Melancholia, de Lars von Trier. Por Miguel Carreira


De lo que no cabe ninguna duda es de que Melancholia es una película a prueba de spoilers. La película empieza con un prólogo en el que vemos al planeta Tierra chocar contra otro planeta, diez veces mayor. El planeta contra el que choca la Tierra se conoce como Melancholia. En ningún momento se explica de dónde viene ni cómo es posible que esté vagando por el universo. La secuencia del choque está aderezada con imágenes de lo que ocurre en el planeta en los momentos previos a la explosión. Puesto que en dichas imágenes no aparece ninguna nave de alta tecnología, ningún sistema que permita a la humanidad emigrar en masa antes del terrible final y ni tan siquiera aparece Bruce Willis, que siempre puede salvar el partido, incluso el menos avezado de los espectadores llegará a la conclusión de que la película acabará más o menos mal.

Todo en Melancholía apunta al final y hecho de que dicho final se desvele en una especie de prólogo ya apunta en esa misma dirección, pero para el espectador actual esta estructura difícilmente supondrá una novedad, mucho menos una sorpresa. Algo más original, en cuanto a la construcción de la película, es el hecho de que esas imágenes, tengan una doble función en la misma. En primer lugar, refuerzan la aniquilación de la intriga, no tanto por lo que muestran de cara a la resolución, sino porque –e aquí donde está la originalidad– muy pronto el espectador notará que dichas imágenes son una especie de mapa de la película, y que éstas, si bien desordenadas, se corresponden a momentos que, antes o después, tendrán su lugar en la narración. Las imágenes juegan así un papel parecido a un índice que podemos ojear antes de empezar un libro. En segundo lugar, las imágenes tienen una función semántica, en cuanto que son la primera aportación a los tres grandes ejes alrededor de los cuales gira la película, a saber: la melancolía, el arte y los rituales.

1. La melancolía

Cabe preguntarse por qué esta obsesión del director por anular cualquier atisbo de intriga en la película. En cierto sentido se podría decir que todo, en la película, es final, que el final se extiende por la historia como una infección.

En primer lugar, se sustituye la tensión que, en otra película, podría encomendarse a la resolución de la trama, por una tensión interna, que no tiene nada que ver con la solución de un enigma, sino con la certidumbre de la catástrofe. No cabe duda de que la construcción aporta a la película una dimensión, precisamente, melancólica.

Uno de los rasgos del melancólico es que es incapaz de encontrar sentido a nada de lo que hace, es incapaz de conceder valor a ningún esfuerzo, puesto que sospecha que el final está dado y es absurdo y fatal. Al remarcar el fin catastrófico del planeta la película queda impregnada por el absurdo en todos los actos de los personajes. En este sentido, Melancholía funciona de alguna manera como una metáfora cósmica de la depresión individual, puesto que todas las acciones están teñidas por ese futuro que el espectador conoce  –pero los personajes, durante buena parte de la película, no–. Como metáfora cósmica del individuo Melancholía no sólo no se parece a The Tree of Life, película con la que se la ha comparado recurrentemente, sino que es algo así como su opuesto, en cuanto a que en la película de Malick casi podríamos decir, aunque no sería exacto, que es el individuo el que actúa, tal vez no como símbolo, pero sí como portador de un concepto trascendente superior: la Gracia. Cada película sigue un camino radicalmente opuesto, en Melancholía el cosmos simboliza al individuo. En The Tree of Live el individuo representa un valor universal.

Más allá del prólogo, la película consta de dos partes. Cada una de ellas lleva el nombre de una de las hermanas que protagonizan la historia. La primera, Justine, es la historia de la hermana melancólica. Una mujer que, pese a sus esfuerzos, es incapaz de adaptarse al mundo que le rodea. Justine es como un cuadrado que intenta insertarse en una figura circular. En la primera escena, Justine llega tarde a su propia boda porque la limusina en la que viaja con su marido no es capaz de tomar una la curva de un estrecho camino. Igual que esa enorme limusina, Justine es incapaz de adaptarse.

Resulta bastante evidente que Justine es el personaje con el que el autor se identifica, de ahí que goce de unos favores diegéticos de los que ningún otro personaje disfrutará a la hora de ganarse la simpatía del espectador. El más notorio es que Justine está, casi infaliblemente, rodeada de cretinos. El marido que ha escogido resulta ser un individuo simplón, que a penas es capaz de enlazar tres frases seguidas y cuyo interés por Justine no va más allá de lo sexual. El jefe de Justine, y padrino de la boda, es un manipulador arrogante al que sólo le interesa conseguir que Justine, que tiene una extraordinaria habilidad para encontrar lemas publicitarios, piense un eslogan para una campaña comercial. Su padre es un hedonista perezoso y cobarde, su madre una rebelde sin causa con afán de notoriedad y su cuñado un controlador cerebral que se pasa la boda repitiendo “increíble” cada vez que algo se sale de su plan establecido.

