Jane Smiley: La edad del desconsuelo. Por Gonzalo Boudon

Jane Smiley: La edad del desconsuelo
Sexto piso, 2019.
120 páginas
$14.100

 

Jane Smiley tenía 38 años cuando publicó La edad del desconsuelo. Apenas cuatro años más que Dave, el protagonista de la novela. Una distancia bastante corta como para pensar en mirar los hechos con distancia, al menos los épicos, como son esas grandes crisis de la vida. Algunos sostienen se suceden cada siete años, otros que el asunto viene por décadas, y los más tradicionales las reducen a tres: adolescencia, mediana adultez y vejez.

Probablemente como una forma de tomar distancia, la novela de Smiley se instala en la mente de un hombre de treinta y cinco años y no de una mujer. Dave es un dentista resuelto económicamente y con gran parte de la vida conquistada. Pienso sobre todo en la conquista de pequeñas certezas que pueden hacer del día a día un terreno más cómodo por el que moverse. La marca del té, el horario de la ducha, los programas de televisión, todo ese mundo de frivolidades que durante mucho tiempo son simplemente un montón de posibilidades entre muchas otras, y que a mediados de los treinta ya están cristalizadas, y claro, este esquema conlleva la siguiente paradoja: por un lado uno se vuelve más rígido, menos permeable al devenir, menos sujeto a la sorpresa, que es muchas veces la encargada de darle calor a la vida, generando retos o estímulos que desplacen la monotonía, y por otro, se podría establecer que es esa misma rigidez la que sienta las bases para surfear más suavemente la cotidianidad, y dedicarse de lleno a las cosas que sí valen la pena. Si ese es el punto, establecer una jerarquía para gastarnos la vida, la pregunta ineludible sería entonces ¿cuáles son esas cosas que sí valen la pena? El protagonista parece tenerlo más que claro: la familia.

Desde las primeras páginas el narrador personaje esboza la sospecha de que la esposa lo engaña. No es uno de esos maridos celópatas, ni siquiera intenta corroborar la información haciendo averiguaciones o investigaciones de otro tipo para estar seguro. De alguna forma lo da por hecho. Esto que le ocurre, la decepción marital, es casi como si no tuviera que ver con él y su familia particularmente, sino más bien una generalidad de la vida misma, una eventualidad por la que todos los seres humanos estaríamos destinados a pasar, un bache existencial. Una generalidad insalvable acecha detrás de cualquier particularidad. Es lo que Dave pareciera repetirse a sí mismo durante toda la novela. Una idea aterradoramente religiosa. Y es ese pensamiento el que funciona como un lugar al mismo tiempo terrible y reconfortante. Porque lo inevitable condena, pero al mismo tiempo libera cualquier tipo de tensión.

El affaire de su esposa se vuelve evidente en la medida en que ella no hace demasiados esfuerzos por ocultarlo. Todo esto viene a remecer no solo la confianza erótico-política, por llamarla de alguna manera, que existe en una pareja, sino la solidez de un proyecto a largo plazo. La idea, hasta ese momento indiscutible, de una vida en común comienza a resquebrajarse ¿Necesita ella otro tipo de estímulos?, ¿siempre los necesitó? Así, Dave se entrampa en cavilaciones y recuerdos difusos en los que ella siempre aparece como una persona decidida y agresiva, con sueños y metas claros, mientras él apenas es una sombra de ese ánimo avasallador. Y es que hasta ese momento Dave, se hallaba en una especie de conformismo natural, donde las cosas parecían simplemente encajar. “En todos los matrimonios hay muchos momentos similares, tan similares que parecen ser el mismo… En nuestro caso, uno de esos momentos recurrentes tiene que ver con el acto de prepararse, de buscar una buena posición. Desde que afrontar la avalancha de acontecimientos venideros”.

Hay historias de engaños con múltiples reacciones: venganza, depresión, o rechazo. El libro de Smiley toma una dirección que queda clara en el párrafo anterior. El matrimonio es resistencia. Fiel a esa lógica, él hace de todo por evadir la situación, al punto de evitar cualquier conversación en la que intuya la posibilidad de la confesión por parte de ella. Eso los sepultaría, piensa. Tener esa conversación es volverlo real. El personaje se hunde entonces, y nosotros con él, en la cotidianidad de la vida. Tres hijas en edades demandantes articulan el quehacer, eso y la consulta dental que mantiene junto a la esposa, también odontóloga. Smiley tiene una capacidad de escarbar tan finamente en el detalle cotidiano, que el cuadro de un matrimonio con un desgaste de diez años a cuestas, se dibuja perfectamente al avanzar en las páginas. Cada sutileza que aparece para modificar las rutinas de este matrimonio, resuena en forma de pensamientos catastróficos y un miedo estridente en la mente de Dave. Miedo y cobardía, son palabras que podrían pensarse como el núcleo sobre el que orbita la novela. Pero no es un miedo vacío o simplón, como sucede con los sustos en base a sonidos fuertes en las películas de terror malas, sino a uno trabajado en forma tan fina y minuciosa, que se vuelve imposible de juzgar ligeramente. Es un miedo envuelto en un aura de dignidad, fundado tanto en el conformismo como en el amor más honesto.

El libro está lleno de momentos vívidos, por ejemplo, un encuentro de la pareja en la cama matrimonial. Ella sufre un calambre en el pie, y en una reacción natural, impulsiva, Dave lo masajea sin detenerse a pensar en lo que ha venido pensando incansablemente los últimos meses de su vida. Ese espacio, ya despojado de todo erotismo, expone en forma brutal cómo el sentirse herido por alguien no te hace odiar a esa persona, ni borra el deseo de que esté sana y viva. Y en todo caso, el misterio, la sospecha y el desencuentro, quedarán en pausa mientras haya algo cotidiano que resolver.