Milagros Abalo / Sara Bertrand: Presentaciones de Ornitomancia de Juan Manuel Silva

Orni port

Contra el provincianismo

Sara Bertrand

 

Ornitomancia, el último poemario de Juan Manuel Silva, comienza con una cita de Proust que podríamos considerar una sentencia, o ya, con cierto dramatismo, un terror, como el miedo a sobrevivir en la memoria de un loco: las almas de los seres perdidos sobreviven en un cautiverio, específicamente, en el cuerpo de un animal o ser inferior y serán liberadas solo si somos capaces de reconocerlas. Palabras que resuenan mientras avanzamos en este canto que va de la infancia a la adultez en un juego de espejos, adelante y atrás, pues las realidades adulto-niño, se superponen creando una atmósfera, a ratos, inquietante. ¿Dejamos alguna vez de comunicarnos, no solo con nuestros muertos, porque Juan Manuel deja claro que esa conversación nos arrastrará durante toda la vida, sino, específicamente con ese niño que nos habita? Pareciera ser que no. Que la memoria se preocupará de mantenerlo presente, que el niño morirá con nosotros y que crecer es, en definitiva, esa vuelta olímpica que damos mientras aprendemos a convivir con él para desaprender aquello que aprieta o asfixia.

El autor nos propone ajustar la mira, detenernos en los detalles, traer de vuelta aquello que nos construyó desde el principio de nuestros tiempos. En otras palabras, separar el polvo de la paja, un ejercicio muy pajaril, por cierto.

Pero vamos por parte.

Lo primero, es que en Ornitomancia hablamos acerca del lenguaje de los pájaros, no de la voz de las piedras, aun cuando pájaro y peñasco convivan desde antes de las lanzas, incluso, antes del zarpazo. Podríamos decir sin riesgo a equivocarnos, que Silva hace uso de esas lenguas afines: piedra y pájaro coquetean en su poemario, tanto como la memoria.

Su recorrido comienza por el valle desde lo alto, vuelo rasante, a veces, palpando el suelo como ese niño que, cito: “cava agujeros con sus manos para después taparlos con ramas”, y, en el acto, empinarnos “a sepultar el cielo o hundirlo”, no sabemos bien, nuestro amigo no ofrece certezas, asistimos, sí, a una “sencilla canción de las hojas que el otoño arrastra”.

Y algo queda.

Es la música.

El silencio.

image5¿A dónde nos conduce su escritura? Dice el poeta: a un lugar que alguna vez fue violento. Oscuro, muchas veces, oscuro; fundamental como la tumba, permanente como las piedras. Pero si solo fuera así, estaríamos frente a un poeta de la muerte, un diálogo con el vacío y no es el caso, los tonos de negros en Ornitomancia se entrecruzan con la madre, la amada, la pelota de fútbol, las palabras de una abuela sentada frente al infinito; imágenes que ofrece la memoria, como si nos dijera que en las entrañas del horror existe una “mente hermosa que todo habla”.

Que recuerda.

No es casual que Juan Manuel pasara de un poemario que habla Acerca de personas a otro acerca de esta lengua sutil, en apariencias tan inofensiva, porque, ¿qué hacer con quienes no escuchan la música y la dejan rebotar contra sus tímpanos, completamente sordos y ausentes? Ofrecerles este canto. Este lenguaje.

Los pájaros nos dicen: vive o muere. O, usando las palabras de Castellanos Moya: “pelea contra tu herencia. De todos modos, morirás”.

Sílaba a sílaba el humo se eleva

y preña de noche la piel: como sombras huérfanas de luz

las cabezas de los muertos arriban a la orilla de la vida.

Escuchar y ajustar el blanco. Son los muertos quienes nos visitan y ningún muerto se levanta si no tiene algo que decir.

La lengua que los ocupa en este caso, va de la copa de un árbol al suelo.

Pelea contra tu herencia,

contra tu herida,

contra ese discurso familiar adherido a la piel con gotita.

Contra todo aquello que te amarra, aquí y ahora, esa manía de ver en la realidad una arena maciza imposible de moldear.

Pelea contra esa infancia que te acompaña, todavía hoy en el ocaso, con sus melindres y rabietas.

Contra tantas frustraciones.

Tantos malos ratos,

como los niños, los pájaros pueden ser terribles.

El secreto, lo deja entrever Juanma, es encontrar esa parte de la herencia que nos fortalece, como cuando escuchábamos a nuestro padre decir o intuíamos en él un mundo propio tan distinto al que mostraba en casa, más amplio y vigoroso. Entonces, adulto era aquel que se construye un cuarto propio.

La tentación está, claro, en hacer de la herida nuestra única herencia.

Una repetición.

Un estallido de rabia.

