Elisa Villanueva: El placer del viento. Presentaciones de Juan José Richards y Christian Anwandter + selección de poemas.

 

 

portada (1)

Elisa Villanueva: El placer del viento.
Cástor y Pólux 2017.
58 páginas.

 

Música

Por Juan José Richards

La misma semana que terminé de leer El amante, de Marguerite Duras, empecé El placer del viento, de Elisa Villanueva, así que para bien o para mal, las lecturas de esos dos libros quedaron trenzadas. Publicada tres años antes que Elisa naciera, cuando Duras tenía 70 años, El amante es una novela seudo-autobiográfica, que ocurre en 1929, en el Vietnam de la colonia francesa. Y cuenta la historia de un romance clandestino entre una adolescente de origen francés y un rico empresario chino, varios años mayor que ella.

 La imagen de la portada del poemario de Elisa, la obra Celosía (2015) de Benjamín Edwards me hizo pensar que la relación de su poemario –que empezaba a leer– con la novela de Duras –que terminaba– no era casual. La historia de El amante ocurre puertas adentro, entre los cuatro muros de una pequeña y calurosa pieza en Saigón. Uno podría pensar que la relación entre la adolescente francesa y el empresario chino no sobrevive al exterior. Cuando Duras describe esa pieza, que es el universo de los amantes, dice: “El ruido de la ciudad resulta tan próximo, tan cercano, que se oye su roce contra la madera de las persianas.  Se oye como si atravesaran la habitación. Acaricio su cuerpo en ese ruido, en ese paso. El mar, la inmensidad que se recoge, se aleja, vuelve”.

Quiero pensar que la celosía de Benjamín Edwards, que se encuentra en la portada del poemario de Elisa Villanueva, es de alguna forma también, la persiana en la pieza vietnamita de Duras. La palabra celosía, que viene del latín zelus (celo), designa al elemento arquitectónico decorativo que es un “tablero calado para cerrar aperturas como ventanas y balcones”. Su particularidad es que impide ver el interior y a su vez deja penetrar la luz y el aire adentro.

Algo similar a esta condición doble de abrir, cerrar y entrever ocurre con la poesía de Elisa. Pero, a diferencia de los amantes de Duras, que no resisten el tránsito del interior al exterior, el impulso poético de El placer del viento se fuga al exterior, se revuelve y no sólo sobrevive al afuera, sino que ahí esplende.

Hablo de un relato cuando me refiero a la concatenación de poemas no porque quiera forzar la relación entre los dos libros, sino porque hay una condición narrativa al interior del poemario de Elisa que se genera por la impresión de ir avanzando, desde una íntima cocina, hasta misteriosos patios en los que cuelga ropa, para llegar a extensiones que son pura naturaleza protagonizada por el viento.

Aunque cada poema proviene del anterior no nos prepara para el que le sigue. Hay una dimensión inesperada en este avance. Saltos. Accedemos a los sentimientos asomados a intervalos entre las palabras de forma diagonal. Como luz colándose por las persianas. Y es en la suma esos ases que se van filtrando, vemos aparecer una figura.

Pero me estoy adelantando, porque en el poemario de Elisa Villanueva, después de la celosía de la portada hay una bifurcación inicial que resulta. Hablo del epígrafe de Emily Dickinson quien apunta una distinción entre las obligaciones y los placeres del viento. Las obligaciones o deberes parecieran responder a oficios, labores, encargos que tienen que ver con productividad. Los placeres o goces están vinculados con el ocio, con el deambular y la divagación. Esta distinción es una clave para leer el poemario de Elisa. Porque si pudiéramos comparar la lectura con moverse al interior del libro, los placeres del viento responderían a un andar despreocupado, pero aquí, me atrevería decir hay cálculo.

Entramos al poemario a través de un apunte, el de la hora y el día en que ningún crimen será cometido. Esto nos plantea una existencia inquietante, como si la vida que marca ese calendario fuera un continuo de crímenes cometiéndose sin intervalos, en el que la autora encuentra –providencialmente– una fuga. Desde ahí, Elisa anuncia que partirá con lo básico, la respiración. Pero la respiración no es una cuestión inconsciente ni mucho menos placentera, pareciera ser, por el contrario, oficiosa. Un deber. La respiración es el ejercicio a través del cual puede lanzar una flecha y marcar el día. Posar el tiempo.

