Fabián Casas: La voz extraña. Por Andrés Florit

Fabián Casas: La voz extraña
Ediciones Universidad Diego Portales, 2014.
192 páginas.
$14.000

 

Por Andrés Florit

Lo primero que leí de Fabián Casas fue El Salmón, que me prestó Ernesto. Cuando se mete en el armario a oler los vestidos de su madre muerta, cuando sale a botar la basura y se le cierra la puerta y se queda en el pasillo, sin llaves, cuando piensa que así mismo puede ser la muerte. En un viaje que hice a Argentina el 2011 busqué la compilación de su poesía completa hasta ese momento, Horla City y otros, esa edición de 3 mil ejemplares que se agotó a los dos meses. Buscando mucho encontré dos copias en librerías de viejo y le regalé una a mi amigo. En ese mismo viaje compré Ensayos Bonsái  y Breves apuntes de autoayuda, que leí un par de meses después, en un viaje largo; me ayudó a sobrellevar el avión y parte de una escala de seis horas en Brasil. Llegando a Santiago presté los dos: uno me lo devolvieron, el otro no. Ensayos bonsái sólo lo he picoteado, esperando una tranquilidad que no llega para leerlo completo. Mi pareja actual, Daniela, ya lo leyó y ahora tiene en el velador Horla City.

Entremedio salió La voz extraña, por Ediciones UDP. Decidí leerlo antes que Ensayos bonsái, pese a que es una compilación que incluye textos de ese libro (yo quería ir en orden: primero los originales, luego las antologías). Más adelante leo los Ensayos bonsái y el otro que apareció hace poco, La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún, porque la selección la hizo Leila Guerriero y vale como un libro nuevo, pensé. Uno de mis libros favoritos lo hizo ella en esta misma editorial, Temas lentos de Alan Pauls. Buenamente confié en que haría de nuevo un gran trabajo con textos de otros. Y su selección parte con uno que no había leído, “El padrino I, II y III”. Lo leí de noche acostado al lado de Daniela y no pude aguantar el nudo en la garganta que se me fue formando, lo terminé y lloré. Knock out en el primer asalto.

No sé si me había pasado algo así antes. Al terminar ciertos libros, como el diario de muerte de Millán o el de Sandor Márai, quedé impresionado y triste, pero no lloré. Lloro más con películas que con libros. También es cierto que estaba muy cansado y bajo presión, a la mitad de un año muy intenso, un año que no ha terminado. Ahora mismo estoy en una oficina en la que tuve tranquilidad y silencio para empezar a escribir pero no duró mucho, entran alumnos, llaman por teléfono. Ahora llegó la Yosa de dar su clase sobre Cortázar. Ella no me molesta. Por eso sigo, también porque es viernes y no tengo mucho que hacer en el trabajo. La próxima semana llegará tu lamparita, dice antes de irse. Escribo con una luz no muy íntima, luz de oficina. Me molestan las luces altas. Y hace poco pidió una lámpara de escritorio para mí. Cuesta leer aquí, cuesta también escribir, pero del mismo Casas he aprendido que hay que ir contra la propia habilidad.

Tal como lo hizo con Temas Lentos, en  La voz extraña el montaje de Leila Guerriero es fino: Casas repite algunas ideas fijas en distintos ensayos y el orden era importante. Las recurrencias tienen sentido dramático, se va completando el sujeto a medida que el libro avanza. Es redondo y además incluye textos que no están en ninguno de los tres libros de ensayos ya aparecidos.

Uno de esos textos se lo escuché en vivo. Con Ernesto fuimos una mañana a la conferencia que dio en la escuela de literatura de la UDP. El texto se llamaba “La solarística” y estaba dedicado, tal como La voz extraña, a su amigo Sergio Parra. Recuerdo que nos faltó poco para llorar cuando lo terminó de leer. Empieza así: “Voy a escribir sobre la amistad, sobre la ciencia ficción, sobre la idea de país, sobre los símbolos patrios, sobre un extraño océano compuesto por la materia de nuestros sueños y terrores. Sobre la nostalgia. Voy a escribir acerca de cosas que no tengo en claro”. Conversamos con él cuando terminó, antes que lo secuestrara la comitiva organizadora, fue amable y llano. Un par de años después lo vimos en el bar The Clinic para el after de no sé qué encuentro literario al que lo invitaron y donde nos colamos: mientras otros conversaban con él de cosas interesantes, le pedimos una foto. Posó sin problemas con nosotros.

Ahora estoy en la misma cama donde empecé a leer el libro, corrijo lo que escribí ayer y busco en una libreta el fragmento que anoté hace tiempo y que me parecía iluminador para entender qué es lo que hace Casas, una especie de poética. Dice en la página 52: “Nuestra vida está hecha de imágenes que se incrustan en la memoria precisamente porque remiten a tantos significados que no podemos darle un solo sentido y guardarlas en el cajón para siempre. Estas imágenes no nos dejan tranquilos. Y es probable que ninguna imagen, ninguna canción, sea tan importante si no le agregamos nuestra huella vital”.