Pablo D. Sheng: Charapo. Presentación de Cristian Foerster

 

Charapo o los sentidos de la dureza

 

Siempre es una tarea difícil presentar la opera prima de un escritor, sobre todo si éste resulta ser tanto un extallerista como un amigo tuyo, pues las impresiones que nos deja el texto a ser presentado, inevitablemente se entremezclan con las emociones y el cariño que esta persona nos genera. Así, es desde ese fraterno lugar -y haciéndome cargo de él-, que se despliega este texto mío sobre Charapo, novela ya lanzada hace unos meses, pero que en este recinto ubicado en la Municipalidad de Recoleta, a mi parecer, adquiere un nuevo sentido.

Pablo, de linaje recoletino, eligió los parajes de esta comuna para situar gran parte de su primera novela, siendo capaz a través de ella de enfrentarse y enfrentarnos a este paisaje familiar desde otro punto de vista, generalmente excluido de su representación más pintoresca. Como bien saben, Charapo es narrada por Camacho, un inmigrante peruano que vino a trabajar a Santiago para mandarle dinero a su familia pero, que al poco tiempo de su llegada, se entera que su mujer no quiere saber de él y además, nos cuenta: “No podía acercarme a mi esposa ni a mi hija. No era violencia intrafamiliar, era algo así como violencia por abandono.(…) Si entraba al Perú sería inmediatamente arrestado. Eso fue lo único que me quedó claro.”. Así, varado y sin sentido, al narrador-protagonista no le queda más que sobrevivir, es decir, encontrar trabajo, un techo donde dormir y alimentarse. Estas acciones tienen lugar en un contexto urbano marcado por la precariedad laboral y la explotación; una suerte de descampado social en que los valores humanistas se encuentran suspendidos.

Antes de seguir adentrándome en este punto, debo advertir que reducir la lectura de Charapo a su mera anécdota, es decir, al relato, a la historia que se nos desea contar, puede resultar infructuoso, ya que es probable que nos topemos -si es que somos lectores acostumbrados solo a leer textos cuyo accionar está organizado lógicamente- con pasajes en apariencia inverosímiles, como por ejemplo cuando Camacho es seudo-esclavizado por unos empleadores Coreanos. A mi juicio, este tipo de desajustes en el orden lógico del relato se deben a que el método narrativo empleado por Apablaza-D.Sheng no es ni etnográfico-documental ni realista. Más bien, este consiste en articular una mirada que enfoca demasiado cerca una realidad problemática, generando así una imagen excesivamente real de ese aspecto de la realidad. Cuando digo real me refiero al emerger de una dimensión del mundo que desborda la percepción de un sujeto, “su verdad”, o en otras palabras, a ese relato que toda persona se cuenta y luego nos cuenta como una explicación de su manera de vivir.

Sin embargo, este particular régimen narrativo que adopta Charapo no es único en el panorama de la ficción chilensis, sino que está emparentado con otras ficciones, como por ejemplo la película de Jose Luis Sepúlveda El Pejesapo (además hay un pequeño guiño a esta película en el texto pues el local donde trabajan Diana y Charls y al que Camacho va a pedir trabajo sin éxito lleva ese mismo nombre) o la novela Nancy de Bruno Lloret, también publicada por Cuneta y con quien tengo el gusto de estar presentando este libro. Para quien conozca estas obras, y a pesar de sus diferencias, a mi parecer ellas comparten una pulsión común: la de desmontar una representación culpógena, que funciona dentro del esquema de víctimas y victimarios, de ese complejo universo social -y que por no contar con otro nombre mejor para designarlo- aquí simplemente llamaré por “marginal”.

Entonces la preguntaría sería ¿cómo Charapo -la novela- se hace cargo de este margen?