Esta operación de marcar un calendario que recién comienza, parece determinada por los crímenes que se anuncian, pero queda inteligentemente suspendida en el aire, como suele hacerlo otra autora a quien recordé leyendo a Elisa: Patricia Highsmith. Se podría pensar que las novelas policiales son la construcción o la dilatación de un cierto suspenso y en El placer del viento, los crímenes de los que se habla se abandonan, para hacer aparecer por mientras lo cotidiano, que irrumpe con su preocupante normalidad.

En este universo del día a día, la voz poética inventa un traje a la medida, pela papas, observa el balcón, entiende la teoría de la vecina. Lo cotidiano es lo diario, lo periódico y lo que hace Elisa es apuntar ahí un refugio para la extrañeza. De pronto, el vapor vuelve todo porcelana, las gotas de agua se posan en formas hasta que alguien diga lo contrario y el ruido que no se quiere escuchar, cae como agua.

Son estos excepcionales versos los que constituyen, para mí, la particularidad de El placer del viento. Mirar con detenimiento, extrañeza y horror, lo sencillo.

Es la imagen o la palabra feto, en medio del poemario, la que me hace detenerme y volver a mirar al principio del poemario. Ahí encuentro capullos, baba, primores, polen, lo inconcluso, células, la forma del cuerpo y sus usos. Leo con otros ojos sobre el control de la natalidad, las piedras ahuecadas que no añoran ser redondas. Esta cadena de imágenes poéticas que Elisa ha inteligentemente desplegado en su poemario me hacen pensar en una procreación interrumpida que sin duda altera la normalidad y posiblemente es la fractura que da origen a los poemas.

Después de haber circulado por el interior de varias o una misma casa espejada, irrumpe el viento y nos saca afuera. El viento hace pequeños los cuerpos en el paisaje y trae la mudez. Sobre la tierra están las nubes y los cielos se están quebrando. Ante el viento existe posibilidad de hacerse árbol.

Pero esta visita al exterior está estratégicamente pensada por la autora, que rápidamente nos trae de vuelta al interior. Vemos chimeneas y ventanales sin cortinas que aparecen para ver la vida de los otros y en esos asomos, como en las muñecas rusas, nos encontramos con miniaturas de lo que ya habíamos visto en la primera parte del poemario: lo cotidiano. Personas que toman té, mastican el pan y que ven televisión.

Elisa construye un juego de espejos en su libro, pero también le construye un quiebre al reflejo. Nos saca al afuera para mirar desde lejos a las personas que están dentro de las casas y que para el final del libro están mirando a la autora. Esto vuelve a quebrar el cielo y ahora todo cae, trizado y en su lugar. Así se retoma la idea del nacimiento. Elisa dice: todos tenemos un sonido al existir.

Quizás yo me equivoco y lo que atraviesa la celosía no es la luz del exterior, no son los ruidos de la ciudad. Es algo que se origina dentro y que hace el tránsito inverso de adentro hacia afuera. Quizás es un sonido. El sonido de los amantes. Porque lo construye Elisa es una voz. El placer del viento es un viaje del silencio al sonido, de la nada a las palabras y de estas a los gemidos. La suya es una voz que no sólo existe, sino que vibra y que canta. Es música. Absoluta y disonante.

 

La extensión del viento

Por Christian Anwandter

 

El epígrafe de Emily Dickinson nos introduce en las obligaciones y los placeres del viento. Uno podría pensar que el libro de Elisa Villanueva profundiza este punto de vista externo y descriptivo. Sin embargo, hay un cambio en la manera de abordar el tema. El viento, en realidad, no es “el tema” sobre el cual los poemas hablan, sino que constituye una fuerza que, casi sin que se perciba, configura un orden del mundo, un orden no en el sentido de una armonía, sino como dinámica entre lo vivo y lo inanimado, lo sensible y lo indiferente, lo fértil y lo estéril.

La percepción de ese orden dinámico subyacente recae en una consciencia de voz discreta – que en ciertos aspectos recuerda tanto a Emily Dickinson como a Cecilia Casanova –, situada en espacios domésticos y naturales, que pone en relación experiencias y recuerdos, revelando otros planos de acontecimientos donde se indaga sobre la propia participación en un mundo tironeado entre la utopía de la blancura (o de lo liso y lo pulido, como diría Byung-Chul Han), y la constante amenaza del dolor y la pérdida.

