JULIETA MARCHANT: EL NACIMIENTO DE LA HEBRA. ENTREVISTA RL + FRAGMENTO

intJulieta Marchant (Santiago, 1985). Ha publicado los libros de poesía Urdimbre (Ediciones Inubicalistas, 2009) y El nacimiento de la hebra (Edicola Ediciones, 2015), y la plaquette Té de jazmín (Marea Baja Ediciones, 2010). Codirige el sello Cuadro de Tiza Ediciones y es coordinadora editorial en Alquimia Ediciones.

Responde la Entrevista RL y nos entrega un fragmento de su último libro  El nacimiento de la hebra (Edicola Ediciones, 2015).

 

 

 

 

 

 

 

¿Qué libros marcan la escritura de El nacimiento de la hebra?

No lo había pensado, la verdad. Una amiga lo leyó hace poco y me dijo «hija de Blanchot». Honestamente, es una de las cosas más hermosas que me han dicho, y no digo que ella esté equivocada, pero cuando comencé a escribirlo Blanchot no era central en mi biblioteca para nada (al contrario de ahora, cosa que ella sabe y de ahí la referencia). Desde esa anécdota, entonces, podría decir que hay muchas lecturas que, a la inversa, marcan mi lectura de mi propio libro: Carson, Blanchot, Kamenszain (hace poco una profesora me hizo notar algunas semejanzas entre El eco de mi madre y mi libro), Nancy en el asunto del cuerpo, Guadalupe Santa Cruz en un modo de mirar la letra (y por ello pongo un epígrafe de ella, aunque su libro lo leí cuando ya había terminado el mío). Y, claro, Ennio Moltedo (el título es un verso suyo), los ensayos de Silvio Mattoni que salieron acá en Chile cuando yo estaba, me parece, afinando y corrigiendo lo mío, y los textos de Derrida a los amigos muertos compilados en Cada vez única, el fin del mundo, así como el Diario de duelo de Barthes.

El primer impulso del libro fue muy poco literario: lo escribí específicamente para un concurso y lo envié dos veces y las dos veces, para mi poquísima sorpresa, perdí. Para ese concurso, escribí los dos primeros poemas del libro. Y los dejé ahí, uno o dos años, mientras escribía algo «en serio», que terminé y boté al final. Me quedé sin nada y retomé, como por default, El nacimiento de la hebra. En un inicio lo pensé como algo que no traicionara mis maneras y mi ética escritural, pero que a la vez fuera digerible. Se me vino entonces la idea del montaje, de algo semejante a lo que hace Lyn Hejinian en My Life, estructura que muy evidentemente acá, en la poesía chilena reciente, retoma Víctor López. Quería hacer algo con ello, pero a mi modo, darle una cierta movilidad al poema, diferentes entradas y que, en el montaje, relampaguearan diferentes sentidos, múltiples (esto, es obvio viéndolo así, lo pensaba sobre todo desde Benjamin).

 

¿Qué dijo tu editor o primer lector cuando leyó los manuscritos?

No recuerdo, la verdad, quién fue el primer lector del libro. Solo recuerdo que, cuando lo presentí medianamente terminado (un año y medio antes de publicarlo), se lo pasé a tres lectoras: una poeta de mi edad, mi amiga más cercana –de la época del colegio– y una amiga, digamos, de la adultez. Las tres son igual de importantes e influyentes en mi relación de ver –y de relacionarme con– el mundo. Pasado un año, ninguna lo había leído, y tampoco puedo asegurarte que lo han leído ahora. Al menos sé que una de ellas no, porque se fue de Chile a estudiar a Europa hace como un mes y se llevó el libro en la maleta. No tengo idea qué significa eso, pero cuando le pregunté a una por qué, me dijo que sintió que cuando se los pasé fue como «léanlo en algún momento si no les da demasiada flojera». Supongo que no le doy mucha importancia a mis libros, al menos hasta que están ad portas de publicarse, y ahí sí lo leyó la poeta de arriba –mantengo el anonimato o me mata–, mis compañeros de editorial –según yo, los cuatro, aunque quién sabe–, mi pareja y, antes que ellos, mi mamá, que me dijo: «Ya se me acabó un paquete entero de pañuelitos y empecé con las servilletas. Gracias totales». La crítica implacable de la madre.

