Mercedes Halfon: El trabajo de los ojos. Por Ana Oneda

 

 

Mercedes Halfon: El trabajo de los ojos
Lecturas Ediciones, 2019
92 páginas
$9000

Mirarse a los ojos es la máxima demostración de sinceridad, dicen. Muchas alusiones a lo profundo, a ventanas hacia lo íntimo. Circula por internet, incluso, un experimento mostrando que dos desconocidos que se miran fijamente durante más de un minuto pueden terminar encariñándose sin decir palabra. Escribir también es una expresión de la mirada, ya que filtramos el mundo según lo que vemos e interpretamos con nuestras experiencias e ideologías. De modo más directo, la argentina Mercedes Halfon escribe este libro, en el cual se observa a sí misma y detrás de sus lentes de contacto describe su universo moldado desde niña por problemas de visión, regidos principalmente por el estrabismo.

En una especie de diario/ensayo, se van relacionando las dificultades de ver con las opacidades de la vida misma. Introduce el tema contando la muerte de su oculista. Luego cuenta que, al tener una inflamación en la raíz de las pestañas, tuvo que untarse un gel que la dejaba “mirando a través de una nube densa. Cómo si me hubiesen recetado un estado de melancolía”. Este estado sigue presente en otros fragmentos del texto, que es narrado con nitidez y observación panorámica. Las relaciones que la autora hace del tema es lo más interesante. Una de ellas es la historia de una cámara fotográfica antigua que heredó de su padre, “primitiva pero infalible”. Las fotos que registraba con ese lente de “foco dificilísimo” presentaban inevitablemente pequeños desfases en los objetos fotografiados. “Esa imperfección era lo que más me gustaba”, dice. Es la metáfora perfecta para su propio desvío ocular, que transforma la realidad captada por sus ojos turnios en las imágenes que proyecta en su libro.

Se citan también las formas subjetivas dadas al sentido de la visión. Observando una discusión de pareja, nota las frases “no te quiero ver más” y “no ves que…”, como si no poder ver algo fuera la incapacidad misma de entenderlo. Me hizo pensar que siempre que quiero evitar algo incómodo, el primer deseo que me surge es no verlo, no mirarlo, ya sea una persona o una situación. Al asustarme me pongo las manos tapando los ojos, automáticamente, cómo si la ceguera fuera una manera de defenderse. Ella también lo aborda: “Hasta en visiones normales hay diferencias entre lo que cada uno ve. La pupila puede cerrarse o abrirse por el miedo, la ira o la atracción. En última instancia, la subjetividad y el punto de vista tienen un principio fisiológico antes que psíquico. La subjetividad pareciera ser objetiva”.

La escritora investiga y enseña al lector sobre temas que una persona con la vista buena difícilmente buscaría saber. Indaga sobre la invención del Braille, el primer oftalmólogo en la historia, cita personajes como Chaplin, James Joyce, Kirchner y Borges. Es perceptible la búsqueda por la relación entre ver y escribir que la autora persigue al proponer el tema. En otro pasaje, se justifica de cierta manera el texto que tengo en manos. “El estrabismo es distinto, porque los ojos pueden ver, pero están extraviados, no saben hacia dónde dirigirse. La escritura sería una forma de orientación posible, un mapa, una suerte de prótesis que conecta el interior con el exterior”. A lo que avanza su relato, sus ojos van llegando al equilibrio, entendiéndose entre ellos, capaces ahora de mirar al lector sin desvíos, sin ganas de escapar.