La brecha entre las cosas. Por Mike Wilson (Presentación de “Después de la luz” de Benjamín Labatut) + Adelanto del libro

despues de la luz intrlLa brecha entre las cosas

por Mike Wilson

Creo que a todos nos ha pasado en algún momento. Sentimos ese impulso elemental de cuestionar nuestra realidad, como si por unos breves instantes despertáramos de la ficción en que vivimos, porque de cierta forma aceptamos vivir eso, nos entregamos a una gran mentira. Vivimos vidas de juguete en sociedades de juguete y luchamos luchas de juguete e inventamos sentidos de juguete para justificar nuestras vidas artificiales. Resistir esto es parte del juego, está asimilado, no querer vivir una ficción es parte de la trama de la ficción, luchar de la forma en que luchamos es un llavero colorinche en la tienda de suvenir. Para poder realmente liberarse de todo esto, de este parque de diversiones que autocontiene todas las supuestas posibilidades, hay que retroceder, retroceder de verdad, hacia adentro, bucear en el océano de la introspección, depurar todas las capas del pensamiento, dejar de pensar, ser detrás del yo, encontrarse con el vacío, sin saberlo, porque estar ahí́ en esa quietud no es algo que se sabe.

Con este silencio se encuentra el protagonista de Después de la luz. Un hombre que de pronto desconoce el mundo y experimenta una desfamiliarización tan intensa que no puede retornar a la farsa del mundo. Y así busca, busca adentro, una búsqueda filosófica y también mística, pero sin dogmas, sin incienso, sin panderos. El libro también es una lucha contra el lenguaje. Hay un párrafo en el primer capítulo que dice:

“Ya no entendemos el lenguaje que utilizamos. Las palabras están agotadas, desgastadas por el uso, removidas de su origen por siglos. El lenguaje opera por nosotros, se expresa a través nuestro, se perpetúa sin que podamos evitarlo. Hay que recuperar la frescura de una experiencia no mediada, la fuerza de lo que está libre de sentido, las imágenes que se resisten a la interpretación, espesas como la miel.”

Cuando leí esto, el libro de cobró un nuevo sentido para mí. Desde joven he pensado que nos envolvemos en un disfraz de palabras que habla por nosotros y que intercambia verbos con otros disfraces que envuelven a otras personas y juramos que nos comunicamos y que tenemos acceso a las cosas por medio del lenguaje, pero la verdad es que esos disfraces no llegan a la medula de nada. Son crucigramas de diario que dialogan entre sí. La arrogancia del lenguaje es lo que nos hace pensar que podemos entenderlo todo, que todo se puede reducir a una ecuación, que el mundo es descifrable. A veces el lenguaje nos estafa, o peor aún quizá sea una estafa en su totalidad porque nos hace creer que sabemos cosas, y al pensar que sabemos cosas, nos convencemos de que dominamos la realidad y dejamos de creer en ella como algo excepcional porque pensamos conocer todos sus trucos, y nos desencantamos.

El narrador de Después de la luz se disloca del mundo de los signos, entra en crisis, el mundo tal como se presenta ya no lo convence, los signos son redundantes, y el sentido se disuelve, las cosas se vuelven obsoletas, mapas sobre mapas sobre mapas. Lo que le pasa al narrador nos ha pasado, quizá no nos demos cuenta siempre, pero está en la forma en que nos disponemos ante las cosas. La mayoría del tiempo nos dejamos estafar por las palabras y nos olvidamos de lo raro que es todo, nos volvemos irónicos y cínicos, empleamos el lenguaje para humillar nuestro mundo de signos, creemos que denigramos la realidad y que se lo merece porque esperábamos más de ella, estamos defraudados y nos desquitamos de la maqueta del mundo que hemos construido en nuestras cabezas porque ya no posee la capacidad de asombrarnos. Pero el narrador de la novela no se queda en eso ni se resigna ante el fracaso de los signos. Mira hacia adentro, se sumerge en ese océano, en esa brecha que hay entre las cosas, en el vacío en donde el lenguaje se reduce a un glitch y después a nada, y prima la experiencia que se resiste a la interpretación, no porque no exista, sino porque no se somete a eso, es, como dice el narrador, sin mediar y espesa como la miel.

Hay pasajes del libro que abordan las matemáticas y las ciencias, pero más que esto, desnudan lo limites de estos lenguajes, porque son eso, nada más que lenguajes, las ciencias y los números son otra ficción que proyectamos sobre las cosas, no son más que otro credo, otro dogma, quizá útiles para cosas en la superficie, pero que pierden sentido en las honduras. En un párrafo cita a Kurt Gödel, habla de aquel momento en que descubre el teorema que desmorona el sentido de los números, que la matemática y las ciencias flotan sobre nada, no tienen fundamento. Cuando TODO se agota, cuando el lenguaje, los números, las ciencias, incluso el pensamiento mismo se agota y no hay respuestas, nos encontramos con el vacío, pero no como una nada, ni como unidad de conocimiento, ni como una conclusión nihilista. Todo lo contrario. Es el vacío inevitable que contiene aquello que no podemos pensar, que no podemos codificar, todo aquello que es lo más importante, es lo que está siempre ahí, una presencia que ejerce una gravedad indiscutible, un negativo epistémico, así como la materia oscura, es un océano incognoscible, aquello que permite que ocurra todo lo que acontece, es el escenario tácito en donde y cuando el Mundo es. Querer representarlo sería un error, ante lo inefable y lo impensable solamente podemos hacer lo que hace Benjamín Labatut en Después de la luz: navegar por las orillas de las cosas y sentir el vértigo, intuir que aquello, sea lo que sea, gravita ahí, detrás de todo, enorme y real. Solo entonces, conscientes de esto, dejamos de lado las vidas de juguete.

