Homenaje a Gonzalo Rojas

 

En una silla cualquiera frente a un público cualquiera

La información llega cifrada en códigos dolorosos que aparecen en escasos caracteres de los apartados de cultura de los diarios oficiales. Gonzalo Rojas, el poeta, ha sufrido un accidente vascular, un derrame cerebral. La noticia me entristece, sus poemas se vuelcan sobre mi fragmentada memoria, se confunden versos, se confunden historias y mitos del poeta. Pienso en la resonancia: Un aire / un aire, un aire, un aire / un aire nuevo:/ no para respirarlo / sino para vivirlo. Me repito infarto, accidente vascular, entiendo su gravedad y veo la muerte suspendida. Las palabras derrame y accidente me resultan trágicas. Me permito ficcionar a partir de estos conceptos, veo al poeta entronado en una silla cualquiera frente a un público cualquiera, detonando risotadas, conteniendo el drama de la despedida, burlándose lisérgicamente de la curiosa manera en que la ciencia médica busca darse a entender al señalar la gravedad del asunto.

Sabemos que el poeta se encuentra con su familia y en su casa. Eso es un alivio de luto para los que adivinamos la muerte sin miedos, pero también sin mangueras, sin máquinas, sin catéter que falsee la energía vital y seminal y marginal por sobre todo, la energía de los márgenes convexos. Los Hospitales no: de mi dolor a la tierra (C. Bertoni).

Sabemos que Gonzalo Rojas mira por la ventana a ojos cerrados.

Tengo dudas, desconozco su infra historia, desconozco su historia visceral. Son tantas las preguntas que quisiera hacerle al poeta. Algunas de ellas son ingenuas, propias de un palurdo. Otras más cachudas, más picudas como dijera mi madre: Explíqueme usted, Don Gonzalo. ¿Cómo se entiende qué el poeta que erotizó la muerte se encuentre ahora a la espera de ella?, ¿puede usted, postrado ahí, en su cama, juguetear con su asistente?, ¿necesita ayuda?, ¿en qué panorama orgiástico le gustaría estar?, ¿con qué mujeres sueña Gonzalo Rojas? Vive fascinado, le gusta el hueveo, le gusta esta lucha canalla por la existencia, está claro: va a montar batalla, no se quiere ir ni a cañones, pero ¿no le parece interesante irse despachado?, ¿pasar al más allá o al más acá, pero pasar al fin y al cabo?, ¿no le gustaría acaso volver a revolverle la casa de putas al nobel Neruda?, ¿o servirse, ya sin los miedos ni las aprehensiones de la medicina moderna, un enjundioso caldo de pata de chancho con el compañero De Rohka?, ¿se ha puesto a pensar que tal vez se encuentre con su padre?

Al poeta lo conocí en un acto público organizado por estudiantes de la carrera de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales. Se reía Rojas con lo de creativa, se reía. Personalmente daba mis primeros tropezones en la escritura y cada uno de ellos estaba marcado por la vivencia extrema de la pérdida y búsqueda de la mujer amada, escribía de forma adolescente, absolutamente seguro como todo mal poeta, redundaba en el amor como una abeja en busca del polen eterno, revoloteaba también como una mosca sobre la mierda. Escuché de soslayo sus anécdotas; y de todas hay una que cuento de forma recurrente: Nuestro poeta se encontró con el vate Neruda en un afamado hotel de la ciudad de Chillán, pudo ser el Hotel Habana. Apenas se saludaron. El primero en atacar fue Neruda. Comenta: “Gonzalo Rojas es un buen poeta, pero escribe poquito”. Clara referencia al tiempo transcurrido entre un libro y otro del poeta en cuestión. Y Rojas, picota, consciente de que le habían dejado la pelota ahí, cerca del arco, boteando… Le devuelve el cornete: “Neruda es un buen poeta, pero escribe muchito”. Por esos años Neruda era una editorial andante, publicaba todo y de todo, sin filtro y sin gusto.

Vuelvo al acto creativo de los estudiantes de literatura: Gonzalo Rojas, en plena presentación se aburre, cambia de actitud, se agacha como lo hace un padre con su hija, baja de su olimpo y nos invita a una conversación poética. De pié, uno tras otro, serios aspirantes que buscaban aprovechar su oportunidad. Y pasó y tocó el turno de la rubia que llamábamos Natasha. Ella, la segura. Ella,  desafiante y eficaz en el calentamiento de la sala. Ella, de la isla de Lesbos. Ella recitó poemas horrorosos que le daban un aire de fetidez parisina exquisita, un aire, un aire, una sensualidad que al poeta le debe haber encantado.