Esta búsqueda se enfrenta a diversos obstáculos. Por una parte, la tentación de negar la caída inevitable de todas las cosas. Por otra, la apariencia. Ejemplo de la primera tentación es la vecina que pone la ropa tendida para “borrar todo / estirar / y echar cloro hasta el anonimato” (p. 24). A esta pretensión, el poema responde: “…no acepto el estiramiento discreto del cordel / cada cosa debe / caer por su propio peso”. Ejemplo de la segunda dificultad: “Cierro los ojos para evitar herirme” (p. 19). Si ver es más riesgoso que no ver, se debe a que la mirada, al estar centrada en lo externo, pierde contacto con otro plano de la realidad igualmente importante. Así, la interioridad es uno de los espacios que este libro explora con mayor detención. Por eso, esta apertura al interior es percibida como necesidad incluso por lo inanimado exterior: “Si cierro los ojos, me pertenece. / Si los abro, el espacio me llora un momento” (p. 29).

No se trata de una mirada panteísta, sino de una percepción del exterior teñida por la interioridad del yo, que instalándose en sí mismo, proyecta afuera su subjetividad, pero no por una incapacidad de separar el adentro del afuera, o por un narcicismo inconsciente, sino que se trata de un requisito para sortear las apariencias y una forma de explorar otros sentidos y confiar en la intuición: “La ceguera de la confianza solo me permite oler. / El tacto, el gusto, aún están a la espera. / La intuición es olfativa al igual que la memoria, / Y los húmedos despertares son pistas.” (p. 15).

Estas pistas son caminos, intentos. En ellos, “abortar la ruta no es opción” (p. 11). Y creo que la palabra “aborto”, en este caso, merece ser comentada, ya que a lo largo del libro son muchas las menciones a la fertilidad y a la natalidad. Una alternativa consiste en plantear que el hablante de estos poemas se sitúa desde lo femenino y que la pregunta sobre la natalidad se refiere al cuerpo y a la posibilidad de engendrar. Otra posibilidad es que la fertilidad y la natalidad, latentes en el hablante, se refiera también a la capacidad de crear caminos, pistas, poemas.

En última instancia, me parece que Elisa Villanueva apunta a un horizonte que está más allá de ambas lecturas. Porque lo que se percibe es que el yo participa de un proceso de captura y desprendimiento indisociables de la gestación y la caída. La experiencia así entendida implica “Soltar algo/ se desprende /controlar la natalidad/ en gestos y afectos. / Pero, en esta transacción no hay límites / O estos son infinitos” (p. 20). Se trata de una transacción en el sentido de que el yo establece una relación con el mundo, de un dar y un recibir sin fin (¿o sin finalidad?): “Entregar la mano / y olvidar su forma” (p. 25). Nunca se acaba de caer y gestar, y es en la conciencia de este ciclo donde el viento juega su papel fundamental.

El viento emerge como fuerza aleatoria que regula las caídas: “cada cual distribuye según las coordenadas del viento / la pérdida / el vaivén de la mutilación” (p. 23). Al mismo tiempo, el viento conecta el adentro con el afuera: “Aprendo a vivir con el viento / que habita, por momentos / mis espacios” (p. 32). Me parece que, ante esta situación, el yo se plantea preguntas complejas y a la vez, necesarias: ¿nace algo de lo que doy? ¿tiene eso un valor? Esta pregunta aparece cuando, por ejemplo, dice: “lo que crece no comprendo si son costras o plumas” (p. 15). O cuando, tras recoger “una flor de jacarandá sobre el cemento caliente”, surge la siguiente reflexión: “Lo que se arruga dentro de una mano, / lo que se alberga en la palma, / solo puede nacer en el encierro” (p. 18).

El viento airea una concepción cerrada de la identidad, sugiriendo una experiencia porosa, en que dejamos de ser nosotros mismos, constantemente. Lo sensible – y lo sensual – adquieren así un aura de una tranquila confirmación del ciclo que une vida, nacimiento y muerte. Antes que una crisis, Elisa Villanueva percibe aquí una tarea: “velar cada rama que cae, / ser testigo de cómo somos otro” y “darle cuna, agua, tierra / aire / y mirarlo brotar” (p. 37). Si nos perdemos de nosotros mismos, podemos ser cuidados, lo que no quiere decir que no volveremos a caer. Los poemas son a la vez la posibilidad de experimentar esta paz que no elude la pérdida, y también un “abrigo para las manos de quien los desenvuelve” (p. 39).