 

 

 

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Adelanto de Después de la luz de Benjamín Labatut:

 

 

 

 

 

 

NIGREDO

 

La narcosis de nitrógeno, también conocida como el rapto de la profundidad, genera alteraciones en el sistema ner­vioso y en la percepción de los buzos que nadan dema­siado hondo. Un instinto irrefrenable por ir más abajo, alejarse de la superficie, abrazar la oscuridad del útero marino. Uno solo debe patalear unos cuantos metros, lue­go el mar te succiona, caes sin esfuerzo, de cabeza, bajo la presión del agua circundante, con la euforia del nitrógeno disuelto en tus tejidos acelerando la transmisión nerviosa. Los síntomas progresan en cascada: somnolencia, pérdida de memoria, deterioro del juicio, confusión, alucinacio­nes, mareos, risa descontrolada, aumento de la intensidad de la visión y la audición, estados maniacos y depresivos, sensación de levitación, alteración de la percepción del tiempo, cambios en la apariencia facial, pánico, perdida del conocimiento, muerte.

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Un hombre a punto de ahogarse es un asesino en potencia. Se aferrará instintivamente a lo que pueda y lo empujará hacia abajo para evitar hundirse. Por eso tantos han muerto tratando de rescatarlos.

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Exactamente un año después de publicar mi primer libro, viví una de las experiencias más extrañas de mi vida. Comenzó como una intensa sensación de irrealidad, parecida a la que uno tiene al despertar de un sueño demasiado vívido. Esa mañana, miraba el patrón de las baldosas de mi baño, la alfombra de hojas caídas de los árboles y pensaba, “este no puede ser el mundo real”. A la semana apenas podía salir de mi casa. Me quedaba sentado por horas frente a la ventana sintiendo que algo había abandonado el mun­do. Una ausencia, una pérdida me agobiaba, pero no sabía identificar qué había cambiado ni cómo empezar a reme­diarlo. Dejé de escribir, dejé de leer, perdí el interés en el sexo e incluso las decisiones más insignificantes me parali­zaban por completo. Durante el día la cabeza me zumbaba como si me hubieran conectado a un cable de corriente y por las noches una tormenta de ideas me mantenía despier­to. En medio del insomnio, abrazaba la panza de mi novia embarazada y sentía que íbamos a desaparecer. Hice todo lo que pude por volver a la normalidad, pero un agujero había empezado a crecer dentro de mí y solo se volvía más grande. Cuando el psicólogo al que había visto por períodos desde los veinte años me dijo que no sabía cómo ayudarme, caí en la desesperación. Me pasaba las noches frente al compu­tador, tratando de que mi mujer no se diera cuenta de que había perdido la cabeza, haciendo búsquedas en internet centradas en la palabra vacío.

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Durante los primeros mil millones de años no hubo luz. El fulgor del Big Bang se había apagado, las estrellas y galaxias aún no habían nacido. Es la edad oscura del universo, un espacio que ningún telescopio puede penetrar, como una mancha en el fondo de nuestras retinas.

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Los budistas lo llaman sunyata, la vacuidad preñada de la que brotan todos los fenómenos. Libre de características, condiciones, del ser, la existencia, el tiempo y sus catego­rías, sunyata es la falta de esencia del universo, un punto medio entre la nada y el ser que permite el surgimiento de la realidad como fenómeno interdependiente. La física moderna ha encontrado propiedades similares en su intento por alcanzar el corazón de las cosas: en medio del vacío perfecto surgen de forma espontánea partículas de materia y antimateria que roban energía del futuro para luego aniquilarse mutuamente. El tejido mismo del espacio-tiempo se vuelve inestable en la escala más pequeña, se agita creando pequeñas burbujas, como si luego de siglos de avances científicos Occidente hubiera alcanzado la misma conclusión que un monje descalzo a los pies del Himalaya: la forma es vacío, el vacío es forma.

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La primera representación gráfica del cero surgió en Babi­lonia, trescientos años antes de Cristo, en la forma de dos pequeños triángulos en diagonal con una línea que nace de su vértice. Dos siglos después, al otro lado del mundo, los mayas crearon su propio símbolo para el cero: la forma de una concha o un ojo cerrado. Para los griegos el cero era anatema, ya que su concepción de las matemáticas estaba ligada a la geometría y no había ninguna forma que pudiera representar el vacío.

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Hay estrellas cuya luz jamás podremos ver. A medida que el espacio se expande de forma exponencial y todo se aleja de todo, la esfera del universo observable nos permite conocer solo una fracción de lo que existe. Este proceso se está ace­lerando. Poco a poco, el cielo se vaciará, la distancia se vol­verá inabarcable. En cien mil millones de años, viviremos completamente aislados, encerrados en nuestra galaxia. Luego las estrellas se apagarán, los agujeros negros se eva­porarán, los núcleos atómicos van a decaer. Las partículas elementales viajarán de un lugar a otro sin interactuar, en un cosmos que no parará nunca de crecer. Dominado por la energía oscura, el universo habrá alcanzado su máxima entropía, la muerte térmica.

Tenebrae es la oscuridad plural, multivalente. No sombra, sino sombras. No es la oscuridad singular, sino las múltiples noches de la ignorancia, la ausencia de Dios y la extinción de la luz entre la muerte de Cristo en la cruz y su resurrección entre los muertos, cuando el espíritu de lo divino ha abandonado este mundo.

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Cuando dos sombras se acercan, sus penumbras se extienden buscando fusionarse, como si las atrajera una fuerza invisible. Umbra, antumbra, penumbra. Es el ansia insoportable de tocarse.

 

 

Benjamín Labatut: Después de la luz

Hueders, 2016

132 páginas

$10.000

http://tienda.hueders.cl/products/despues-de-la-luz