El único refugio, relativo, de Justine, es su hermana Claire, que, en la trama, funciona como término correlativo de la propia Justine.

Aunque parece ser que esta Melancholia surgió a partir de una conversación de von Trier con Penélope Cruz sobre Las criadas de Genet, la referencia literaria más evidente de la película parece ser Justine o los infortunios de la virtud, del Marques de Sade. En ella dos hermanas atraviesan un mundo, obviamente sádico. La Justine de Sade con su persecución de la virtud, acaba cayendo en la pobreza, mientras que su hermana Juliette, a base de sacrificar su virtuosismo, es más capaz de adaptarse al mundo y alcanzar el éxito. Al final de Los infortunios de la virtud Justine y Juliette se reencuentran. Juliette reconoce el valor de la virtud de su hermana y a la pobre Justine, literalmente, la parte un rayo.

La virtud de la Justine de Sade es, al fin y al cabo, católica. La virtud de la Justine de von Trier es melancólica. En la segunda parte de la película –titulada con el nombre de la segunda hermana, Claire– las dos hermanas se encuentran y Claire reconocerá la superioridad moral de la virtud melancólica de Justine que le proporciona un conocimiento superior de la banalidad del mundo. Poco amigo de sutilezas, von Trier representa esa superioridad dibujando a Justine en términos casi divinos y llega a mostrarla envuelta en rayos que se desprenden de su cuerpo o envuelta en una nube de mariposas.

2. El arte

Hoy casi es imposible escapar al tapiz interpretativo que el estructuralismo tejió y legó para la hora de leer una narración. Ya sabemos que todo texto conduce a otro texto. Ya sabemos los defectos de la teoría: si los textos sólo son cognoscibles a través de otros textos que, a su vez, remiten a textos que sólo los textos nos permiten conocer: entonces entramos en un bucle irrompible. Todo eso ya lo sabemos, y somos conscientes de los caminos a donde nos ha llevado –la deconstrucción– y de ciertos extremos absurdos –en realidad, más bien intrascendentes– que de ahí se han derivado.

El cine parece ser el medio más empeñado en llevar esta red de alusiones a su máximo nivel. La mayoría de directores se afanan en llenar sus películas de guiños y recuerdo de películas que los han precedido. En algunos casos –Tarantino, es el ejemplo más habitual– la cita puede convertirse en el auténtico motor de la película, hasta llegar al punto de subordinar la narración al despliegue de un collar de versiones, citas y alusiones, como en el caso extremo de Kill Bill.

En esta Melancholía hay alusiones implícitas y explícitas a las obras de arte, y a una época en particular, el romanticismo tardío. Las referencias artísticas más evidentes seguramente sean las alusiones a las pinturas de John Everett Millais y, sobre todo, a Wagner, al que se alude repitiendo una y otra vez –con notable efectividad– el preludio de Tristan e Isolda.

No parece extraño que a von Trier le atraiga el romanticismo. En primer lugar, su autoconsideración como autor bebe directamente de las fuentes del romanticismo, del concepto de genio que él idolatra y persigue. Si nos ponemos puntillosos, a la vista de los títulos de crédito, esta Melancholia no se titula Melancholia en realidad, sino Lars von Trier, puesto que es el nombre del autor el que encabeza el título de la película y la palabra Melancholia es poco menos que un subtítulo del mismo.

 Igual que Tarantino subordina la narración a la cita, von Trier no duda en subordinarla a la creación de un constructo, a poner de relieve el hecho de que, en todo momento, estamos delante de una creación.

 Esto quizás merece una explicación más detallada. Al contar una historia el relator tiene dos caminos posibles. Por un lado, puede intentar contar la historia en sí, intentando disimular en lo posible los elementos formales de la narración, de modo que la fábula sea el aspecto fundamental para el espectador. En este caso se trata de sumergir al lector o el espectador en lo narrado, disimulando en lo posible el hecho de que, la narración, no deja de ser una construcción, con sus mecanismos, sus elecciones, sus elusiones y sus puntos de vista. El otro camino es poner de manifiesto dichos mecanismos, hacer que el lector o espectador sea consciente en todo momento de que se enfrenta a un producto detrás del que se encuentra un creador y una voz.