El viento tiene así la capacidad de tañer ese sonido de la existencia que necesitamos oír. Se trataría de escuchar los hilos de la trama en que transcurre el tiempo. Se trata, tal vez, de un sonido fantasma, que “se deja y expone como si nada”. A diferencia del agua, que de alguna manera contiene la inmensidad y la oculta, el viento subraya la extensión del espacio, aumentando la percepción de esa amplitud. Esta ampliación de lo inmenso recuerda al poema “Mattina” (1917), de Ungaretti “M’illumino / d’immenso” (Me ilumino / de inmensidad). Esta amplitud sacudida por la libertad del viento, libertad indisociable de la experiencia de la pérdida, se plasma tanto a nivel de imágenes como de ritmo en el poema que cierra El placer del viento:

No se corta la flor y dejar que decaiga

la ilusión de frescura por caer

encorvada, en apertura

de la mano con sus hojas aplastada por el cielo,

amurrada por el aire que circula como leche. (p. 51)

Estos versos están como acelerados por el golpe del viento, y al mismo tiempo parecen marcados por la conciencia del ciclo que anima y despoja a las cosas. Estas flores en la palma de la mano – así como los poemas en el libro – se ofrecen a otro, en su fragilidad, a pesar de llevar consigo un peso inaparente.

Selección de poemas

Las obligaciones del viento son pocas,
echar los barcos al mar
establecer marzo, escoltar las mareas
y conducir la libertad.

 Los placeres del viento son extensos
morar en la extensión,
permanecer, o vagabundear,
especular, o cuidar los bosques.

Poema 1137, Emily Dickinson (1869)

*

Puedo apuntar el día, hora  en que ningún crimen será realizado.

Entonces, parto con lo básico:

Inhalar y exhalar, buscar la pila de fundas blancas de almohadones

Estirar y abrir los bordes laterales. Coser solo uno con hilo de nylon,

y soplar, llenar, no con plumas sino con mi propio aire, inflar los pulmones hasta más no poder

solo así se consigue la tensión necesaria, el relleno perfecto, sin plumas, sin felpa.

Y probarme,

cuando logre pisar todos los almohadones y ninguno reviente.

Entonces podrán llorar los sicarios,

ni siquiera escucharé sus sollozos, porque ya habré lanzado la flecha y ese día quedará,

el aire llenará el espacio de determinada manera.

*

Aúllo encerrada

para convertirlo en un eco que rebote en mis manos.

Un ruido quiebra la puerta y lo único que puedo pensar

es trepar a una esquina

y tejer eternas telarañas.

Recuerdo.

Los gatos se pegan a los techos

como la miel y los gritos de familia.

Me entregan dulces hostigosos de perlas y plátanos que suenan al caer,

el ruido que no quiero escuchar pero cae como agua.

*

Curvar el torso como un caracol

la baba translúcida

ya seca, invita a recorrer.

La piel se adhiere como larva

fósil de vitrina en un museo

tras los vidrios el flujo es diamante.

El torso se vuelve a cubrir

con los velos de cebolla

mustios

abortar la ruta no es opción, clamar por luz es una idea banal.

Curvar el torso

la baba

el camino

la piel se pega a la baba, al camino

y a la idea

son segundos que no tardan,

vuelven como fotos.

*

Hasta ayer, mi cuerpo se pobló de brotes.

De mis ojos caía agua sin cesar,

un feto,

lleno de recovecos que pellizcan

deforman,

un sofá de terciopelo.

Desabotonándose cada fisura de mi

guarecer en el capullo

y tocar pétalos con la punta de los pies

para morir un tiempo o nacer a veces.

Inhalar polen y hostigarse,

comer polvo y dudar.

*

Derrito hielo para revestir paredes, enfrío temores

que no pueden huir de una pieza tan vivida

el eco de una mañana blanca que no se posa en el tiempo

y que debo atajar con alambres para encumbrarla en un punto fijo.

Junto cuerdas

invento un traje a la medida

con el que puedo subir a todas las copas de los árboles e inhalar la ingenuidad de los primores,

creo capturarla

pero el polen se esfuma en el acto, como los rayos que anuncian la mañana

las gotas de agua se posan en formas hasta que alguien diga lo contrario y así siguen los intentos.