : “Si la Transparencia se observara a sí misma/ ¿Qué observaría?”8 El sujeto, una transparencia más, a qué no.

v. Ya que: de sobremesa, así, el lector de Bolaño, interrumpiéndose en Martínez, si puede, llegará enésimo a su “cisne troquelado”:

(¿Y el signo interrogante de su cuello(?)?:
reflejado en el discurso del agua: (¿) :
es una errata).
(¿Swan de Dios?)
(¡Recuerda Jxuan de Dios!!): (Olvidarás la página!!)
y en la suprema identidad de su reverso
no invocarás nombre de hombre o de animal:
en nombre de los otros: ¡tus hermanos!
También el agua borrará tu nombre:
El plumaje anónimo: su nombre tañedor de signos
Borroso en su designio
Borrándose al borde de la página…9

Y allí, en una página olvidada, o en el desierto de 2666, como que no quiere, errará Juan de Dios (Martínez), para no responder a ninguna pregunta, o a la pregunta de nadie, cuyas respuestas posibles se darán si uno “crea un fantasma de uno mismo”. Mas está ese otro, pensará el lector de Bolaño. Ramírez. Quién. Quién otro en la (olvidada) página 666. Otro nombre tañedor de signos, al borde de la página… El teniente Ramírez Hoffman (Wieder!), de la FACH. Y aquesa historia, “espejo y explosión en sí misma”, que Belano narra (y coprotagoniza) en Estrella distante, que arranca en el no final de La literatura nazi en América, que es la vanguardia que enfrenta su mortal (no) desenlace, y aquí de soslayo, al borde de la página, borroso en su designio, usurpa un apellido, que es más que eso, dirá el obseso (ya insomne a estas alturas), como queriendo ya no lo oscuro, sino su retorno. Ramírez, alias Wieder, alias de vuelta, perro. Y que te jodas. La fetidez, hermano, las heridas mortales y la podredumbre10.

7 Cf. Waldo Rojas, “Juan Luis Martínez”, Chili. Les Belles Etrangères, Paris, Ministère de la Culture et de la Communication, 1992, p. 14.

8 Juan Luis Martínez, La Nueva Novela, Santiago de Chile, Ediciones Archivo, 1985, p. 40. 9 Ibid., p. 87.

 

 

XIV

Como la de Belano, Wieder y muchos otros personajes de Bolaño, la de Benno von Archimboldi es una encarnadura apócrifa: un seudónimo inventado vía su lectura de los manuscritos del soviético Ansky, cuando era un soldado nazi en la Unión Soviética ocupada. A través suyo, Bolaño agrega matices nuevos y ambiguos a su ética irreverente de la ficción: Reiter es un escritor errante y vagabundo, un apátrida siempre exiliado que borra sus rastros y se extraña de su origen (p. 926); es también un racasado, un soldado sobreviviente que estuvo deseoso de morir, y fue herido en guerra a pesar suyo (p. 879); es un detenido, prisionero de los norteamericanos, convertido entonces en vengador de un asesino de judíos  (p. 970); es un amante constante y furioso (p. 968); por fin y según su editor alemán, el escritor desaparecido (p. 1073) es un “lumpen, un bárbaro germánico, un artista en permanente incandescencia” (p. 1051). Lo nazi en América se desplaza a su lugar de origen y vuelve a interrogar la banalidad de la muerte, la deseada por ese sobreviviente ileso, la de ese prófugo sin cesar prorrogado.

XV

Errar, por la errata, por la errancia, o el error del arte. Para decir ¿qué se ve cuando se ve? ¿en el fondo de lo ignoto, lo nuevo? Una novela de muertos, muertas, fantasmas, de revenidos. Y más: una poblada de personajes obsesionados con la escritura, con el deseo de escribir, de describir, de circunscribir eso que llamamos “la re la re la realidad”, sea ésta policial, literaria, académica, cronística, agonística, necrofílica, detectivesca, onírica, psicológica, sexual, política, artística.

Y así:

i. La escena en la que Reiter se fabrica a sí mismo una nueva identidad —la de Benno Von Archimboldi— es reveladora del giro irónico, cómico a su pesar con que ese relevo que es el escritor se inscribe en varias series a la vez: si altera doblemente el apellido italiano de aquel pintor admirado por Ansky como una escapatoria eficaz al tedio y la tristeza (p. 911), es dándole una grafía italiana incorrecta (escrita con CH y no con C) y  una partícula falsamente noble o aristocrática (von) que resulta a todas luces inverosímil y risible, o en todo caso ostensiblemente espúrea y canalla. El viejo propietario de la

10 En La Poesía Chilena de Martínez, el lector “de este lado” encontrará su relato al comienzo del “libro-caja”, en letra blanca sobre fondo negro, cerrándose con dos puntos:

Existe la prohibición de cruzar una línea que sólo es imaginaria.
(La última posibilidad de franquear ese límite se concretaría mediante la violencia):
Ya en ese límite, mi padre muerto me entrega estos papeles:

…Ya se lo dijo, el lector de Bolaño: el desierto está lleno de ecos. Pues, ¿acaso no conocemos ya esta escena, Belano? ¿No es acaso la interrupción? ¿Y así: el padre muerto, el nonato, el ágrafo suicida, todos revenidos para “entregarnos papeles”, “dictar de los sueños y pesadillas”, para interrumpir la propia interrupción que se escribe (la escritura sería pues tal interrupción) de/en la cual irrumpen los sujetos (idos) con una carga que no parece tal? Descargados, puesto que cargándose a sí mismos frente a una realidad que arremete y va a la carga, por puro joder.
máquina de escribir que escucha por primera vez ese apellido, le hace al escritor un llamado de atención agresivo, como si de una tomadura de pelo se tratara (p. 981).

ii. La risa traviesa que pueden suscitar en vos, lector atravesado, los juegos de palabras, las situaciones absurdas o los malentendidos entre un ex y un novel escritor, es como una senda, y no de las menos importantes en medio de la negrura recurrente de las tramas narrativas innombrables de la novela. La risa traspapelada surge a veces del cruce entre los idiomas, que juegan entre sí malas pasadas: los franceses hispanizan los determinantes “Bonjour monsieur le indigène” y los indígenas se regodean en bonitos galicismos “los indigenas se revolvieron y los franceses…” (p. 916). Esa risa recurrente y errática es un sendero en tu deambular, una guía en la oscuridad total, tanto como para los vecinos o los extraños de las calles de Santa Teresa, incapaces de identificar su origen (p. 791).

iii. Y para más empotramiento, todo esto (supuestamente) relatado por un ágrafo revenido que —acaso, según el pre a Estrella distante— se habrá encerrado con Bolaño durante un tiempo en la casa de Blanes, el uno para dictar “de sus sueños y pesadillas”, el otro para “preparar bebidas, consultar algunos libros, y discutir, con él (…) la validez de muchos párrafos repetidos”, i.e. grafear. El uno en fuga hacia atrás, el otro en fuga hacia adelante. El uno en lenguaraz, el otro en grafómano. Y nunca el enroque. Lúcidos, sin salida, enfermos, encerrados, errando, errándose, atravesados. Para el zarpazo y la errata.

XVI

Si Reiter da paso a Benno von Archimboldi, es como resultado de una serie de azares y de duelos vividos en carne propia, de transmisiones y herencias a veces recibidas de manos amigas, las de un anfitrión ocasional (Halder, en la mansión de su tío, p. 820), las de un muerto que las dejó en una casa abandonada (el manuscrito de Ansky, p. 884) o en un apartamento compartido con otro errante, Füchler, de quien recibe un trabajo y también novelas de vaqueros (p. 826).

XVII

La escritura aparece íntimamente asociada a la hospitalidad —ser acogido en páginas y casas ajenas, compartir techo, cama y comida con una amante apasionada como Ingeborg — y la amistad a prueba de todos los miedos y de todas las enfermedades (p. 826). Desde el espacio hospitalario del libro que se regala, de la página que acoge las notas y apuntes fugaces, la escritura vuelve a ser algo que se recibe y se da constantemente: un don que se cultiva a través de una serie de eslabones, donde importa menos la identidad de los nombres (¿Bolaño o Belano?) que el relevo, el paso de testigo que esa transmisión genera.

XVIII

Ya que: justo un momento antes, algo se ha desviado, moviéndose oblicuamente. La serpiente que no se ve y que cae al agua. Puesto que, como el obseso, interrupto e insomne lector de Bolaño colegirá: a) la escritura aquí siempre tiene que ver con lo otro, por cierto, puesto que el escritor es el/lo otro; nomadismo se diría; b) la idea de un sólo otro solo no es tan así, para hacernos ver que de lo que se trata es de una multitud de ellos, una pluralidad, incluso una multitud de diversas multitudes, infinito + infinito; c) el lenguaje se “otrea” a sí mismo una y otra vez, y una escritura nómade se practica desde un afuera, en la movida, en el paso de un otro a otro otro (y, ojo, que frente al paso de la caravana siempre hay perros que ladran, comentaristas que no muerden); d) pero que incluso estas distinciones (afuera y adentro) son abolidas, no habiendo diferencia entre lo uno y lo otro (el libro y el mundo), para no cerrar el territorio, ni el de los vivos ni el de las muertas; e) que esta escritura está siempre unterwegs, como escribe Paul Celan, en camino, bajo el camino, entre la huella, en un entre dos (kómma), moviéndose hacia adelante y alcanzando(nos); f) que ella responde a una relación que la permanencia, la posesión no puede satisfacer.