En general, estoy años con un libro (este lo comencé el 2010) y edito, corto, boto, corrijo con una obsesión más o menos enfermante (por lo bajo, boto libro por medio). Entonces, es más o menos difícil que tenga que desarmarlo completo al momento de querer publicarlo y de que se tope con un lector o editor (la excepción es Té de jazmín, que gracias a mis editores no salió en su primera versión, que es francamente lamentable. Así que agradezco mucho sus tijeras).

 

¿Qué lugar ocupa este libro en tu proyecto literario?

Cuando empecé a escribir, digamos, con vistas a publicar –con Urdimbre– tenía un rechazo abismal respecto de lo biográfico. Me parece que este libro es una especie de reconciliación con eso, aunque obviamente en Urdimbre estaba el sustrato biográfico colándose. El punto es que ahí experiencié una tensión muy grande con eso, una desconexión forzada y autoimpuesta. Luego vino Te de jazmín, que es un texto muy breve, basado en una escena totalmente biográfica y que publiqué, pienso ahora, desde un impulso arrollador e incluso infantil. El nacimiento de la hebra, quizá, sella esos dos momentos, entre el rechazo y la entrega, porque en parte tiene algo de ambos, de las tensiones de ambos, pero ya desde una posible conciencia, desde el trabajo con y desde aquellas tensiones. En un inicio me interesaba específicamente el asunto de la mujer –que trabajé en Urdimbre– y luego lo biográfico –que leí en Té de jazmín–, pues bien, diría yo, en El nacimiento de la hebra esos sitios de entrelazan.

 

¿Cuál es tu planta o árbol favorito?

En el libro aparece la achira, que es una planta perenne, de bulbo, como la cala. Es una planta con unas hojas grandes, más o menos gruesas, que tiene una flor roja enorme, desmesurada. Nunca tuve una relación de cuidado con las plantas, pero crecí viendo a mi madre plantando, podando, regando, sacando trocitos de otros patios y presencié el crecimiento y la proliferación de sus jardines. Mi bisabuela era igual que mi madre –le pasaba un montón de plantas– y, cuando murió, vendimos una casa que teníamos en Algarrobo y mi mamá se trajo plantas de ahí –que ella había plantado en su jardín, pero que eran inicialmente de mi bisabuela–. Cuando me independicé, mi mamá me pasó bulbos de esas plantas y ahora las tengo en mi propio balcón. Están ahí, como una vez estuvieron con mi bisabuela. Tengo unas calas, que derivaron de unas que ella sembró hace una chorrerra de años. Y el jardín de la casa de mis papás, acá en Santiago, está repleto de achiras. Esos movimientos y mutaciones me conmueven profundamente. También tenemos acá un clavel del aire, que nos dejó Guadalupe Santa Cruz, y que una vez estuvo en su hermoso –y ahora ausente– jardín. No respondí tu pregunta, pero bueno, se intuye.

 

¿Influye tu trabajo como editora en tu escritura?