Siento ahora los codazos de mi compañero, empujándome. Pararse lo era todo, sostener ese mamarracho de hoja sin evidenciar espasmos ni atolondramiento corporal generalizado, todo eso y el miedo atroz. Y ahí estaba, voz en cuello, un verso sobre el otro, rápido, urgente, buscando la salida. Las palabras de cortesía que el poeta regalaba fueron importantes, destacaba el atrevimiento, la osadía. Seguramente me vio en el precipicio. Su exposición se transformó en una conversación solitaria, en una narración biográfica de quién espera contaminar a sus oyentes con el descaro de la poesía, con el preludio de su muerte. No era mucho más, un viejo feo, labios gruesos, gorra negra y chaqueta de cuero.

La segunda vez que lo escuché fue acompañado de Consuelo, la Diosa. Compañera de estudios, mayor, hermosa, perturbadora, se bañaba en leche. En unas jornadas poéticas que la memoria no pudo borrar. Nuestra ciudad, Santiago, recibió lo más tremendo de la poesía oficial latinoamericana. Cardenal, Gelman (tal vez el más sub oficial de todos), Cisneros, Parra y Rojas, un deleite artístico literario para un pendejo hueveta, ignorante, enamorado y arrojado como yo.

(…)

Y tú volabas libre, con tu peso ligero sobre el mar, oh mi diosa,

segura, perfumada,

porque no eras culpable de haber nacido hermosa.

(…)[1]

 

Caminamos por la alameda tomando vino con la Diosa. Y ella, que leía bastante, me enseñaba y me contaba de Cardenal, del sacerdote, del cura comunista, del cura enamorado de Marilyn Monroe, del poeta revolucionario que yo no conocía. Y tomábamos más vino, entrábamos y salíamos de las schoperías Il Succeso, la 1, la 2 y la 3. Y llegamos a Universidad de Chile y ahí estaban ellos, los poetas,  caminando, nerviosos igual que uno. ¡Y les pedían autógrafos! Como si fueran futbolistas o artistas de Tv y me gustaba y por unos segundos ilusos me vi en una foto con el cura Cardenal.  Y ya no los pescaba enamorado hasta las patas. Y Gonzalo Rojas leyó sus mejores poemas, organizados como el track list de los Rolling Stones, y eran  poemas enormes, originales, escritos raríficos recitados con perfección. Y entre miradas locas comprendí de que iba a ser poeta. Y entre oídos sordos despejé mi futuro. Y así, entre el aire y el fornicio, nos fuimos besando arropados contra las murallas del próximo bar.

 

Los días van tan rápidos

Los días van tan rápidos en la corriente oscura que toda salvación,
se me reduce apenas a respirar profundo para que el aire dure en mis pulmones
una semana más, los días van tan rápidos
al invisible océano que ya no tengo sangre donde nadar seguro
y me voy convirtiendo en un pescado más, con mis espinas.

Vuelvo a mi origen, voy hacia mi origen, no me espera
nadie allá, voy corriendo a la materna hondura
donde termina el hueso, me voy a mi semilla,
porque está escrito que esto se cumpla en las estrellas
y en el pobre gusano que soy, con mis semanas
y los meses gozosos que espero todavía.

Uno está aquí y no sabe que ya no está, dan ganas de reírse
de haber entrado en este juego delirante,
pero el espejo cruel te lo descifra un día
y palideces y haces como que no lo crees,
como que no lo escuchas, m hermano, y es tu propio sollozo allá en el fondo.

Si eres mujer te pones la máscara más bella
para engañarte, si eres varón pones más duro
el esqueleto, pero por dentro es otra cosa,
y no hay nada, no hay nadie, sino tú mismo en esto:
así es que lo mejor es ver claro el peligro.

Estemos preparados. Quedémonos desnudos
con lo que somos, pero quememos, no pudramos
lo que somos. Ardamos. Respiremos
sin miedo. Despertemos a la gran realidad
de estar naciendo ahora, y en la última hora[2].


[1] Gonzalo Rojas . La loba.

[2] Gonzalo Rojas, Los días van tan rápido.