Y así, cuando decimos, por ejemplo, zorzal –y perdonen que nombre un ave con la que convivo diariamente– sus paseos en el jardín y no digo su risa, porque sé que ríe, sino sus dudas, su malestar, levantan preguntas. Imposible pasarlas por alto, como cuando se asoma, ladea la cabeza y la estira, movimientos controlado, preciso: ¿así es la vida?

¿Esta casa es de muñecas o gigantes? ¿Quién respira, quién daña?

“Eléctrico es el círculo que dibuja”, nos dice Juanma.

¿Eléctrico como una promesa o una revelación?

¿Eléctrico como los días, semanas, meses, el tiempo perdido o ese niño esperando a sus padres en la puerta para reír o llorar?

Ornitomancia habla de familias, hermanos, la abuela donando algo de sabiduría. Esa es su música, el ir y venir de las conversaciones familiares, sus enredos, sus mentiras. Y solo hemos dicho zorzal. Aún no hemos hablado de las “cabezas perforadas por la muerte”. El playero. “La vida como formación militar”, un cajón lleno de porquerías al fondo del armario dispuesto a desparramarse en cualquier momento, nada nuevo y todo por descubrir, el antes y después, arriba y abajo.

El vuelo y el suelo.

El ejercicio que nos propone Juan Manuel, tiene mucho de mirar desde la lima lesa y esperar, o no esperar nada, simplemente detenerse en el tejado.

Y esquivar la piedra.

Acertar el blanco.

Como avanza la aguja en el tejido

o queda el perfume del padre sobre su ropa.

Hablar desde lo alto no debiera ser lo mismo que hacerlo pegado al suelo.

 

Yo también fui un pájaro y me perdí como una conversación

entre teléfonos.

 

Hablan pájaros como si hablaran piedras, tordo, colibrí, zorzal, chuncho, playero, los versos que encontramos en Ornitomancia reverberan, como toda buena música.

Somos conducidos de lo material a lo infinito, de lo finito a los colores, las sombras, la luz, el poemario no es fundacional, pero aspira a cubrirlo todo. Cada rincón de nuestra infancia convertida ahora en una extraña música, como esos raros peinados nuevos, o lo que creímos que era nuevo y exhumaba cadáveres. A veces, es una pregunta, casi siempre una imagen que juega a ser una bomba de racimo.

 

¿Cómo despedirse de cada cosa?

 

Esos pajaritos hijos de dios no pierden tiempo. Son pura piedra. Memoria que se transmite para donarnos algo de sabiduría. Parafraseando a la Pizarnik diré que en Ornitomancia se escuchan palabras, palabras para despertar muertos, palabras donde sentarnos y sonreír.

 

 

 

Presentación de Ornitomancia

Milagros Abalo

En el epígrafe de Ornitomancia, Proust habla de una creencia celta que dice que las almas de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en un ser inferior, un pájaro o un árbol, pero que si entramos en contacto con ellas y las reconocemos se rompe el maleficio, se vence a la muerte. Juan Manuel Silva en este libro trae de vuelta a parte de su familia fundida en el vuelo de estos pájaros. Chorlito, Bandurria, Cóndor. Trae de vuelta los días de su infancia y los días después. Águila Mora, Águila Calva, Zorzal. De vuelta a la madre. Al padre siempre un poco huidizo como el gorrión: pájaro que se pierde “como una conversación entre teléfonos”. Deja rebotando en ese mismo poema del gorrión la pregunta fundamental de la paternidad: ¿no es acaso ser padres hacer lo que mejor podemos, hacer lo que podemos?, como sugiriendo comprensivamente que no hay método posible ni nunca lo habrá. En otro poema, llamado “Cardenal”, trae de vuelta a la abuela y sus palabras de sabiduría sencilla, no simple, sencilla. Una sabiduría que bien podría ser la herencia que cruza la voz de este libro: mijito, dedique su tiempo a cosas productivas, / vaya a ver si llueve o cace los pájaros de esta copia / feliz, este Edén. El poema “Bandurria”, por su parte, recoge esta misma reflexión crítica sobre la noción de productividad, arrastrándola ahora a la orilla de la poesía misma: “no tiene sentido darle al lenguaje un valor comunicativo o comercial: no sirve / es similar al matrimonio y a las densas bandadas / que recuerdan el hambre sobre un mar de canapés. Misteriosa comparación con el matrimonio.
 
image1 (5)Los pájaros abundan en la poesía chilena, desde El arte de pájaros de Pablo Neruda, pasando por los Pájaros desde mi ventana de Elvira Hernández o Tres bóvedas de Leonardo Sanhueza, hasta las observaciones sobre el pajarístico de Juan Luis Martínez… La mirada del hablante en los poemas de Juan Manuel Silva es la de alguien que está observando no solo para dejar registro de cantos, vuelos, plumas, sino la de alguien que intenta en ese registro reconstruir un mundo, su mundo, quizás alguna vez vinculado al de las aves. Devolver a la vida a ciertas personas de un tiempo que ya no está, para, al modo de Proust, reconocerlas y vencer la muerte. La poesía vence en este sentido a la muerte. Mantiene vivos a los muertos. Y en esa mirada que se ha instalado como búsqueda radica la fuente, el motor que echa a andar cada uno de los poemas que aparecen en Ornitomancia. Nos dice: pero nuestro canto es sólo un / anuncio / una señal, una noticia de ninguna parte que repite lo que falta.