Me parece que no puede sino influir. Me fascina editar porque siempre he pensado que trabaja, por rebote casi, el ego: publicar a otros, entusiasmarse con esa idea incluso más que con la propia «obra», todo ese trabajo silencioso que implica meterse en un texto ajeno y seguir toda su cadena de producción hasta que está en una estantería, es, en cierto sentido para mí, darle cabida al otro, radicalmente. Hacerme a un lado como «autora», y con mucho placer. Eso como primera cosa. Pero además, influye de dos maneras menos trascendentales: una doméstica y una con más espesor. En términos domésticos, trabajo muchísimo y me encanta. Edito en Alquimia, codirijo Cuadro de Tiza y trabajo en libros como independiente (hace poco montamos, con Pilar Guerrero, J&P Editoras, para esos trabajos, digamos, externos). En mi lista de prioridades, siempre está la edición arriba. Me interesa en demasía la escritura y la literatura como para solo dedicarme a escribir. Eso provoca que tenga muy pocas horas, diría yo, al mes o al semestre incluso, para escribir. A veces no escribo una sola palabra en meses y eso es cada vez más habitual en mí. Respecto del otro asunto, la mitad de lo que leo es lo que edito o lo que estoy investigando para publicar. Y mis lecturas, obviamente, calan en lo que escribo. Cuadro de Tiza, pienso a veces, es un catálogo de todo lo que quisiera escribir cuando mi mano no alcanza la elevación.

 

¿Cómo escribes? ¿Algún método o rutina?

Esta pregunta me da un poco de risa –incluso más que la de las plantas (que ya era suficiente)–. Escribo sentada, para partir (no de pie, por supuesto, como Hemingway, asunto rarísimo; aunque antes lo hacía como Capote, es decir, recostada, pero ya no: como verás, esta pregunta de «cómo escribes» se la hacen a los escritores más fundamentales y también a los más insignificantes). Y siempre, pero siempre, con música. También leo y edito con música, el silencio total me bloquea. En computador, nunca a mano, y con muy poca rigurosidad, pero siempre con intensidad: paso meses sin escribir, tal vez hasta más, un año, por ejemplo. Sin embargo, cuando me meto en un libro en serio, me cuesta soltarlo y ahí posiblemente escribo a diario. No tengo un ritual cursi, del tipo la rosa amarilla o la manzana descompuesta, si eso querías saber (hay gente que verdaderamente responde –y hace– esas cosas). Solamente música, computador y cigarro.

 

¿Tiene nombre tu próximo proyecto? ¿De qué tratará?

De los marcianos secuestrando a Matthei (obviamente hay alguien escribiendo sobre eso en este preciso momento). Y sí, tengo un nuevo proyecto, que empecé el 2013, me parece. Se llama Habla el oído y lo comencé en el transcurso de un taller de lecturas de Derrida, que tomé con Marcela Rivera. Lo que voy a decir es muy poco profesional, pero en ese taller hablábamos tanto y leíamos con tal intensidad, que no te miento si confieso que en alguna clase se me erizó el cuerpo completo, casi hasta las lágrimas. Llegaba a escribir después de esas sesiones, y no podía ser de otra manera. Ahí empecé ese texto, que es breve aún y que se dirige a un lugar muy intuitivo: el oído como órgano de la poesía. Recuerdo en el último libro de Guadalupe Santa Cruz, Esta parcela –un libro hermoso, conmovedor, de una factura inédita, que en Chile, en términos generales, pasó prácticamente desapercibido (tenemos una deuda muy grande con ella)–, una imagen de un cuerpo-ojo abierto inmenso, pues para Santa Cruz el ojo –como artista visual que era– resultaba central en la escritura. A mí me ocurre eso con el oído. Estoy ahora mismo leyendo a la poeta uruguaya Amanda Berenguer y un articulito sobre ella acerca de la voz. Ahí citan algunas de sus experiencias con la escritura y de lo fundamental que era en su proyecto escritural el oído, leerse en voz alta, poner en voz las palabras (hizo incluso un disco, algo desafortunado a mi parecer, leyendo poesía; aunque el gesto puede que sea muy afortunado en términos de experimentación personal). Me pasa igual: las palabras y sus sonidos, cómo colisionan y se encuentran esos sonidos, es lo que me llama a escribir. Y eso es, en un abstract nada de elegante, Habla el oído.

 

¿Qué es lo peor de levantarse de una silla?