Creo que una de las claves para responder a esta interrogante la encontramos en el tono desafectado del narrador. A éste pareciera que las cosas le pasaran demasiado rápido, siendo incapaz de establecer un vínculo afectivo con ellas: “Cuando la Diana apareció en la fábrica, llevaba un cigarro sin prender entre los dedos. Apenas le conseguí fuego, caminamos al local de comida árabe. No advertí que nos hacían el pedido y que de pronto el shawarma ya me lo estaba comiendo.” Esta desafección también se ve graficada estilísticamente en la economía del texto, en sus cortes -de oración, párrafo, capítulos o secciones- cuya dureza compacta pareciera escenificar a un sujeto terminal que recobra a ratos, como flashes, su conciencia: “La misa terminó. Nos fuimos al taller. Tenía hambre. Tomé agua. Para no quemar azúcar ni que volviera el apetito, me acosté. Los coreanos se quedaron arriba. Golpeaban las máquinas. Hablaban fuerte. Uno bajó a cerrar la puerta que daba a la escalera. Seguían gritando. La fatiga me adormeció. Después oí que limpiaban platos. Uno de ellos me trajo sushi bañado en salsa de soya. No comí. Los guardé para la mañana. Aproveché de cambiar mis calzoncillos y meé en un rincón. Volví a acostarme. No oí nada más de arriba. Los ruidos se camuflaban entre mi fatiga y el sueño.”

Este estado de semiconciencia del narrador, a mi juicio, está intrínsecamente vinculado a una subjetividad despojada de un marco de sentido. Por lo mismo, el modo en que nos cuenta sus vivencias se asemeja más al de una bitácora o informe de trabajo que a una confesión o a diario íntimo. El relato de Camacho carece de epos, a pesar de que ciertas acciones y escenas vividas por él, vistas desde otra perspectiva, perfectamente podrían estar cargadas de esta emoción. Por ejemplo, en como se hace cargo de los cuidados de Luisa. Por otro lado, esta misma situación, como muchas otras, podrían ser leídas en clave alegórica.  Así el vínculo simbiótico que establece Camacho con Luisa podría ser entendido como un símil al que establece el Estado de Chile con la actual población migrante. Sin embargo -y esta es otra de mis propuestas-, deberíamos sospechar del potencial alegórico que posee la novela, pues leer de esta manera supone necesariamente un forcejeo con el texto y una reducción simbólica de su experiencia de lectura.

Pero entonces ¿de qué dan cuenta esas distintas escenas de humanidad despojada de todo tipo de humanismo que circulan por las páginas de Charapo?

A mi parecer, -y esto fue lo que más me impactó de esta primera novela de Pablo Apablaza- es su capacidad de volcar nuestra atención -o por lo menos la mía- hacía un espectro humano que antes de su lectura pasaba desapercibido: el universo migrante. Incluso me atrevería a decir que bajo el prisma de Charapo la vida misma se encuentra marcada por esta condición. Desde su epígrafe: Ahora soy solo un ave/ que triste busca su nido” del Grupo Celeste, hasta los shawarmas y sushis con que a veces se alimenta Camacho, la pulsión migratoria vibra. Migran los espacios: donde antes había una conventillo ahora se construye un mall, sepultando así su memoria. Migran los cuerpos: coreanos,  chinos, haitianos, colombianos, peruanos o chilenos, son solo nombres que designan una nacionalidad pasada; cuerpos cuyos orígenes y lenguas disimiles se borronean al convivir momentáneamente en un mismo espacio. Esa experiencia quizás sea lo que algunos teóricos llaman multiculturalidad. Pero la velocidad de ese momento pasa tan deprisa que somos incapaces de comprenderla o como señala el mismo narrador en una suerte de espasmo reflexivo: “es un presente que se está volviendo pasado demasiado pronto y aún no logramos ni inscribir en nuestra memoria”.

Charapo, de este modo, no solo viene a renovar un (in)cierto panorama narrativo chileno -como ya han señalado algunos críticos- sino que además viene a posicionarse como una obra puntera respecto un problema social del que es urgente que reflexionemos. Pues los migrantes de esta novela no tienen el estatus de esos europeos que llegaron a fines del XIX y comienzos del XX. Los de ahora suelen ser mano de obra que “no mejora la raza”. Pero Charapo no desea hablar por ellos, no le presta voz a los sin voz quitándole en el proceso esa misma posibilidad enunciativa. Charapo no es una novela de reivindicación social pero si cumple una función en la sociedad, además de la de ser buena literatura.