El arte de las predicciones en este libro entonces es el arte de la memoria, de los días, un arte que puesto en perspectiva más mira para atrás que para adelante, como si el hablante quisiera detener el tiempo cada vez que reconstruye en su mirada a un pájaro y en el pájaro a un hombre. Lo revive entonces en todos sus detalles, en los ojos, en los cantos de una familia, de una casa como el nido destruido por el sol. Porque aquí la palabra destrucción o violencia siempre está alumbrada por el sol. Destrucción y violencia percibidas de manera silenciosa pero sistemática; la insidia del sol sobre las cosas, diría Germán Carrasco. Aunque sea precisamente esa destrucción lo que permite que se construya luego un libro como éste y en él una casa, una historia, una familia. Y en ese intento por reconstruir aquello que alguna vez estuvo unido, estuvo en nido, algo de nosotros queda: queda el que escribe, como cuando el Chercán dice: voy dejando un hilito de canto mezclado con agua.

 Pero así como está la familia, parecen también decir estos poemas, habría que saber migrar de ella. Y al correr de las páginas esto parece ir creciendo al tiempo que los pájaros se vuelven más raros, menos conocidos. En la segunda parte de Ornitomancia, los poemas se intensifican en la línea del observador interior. Observador entendido no solo como el que mira, sino como el que lo hace con el pensamiento, mira con el pensamiento. Y al hacerlo de este modo, traduce el mundo que está observando. El que solo mira en cambio lo hace con los ojos, para fijar una foto, y aquí se está lejos de la foto. Aquí hay imágenes concentradas y trenzadas en el vuelo de la mente, y en la voz de esa mente, detenida, cansada, casi distante. Las imágenes no pretenden fijar nada. La poesía no pretende ofrecer conclusiones, ni ser productiva, podría decir la mencionada abuela del poema “Cardenal”. La escritura de esas imágenes responde a una corriente, a un flujo, a un vuelo que va desarrollándose y desenrollándose en el tiempo. Nunca son idénticas a sí mismas. Y esta forma abierta tiene que ver con la búsqueda, esta forma permite explorar en el lenguaje y renunciar muchas veces al mensaje. Se escribe como un Tiresias que avanza y se adentra ciego. Como un peregrino peregrina en el aire de sus reflexiones. Y luego se retira, dejándolas suspendidas en el aire. Nunca perdidas. Suspendidas, a la espera de ser recogidas por el lector.

En lo rápido se escapan los detalles, por eso recomiendo una lectura detenida de este libro, una lectura que pueda ir poco a poco entrando en el ritmo del observador, en el ritmo de la naturaleza que está siendo observada, en el ritmo lento de ese yo que piensa y escribe o escribe para pensar, y que se revela por capas, gradualmente. Es una escritura que no se apura en fijar la gran revelación. Es una escritura forjada en la artesanía de cada palabra, que no pretende abarcarlo todo, de rama en rama se construye un mundo, el gran nido de Ornitomancia. De ramas que como las palabras son precarias y se quiebran en el camino, o se recogen, o se abandonan. Así construye Juan Manuel, como en el poema “cachudito” avanza cuidadosa la aguja en el tejido, una escritura pausada, en voz baja, una escritura que ha sido consecuencia de un pensamiento masticado en los días y en las noches. Como el canto del Sinsonte que “escucha y calla”: Esperaba / un instante único: una revelación, / pero llegó este gorrión a destruir todas mis pertenencias. Porque nada / es como dicen: pesa repetir la carga / de cada ramita o palabra hasta que / la casa se construya a sí misma.

Una cosa más. A ras de cielo o de suelo está lo que cruza y lo que queda de Ornitomancia: “una herida de septiembre” como dice en el poema “Pitogüe”. Silenciosa. Sin alarde. Con el tono bajo y siempre cansado de la tristeza, y también siempre lleno preguntas, como las de ese niño en uno de los mejores poemas del libro, “Urutaú”, ese niño que se apaga, como un pájaro quieto entre los viejos.

 

Juan Manuel Silva: Ornitomancia
Bastante, 2017
44 páginas
$12.000

 

Juan Manuel Silva Barandica (Mendoza, 1982) es autor de los libros de poemas Cetrería (2011), Trasandino (2012), Casimir (2014) y Acerca de personas (2016); y de la novela Italia 90 (2015). En 2009 tuvo a su cargo la edición de la Obra completa de Gustavo Ossorio.