Pasaron como diez minutos antes de entender la pregunta –estoy lenta, es diciembre–. Me imagino que te refieres a «nadie se levanta de sus sillas» o algo así, verso que se repite varias veces en El nacimiento de la hebra. Bueno, podría decirte que yo lo que quería en ese momento, al repetir ese verso una y otra vez, es que alguien se levantara de su silla. Lo que, muy someramente, quiere decir que la escena de todos sentados en sus sillas (escena que remite de manera específica a un viaje a Cuba que hice y a la imagen de los turistas sentados en esos macabros hoteles a lo gringo, tipo todo incluido y esas horrorosidades) es como una metáfora de la masa desinteresada por cualquier cosa más allá de su efímero placer personal y miserable. Lo mismo en la vida, en la amistad, en el amor: sin el entusiasmo de elevar el cuerpo hacia el otro, queda el puro polvo.

 

De qué preocuparse y de qué no…

Según yo, hay que preocuparse del cuerpo (últimamente así lo pienso). De hacerse cargo del cuerpo, que es un tema también que poéticamente me interpela desde siempre. Y de los afectos, de conservarlos con todo el ímpetu posible. Si hay algo que verdaderamente me nubla es la gente fría, me parece una especie de egoísmo y egotismo brutal; esas personas que bajo cualquier ángulo son impenetrables me generan una sospecha rotunda.

Sobre lo segundo –según yo ídem–, no hay que preocuparse del ego, aunque sí, me equivoco, hay que preocuparse, pero en el sentido de mantenerlo a raya y obviarlo casi siempre. El autopromotor de la obra, ese poeta que anda con la mochila llena de sus libros, es una cosa que en general me descompone. Y, como está repleto de ellos, me siento con una pata en el mundo literario y con todo el resto afuera. Tengo muy pocos amigos en esa esfera, me entran en una mano diría. Eso me juega casi siempre en contra, pero no, sigo pensando que no debería preocuparnos. Y, finalmente, hay que preocuparse del humor, negro o blanco, en cualquiera de sus formas; perderlo es fatal.

 

El futuro de Chile, ¿dónde está?

Espérate, voy, le pregunto a Pedrito Engel y vuelvo. Así de etérea es la pregunta.

Difícilmente el futuro de Chile está en Chile, en los poderes que mueven a Chile. Al menos yo soy escéptica. No creo que las cosas se muevan más que en círculos de muy pequeño diámetro, en un eje anclado en la herencia de la dictadura. Tengo siempre la fantasía de irme de acá, pero, parafraseando un poema de Nadia Prado, soy una provinciana.

 

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Fragmentos de  El nacimiento de la hebra (Edicola Ediciones, 2015)

LA MUERTE DE ALGUIEN interrumpe una conversación

entre mi madre y yo extiendo la letra

entre mi madre y mi abuela mido

intuyo la distancia, el volumen de una interrupción.

Aprendí a caminar en la playa

ese andar frágil encorvó mis pies

siempre atados hacia adentro

queriendo tocarse o montar una ficción de unidad.

Me busco en la grafía de las cicatrices de mi madre.

La herida en uno de sus pies expone un injerto

la pisada de mi madre dividida en dos me habla de otro tiempo

esta escritura algo enmudece de nosotras

los nombres se aquietan y de pronto vuelven a cruzarse:

las palabras me dispensan lo que abandonó el recuerdo.

 

Bajo la lluvia la voz se extravía

trato de encauzar un arrojo sin orden.

Cerré los cuadernos para aquietar un murmullo

la escritura parece advertir que el ruido no dejará de suceder.

Dispongo cuerpos y suturo.

Allá afuera ocurre lo de siempre:

todo se agolpa y oprime

escribo en el resguardo de un hogar que se disipa

cuando la mano vuelve a su brazo

y anuncia el término de una línea.

Cierra la puerta y el pasillo oscurece de pronto.

Piensa en devolverse, piensa en reírse y olvidar

pero golpea y adentro nadie aguarda.

Volteamos demasiado tarde

una hilera de castaños permanece en silencio

y acomoda en la memoria un recuerdo incluso opuesto

al que conservamos cinco minutos atrás.