XIX

A imagen de esos profesores universitarios (¿serán por eso verdaderos críticos literarios?) que salen a buscar a un escritor en carne y hueso a sabiendas de que la búsqueda (frustrada) “no llenaría jamás sus vidas” (p. 41), descubrís la recurrencia de ciertas frases definitorias que se prolongan y multiplican en cascadas contradictorias sin poder acercarse del todo a algo tan real y casi palpable como el cuello de un guajalote (p. 724), el fondo del mar (p. 797) o “el miedo absoluto” (p. 860-861). Si otras frases, apodícticas, logran a pesar de todo definir algo, la vida nada menos (un misterio, p. 976), es que el intento por escribir, por nombrar carece de fin, de finalidad y de desenlace.

XX

El lector de Bolaño así queda. En ese trayecto que se abre hacia el vacío y que no fine de transcurrir, de llegar. Obseso y mitólogo (en la acepción de Alan Pauls: alguien para quien todo lo que sucedió sucede, sigue sucediendo en el ecosistema delirante del mito, y todo lo que sucederá, sucederá por efecto del mito, o de la máquina del mito, la literatura), animal literario, el lector de Bolaño no es Bolaño, pero algo se le parece.

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valign=”undefined”>XXINombrar es sumar una resta de partes sin fin ni final, algo que a escala mayor ocurre en lanovela entera. ¿La novela, un todo? Quizás, pero un todo agujereado de espacios en blanco, de umbrales que te anonadan, como ahora mismo, cuando te parás en seco y te volvés a preguntar:—¿Por qué hay algo, por qué un libro en lugar de la nada?—Porque está la muerte —te recuerda el amigo, el vecino, entre sabio y filosófo—.XXII—La muerte que te saca de la nada y en algún momento, tarde o temprano, te lleva a ella. Entretanto estás en vida, sos mortal, llevás esa posibilidad, esa libertad encima—El saberlo otra vez, me recuerda que entre vos y yo alguno de los dos se irá primero. ¿Qué pasará con el que quede, cuando el otro no esté ?—Nada, nada fuera de un diálogo que quedará para siempre en el aire, prorrogado, interrumpido.XXIII—Cierto. No pasará nada, nada importante. Quedará algún resto, unas pertenencias sin propietario ya: algo de ropa y otras cosas que dar a los demás.—Quizás también unos papeles y algún que otro libro, proyectos varios que andarán felizmente inconclusos, interruptos, hasta que algún otro —algún amigo, vos lector — los acoja…… Pinche. valign=”undefined”>XXILa interrupción nos roza, no como fin del relato (del errar) ni como relato del fin (errado), no como enfermedad (por si las moscas), sino como vilo (de duración errática). De allí que la interrupción misma se desmarca (de su papel) y, tal relato de Belano (ágrafo), espejo y explosión en sí mismo, irrumpe, escriturariamente, grafeándonos, de algún modo u otro.Y eso, así nomás, sin terminar ni de arrancar ni de finir. XXIIPrecipitadas en un espacio vacío, cortadas de raíz, mas volviendo a ella (ya ignotas), sabiéndose remedo, consuelo, aproximación, sus palabras revelan la incomodidad de saber que antes de toda escritura está la primera vacilación, el primer indicio, apareciendo de a poco, de que existe algo cuestionable, todo. En sumo, como “las huellas en el desierto del camello descargado sin destino”, como escribe Fernando Pessoa, desarticulación que es despliegue de todas las partes, los relatos desoídos, maloídos, de vuelta, comentándose en su arribo, antes de volver a bajar el interruptor en la casa familiar, la del aliento, la pequeña casa del autor.XXIIISólo se interrumpe lo que transcurre, mon frère, lo que se mueve.Algo pasa (algo como el nous, y su profundo tajo),algo pasó: Voces, Belano. Voces que no terminan de apagarse……Pinche 

 

 

 

 

 

 

 

Pedro Araya (Valdivia, 1969). Poeta, antropólogo, traductor. Ha escrito libros, poemas, artículos. Ha antologado y ha sido antologado. En Chile y en otros pagos. Enseña en la Universidad de Paris 13 – Villetaneuse. Termina su doctorado en Antropología de la escritura en la Escuela de Altos Estudios (EHESS). Se demora en París.

Joaquín Manzi (Buenos Aires, 1967), se crió en Quilmes y se graduó en la UBA. Por un intercambio, vivió un año en casa de una familia de Poitiers, Francia, donde realizó el bachillerato y más tarde el doctorado. Hoy da clases de cine y literatura de América Latina en la universidad de Paris Nord. Editó el n° 60 de la revista La licorne, dedicado a “Cortázar, de tous les côtés”, Université de Poitiers (2002), y también “Locos, excéntricos y marginales en las literaturas latinoamericanas” y “Escrituras del imaginario en veinte años de Archivos”, Université de Poitiers, (1999 y 2001). Publica regularmente ensayos sobre escritores, artistas y cineastas latinoamericanos.