Richard Ford: Incendios.

Richard Ford: Incendios.
Traducción Jesús Zulaika.
Anagrama. 196 pp.
10.22€ 

Incendios y su relación con el realismo sucio. 

Por Gabriel Rodríguez.  

Dice Enrique Vila-Matas que, para diferenciar una buena novela de una que no lo es, basta con analizar las relaciones que tenga con las altas ventanas de la poesía. Aclara además que esas relaciones son conexiones sutiles y no canales directos que pretendan un trasvase inmediato de caudal y den lugar a novelas escritas a modo de prosa poética.

Si damos por bueno el criterio de Vila-Matas se puede decir que en aquello que se ha llamado realismo sucio podemos encontrar algunos de los mejores relatos y novelas de la última mitad del siglo XX; y quizá no tanto por la frecuencia con la que se dan esas relaciones como por lo sutiles que son cuando aparecen.

La naturaleza de esas relaciones en el realismo sucio se basa en un extrañamiento ante lo cercano. Aunque casi todo lo que ocurre en estas historias nos es familiar, hay en ellas una mirada nueva que eleva la rutina a categoría de marasmo vital y que hace que los personajes se muestren perplejos ante lo cotidiano.

La primera vez que oí hablar del realismo sucio no entendí muy bien de qué iba el asunto. Por aquel entonces yo había ya leído algunos relatos de Antón Chéjov y de Raymond Carver, pero siempre me quedaba con la impresión de que algo se me había escapado al leer al primero y de que los cuentos del segundo eran tan deliberadamente descafeinados que nada había que aprehender en ellos. Es decir, no me había enterado de nada.

El único modo de acercarse a Chéjov, Carver y a todos los autores a los que se ha incluido bajo la etiqueta del realismo sucio es ajustar el enfoque al minimalismo de sus historias, acoplar el ritmo del lector al discurrir monocorde de las vidas de sus personajes. Una vez hecho eso, todo cambia. El gris que sugieren de forma tan inmediata las narraciones de Carver se desglosa en una extensa gama de matices que corresponden a las vidas que nos cuenta (las cuales son también bastante grises: no sé si hay muchos escritores que sean tan crueles con sus personajes como Carver lo es con los suyos).

Richard Ford opina que la etiqueta de realismo sucio no fue sino un truco publicitario para vender mejor a determinados autores. Tal vez tenga razón, aunque no se puede negar que hay una corriente que une a Salinger, Carver, Tobías Wolff o al mismo Ford y que sitúa al lector en un plano intelectual superior al propio personaje.

Lo que parece evidente es que Ford se muestra más generoso con sus personajes que Carver con los suyos. Me explico. En los relatos de Carver siempre vemos personajes conformistas que giran atrapados en el marasmo de sus rutinas contra las que son incapaces de rebelarse. No son precisamente brillantes, su comportamiento es inseguro y cuando osan rebelarse contra sus destinos (casi se diría que empujados por el aliento expectante del lector) su carácter pusilánime les conduce sin remedio a la catástrofe. Dicho de otro modo, siempre los miramos desde arriba porque Carver los ha situado bien abajo.

Los personajes que pueblan Incendios, la cuarta novela de Richard Ford (si bien Incendios es en realidad el título que Jesús Zulaika traduce del original Wildlife) no están contemplados bajo una óptica tan desoladora. Sin llegar a la complacencia, Ford es algo más indulgente que Carver. Si Carver abandona al personaje a merced de la tormenta, Ford parece querer echarle una mano. La diferencia no estriba tanto en la creación de personajes, sino más bien en la mirada que el narrador posa sobre ellos.

Incendios nos cuenta en primera persona la historia de Joe, un chico de dieciséis años que asiste como espectador al derrumbe del matrimonio de sus padres. Joe no tiene amigos (o al menos no en Great Falls, donde transcurre la historia), ni demasiados intereses, ni planes de futuro; y tal vez por eso se ve arrastrado por el vórtice que genera el errático comportamiento de sus padres.

Ford nos propone desde el inicio el clásico juego del realismo sucio que sitúa al lector por encima del personaje. El efecto se duplica al contarnos la historia mediante un narrador adolescente, lo que implica aún más al lector en la atmósfera opresiva del verano en Great Falls en la que casi parecen respirarse las partículas que los incendios dejan flotando en el aire, suspendidas a merced del viento.

A pesar de lo desnortados que resultan los tres personajes adultos, el joven Joe (y también el autor a través de él) se abstiene de emitir juicio de valor alguno acerca de su volubilidad. La comprensión de cuanto sus padres hacen supone un sincero ejercicio de amor de Joe hacia los mismos y nos sugiere que la historia está narrada mucho tiempo después de haber sucedido. Tal vez llevado por la comprensión apática de Joe, al lector tampoco le resulta sencillo juzgar con dureza a sus padres.

Ya desde el comienzo nos dice Joe que su padre, que al principio se gana la vida como profesor de golf, es un atleta nato. En una sociedad competitiva por naturaleza, es fácil imaginar que ha sido el clásico triunfador adolescente (quizás parte de las inseguridades de Joe vengan porque no acaba de ser realmente bueno en ningún deporte). El padre recuerda en cierto modo al Sueco, el protagonista de Pastoral americana de Philip Roth, educado para el triunfo y admirado desde niño. Sin embargo, si en Pastoral americana asistimos al derrumbamiento de la familia (y por metonimia, de toda la sociedad estadounidense) a través del descarrilamiento de la vida de los hijos, en Incendios es el hijo quien asiste como espectador mientras son los padres quienes socavan su propia vida.

Decididamente Incendios resulta menos corrosiva que Pastoral americana. En la novela de Ford son los padres de Joe quienes se van separando poco a poco del sentido común, enrocándose en su tozudez, como si así pudieran protegerse de la perplejidad que les produce lo cotidiano; y es esa mirada distante sobre lo cercano la que abre las altas ventanas con la poesía de las que habla Vila-Matas y permite que el aire circule libremente de un lado a otro.