Las imágenes se acercan y acaban, nada las consuela.

 

¿Qué es un poema?, le preguntan

y él dibuja una línea que desborda el papel y va a dar a la mesa.

Abandona la sala señalándonos con el lápiz y no entendemos

(no nos levantamos de nuestras sillas).

Algunas preguntas esconden el deseo de que nadie responda.

Bajo un ciruelo lo miré a los ojos y su rostro dejó un hueco

en la sombra que sus bordes dibujaban en la muralla.

Ante la lluvia la pulsión se apacigua:

nos calma que el ruido de afuera adelante al ruido de adentro.

Cuando amanezca esa calma alcanzará su revés

y no sabremos de reservas.

Me levanto y las sillas de los turistas

siguen atestadas de su mismidad

una tormenta se aproxima a la playa y nadie se levanta.

Taparse los oídos, el gesto ante el espanto.

Tiembla la mano y la otra es incapaz de retener.

Tiembla el cuerpo y qué podría ser el cuerpo sino un temblor.

Me levanto y al alejarme he dejado de mirarlo

el hueco en su rostro, sin embargo, sigue ahí.

El sonido de los pasos se asemeja al de la lluvia

que no ha dejado de acontecer.

 

 

***

 

 

ESCUCHO A MI MADRE y miro los cuadernos

líneas esperan ser colmadas y este brazo inmóvil.

La palabra en la boca, la boca en la mano, el tiempo

franquea la hoja y se estrella en los rasgos geométricos

de mi madre que se queja. Ella, resuelta incluso para llorar.

Su ruido interior es igual al de afuera

la calma en su pecho se contrae.

El mío, en cambio, aguarda un grito que la memoria anticipa.

Quiénes éramos cuando nos convencimos de nuestras semejanzas

visto de lejos nada de ti podría conmoverme.

Este es mi modo de quejarme.

 

Si pulsa es por frío y desgarro, si habla es por hambre

y consuelo, si escribe es por falta.

Carezco de palabras para estas palabras.

Allá afuera existe un orden, me digo

persigo un dictado y yerro.

Anido en el letargo: hablar como quien escribe

o escribir como quien habla, pensar como quien calla

sumisa ante la idea de que nada reverdece.

Mi madre planta un sauce en la mitad del jardín

e imaginamos que todo impide su existencia

yo atiborro de macetas un balcón que no sabe de jardines

nos une una antigua achira

que se sobrepone a la muerte de mi abuela

y que ella ha dejado como un humilde tesoro.

Hija, esta achira custodia el nombre de tu abuela.

Si crece es por calor y gracia, si escribe es por daño.

Deletreo el nombre y en ese automatismo algo se pierde.

Quizá así serán siempre las palabras

nombres que se desviaron al pensar que llegaban a las cosas.

Desciendo al pasado y ningún indicio de volver.

Allá afuera el sauce extiende sus raíces

y me trae un sauce de otro tiempo al que deseo renunciar.

A su sombra dijiste me quedo

y yo me equivoco a pesar de ti.

 

Este estrecho lenguaje te ofrendo, en la insignificancia

de una mano que no supo abrir. Apretó el cuerpo

y el deseo por un borde dibujó un camino donde atesorar.

Surcos escriben en la carne, lo inhóspito de una sábana

opaca un cuerpo que no conoce su ternura.

La lejanía de tu mano esconde la lejanía de mi brazo en la lejanía de la hoja.

No esperar porque el tiempo nada sabe de nosotros

ni nosotros al tiempo esperamos cuando mitiga la lluvia.

Mi nombre llama a la que aguarda y yo no sé de anhelar.

Otorgo y renuncio.

Todos los días acaba un cuaderno, colecciona palabras o congojas

entorpece un ritmo que el lenguaje no atrapa ni desata

cerrar la puerta de la página quiere.

Un puñado de plumas estorba un puñado de vuelos.