Sin duda von Trier prefiere esta última opción, pero no se puede negar su originalidad al darle una vuelta de tuerca a esta dicotomía tradicional. En las películas del danés siempre hay un juego entre la exposición de estas marcas de autor y su eliminación. Su técnica consiste en poner primero de manifiesto que el espectador no se encuentra ante una “verdad”, sino ante un artefacto, para después jugar a fingir que dichas marcas no existen. Ahí está Dogville, quizás el ejemplo más evidente, donde pone en juego una narración clásica sobre un decorado de marcas de tiza. Otro buen ejemplo es Bailar en la oscuridad, donde utiliza el género que, por excelencia, pone más de manifiesto el carácter artificial de lo narrado. En Melancholia no es casual que la película transcurra en una mansión al borde de un campo de golf. Hacerla discurrir encima de un tablero de mesa habría sido imposible.

Es probable que nunca, hasta ahora, el danés haya optado por trazar estas marcas dependiendo directamente de su relación con obras de arte previas. Por supuesto, las afectadas escenas del principio no son otra cosa que una especie de tableau vivants que aluden a otro arte, la pintura, y a su tradición. Ahora sería posible aducir las razones que pueden llevar al director a establecer estos paralelismos, pero me temo que todas estas razones serían francamente especulativas. ¿Acaso von Trier intenta transmitir que el arte, igual que la melancolía, es portadora de un poder superior? ¿Acaso se trata de una visión flaubertiana del arte que considera que éste es la única verdad trascendente, precisamente porque no trasciende la vida, sino que se sitúa, enteramente, en un nivel superior e independiente? ¿Es el arte una victoria menor o un consuelo con el que afrontar la existencia?

3. Rituales

Melancholia tiene mucho que ver con los rituales. Con la posibilidad de celebrar rituales, con la eficacia que éstos tengan. En cierto sentido, el concepto de ritual es el nudo que relaciona los dos elementos previos: la melancolía y el arte.

En lo que se refiere a la relación del ritual y la melancolía, empezaremos por recordar que el ritual es una acción transcendente por definición. El arte es una acción cuyo significado está más allá de sí misma. Si dicho significado no existe, entonces el ritual carece de sentido.

Hemos visto que la primera parte de la película trata de una boda. Esto no es cierto, en realidad. La película arranca cuando la boda –el acto de la unión que sí podría tener alguna trascendencia real– ya se ha realizado y los novios se encaminan a la recepción de los invitados, es decir, a la dramatización de una unión que, técnicamente, ya se ha realizado, y a la que el ritual posterior de la recepción no puede aportar nada. Lo único que queda por aportar a la unión es la consumación del matrimonio que, al frustrarse, dinamita definitivamente unas acciones ya sin sentido. Todo esto queda meridianamente claro pero, por si acaso, a von Trier no le parece mal subrayarlo con un par de gestos de ésos que deben halagar su terribilitá artística: primero lleva a la novia al centro de un campo de golf para que orine y, un poco más tarde, hace el amor con otro hombre, después de negarse a acostarse con su marido, en el mismo lugar.

En lo que se refiere a la relación del ritual con el arte, es evidente que el ritual comparte con aquél el hecho de que se trata de una construcción artificial. En cierto sentido, el arte es un ritual y el ritual puede aspirar, si no a ser una obra de arte, a competir con ésta, en cuanto a su capacidad de trascender.

La redención del ritual es encontrar su sentido. Por eso la película se cierra, igual que se abre, con un ritual. En contraposición al ritual vacío de la boda, al final de la película, cuando el planeta está a punto de colisionar contra la Tierra y todos los personajes –salvo uno– han aceptado que el desenlace es inevitable, Justine asume la labor de proteger a su sobrino, el hijo de su hermana, del miedo a la muerte. Como última acción de su vida, como última acción de la existencia de la vida, Justine convence a su sobrino de que podrán sobrevivir a la colisión si se refugian en una pequeña choza mágica construida con palos. Desde el punto de vista de la estructura de la película, el director no podía escapar a la tentación de darle a su obra una forma circular. En los últimos segundos de vida en la tierra que, como nos asegura Justine, son los últimos segundos de vida en el universo, Justine, Claire y el pequeño esperan la aniquilación total protegidos por una choza de varas de madera, sólo para que uno de ellos –sólo uno de ellos– pueda escapar del miedo.