EL STENCIL DE UN PAR DE MANZANAS. POR ROBERTO CAREAGA

Suicide nunca había sonado tan fuerte en Santiago. Empezaba a caer la noche y desde una disquería en Nueva de Lyon se oía a la banda de punk electrónica de Alan Vega. “Ghost Rider”, la canción que abre el primer disco del grupo neoyorquino de los setenta, perturbó el ambiente: afuera de la Background, un centenar de personas que buscaban música indie desconocida como si fuera una profesión, estaba impactada: jamás habían oído a Suicide y querían llevarse de inmediato el disco. Pero Hugo Chávez no lo vendía. Esa tarde, Chávez, el dueño de la tienda, estaba dejando las cosas en claro: el que sabía de música era él.

Chávez lo hacía todos los días: entrabas a su tienda, preguntabas por alguno de esos discos rarísimos de las vitrinas, se reía de ti, lo ponía, subía el volumen, te retaba por ser un ignorante, te convencía de que era una banda maravillosa y secreta que no podía faltar en tu colección. Podía ser un disco de Spacemen 3 o de Disco Inferno, casi siempre valía la pena. Esa tarde de mediados de 1995 todo valía la pena: Chávez no estaba vendiendo. Estaba mostrando sus joyas, pavoneándose ante una manada de esnobs. A algunos les estaba abriendo la cabeza para siempre.

Iba en serio: después de Suicide, sacó un extrañísimo disco de 1968 de una banda de una influencia subterránea sorprendente: el homónimo de Silver Apples, un grupo experimental que hacía psicodelía electrónica. Solo él podía tener un CD de esa banda en el Chile de los noventa. Era una reedición que, seguro, ese mismo mes había salido en Londres. Desconocidísimo, era el tipo grupo que cada uno de esos curiosos fuera de la Background quisieron siempre conocer y alabar en secreto. Era la razón por la que estaban ahí. O bueno, no: el centenar de jóvenes esa tarde estaba ahí para bajar al subterráneo y escuchar a Solar.

Después de la clase de Chávez, abajo de la disquería estaba la promesa. Eso era Solar en esos días: la promesa del shoegaze chilensis. No eran los únicos, ni los primeros, ni los más sorprendentes entre los grupos dedicados al ruido, pero la banda de Alejandro Gómez contaba con la venia de la muy incipiente crítica especializada. Es decir, el “Subte”, la  “Zona de Contacto” y a veces por Extravaganza!. No llevaban más de un año juntos, pero ya estaban afiatados: ante el centenar de personas que se apretaban en el subterráneo de la Background, el quinteto demostraba lo bien que habían aprendido de My Bloody Valentine y Ride. De la energía pop de “Medícame”, pasaban a zonas etéreas bastante voladas: en el momento más pegado de “Midistinguidalteración”, Javier Panella metía una melodía con su teclado que iluminaba el viaje.

Eran una promesa inédita, pero esa noche iba a cambiar la suerte de Solar. Ya bien avanzado el show, se apareció Gustavo Cerati con Oscar Sayavedra, exmanager de Soda Stereo y A&R del sello BMG, es decir, el hombre encargado de fichar bandas. Cerati tenía una serie de conexiones operando en ese concierto: había producido dos temas de Sien, la banda que formó el temple de Gómez, y al poco tiempo el subterráneo de la Background se convertiría en el laboratorio de Plan V, su aventura electrónica chilena. Si había llevado a Sayavedra a la tocata con algún ánimo más que empezar la noche, es difícil saberlo. Pero tuvo efectos: Sayavedra andaba de caza.

Esa noche yo también estaba en la Background. Obviamente, en ese momento no me enteré de nada de lo que estaba pasando: muchos años después supe que ahí estuvo Cerati con Sayavedra y entendí todo el cuento de los sellos de los noventa. Yo simplemente bajé al subterráneo y me senté a dos metros del grupo. Salí sorprendido. Al tiempo después, esa sorpresa se convirtió en decepción: BMG efectivamente fichó a Solar, que grabó un disco llamado Play en Londres, donde toda la suciedad que mostraban en vivo había sido reemplazada por un sonido brillante, higiénico, estandarizado. En realidad, me dio lo mismo. Pasé de largo. Pasé a Silver Apples: por fin, Chávez trajo el disco para venderlo.

La portada –la famosa portada– del disco primer álbum de Silver Apples es la imagen de un stencil de un par de manzanas. Al abrirla, se ve una foto difícil de entender: un hippie operando una enorme consola que, a primera vista, parece los controles de una nave espacial. En rigor eso era: Simeon Coxe apretaba botones en una máquina que él mismo había construido a base de varios osciladores: era un instrumento que generaba ruidos robóticos y disonates, que sonaban al ritmo de una batería marchante, igual de maquinal que tocaba Danny Taylor. Escuchar el disco es viajar. Pero es un viaje raro. Incómodo. Es un viaje a la imagen del futuro que se proyectaba en el 68. No se puede escuchar tantas veces. Creo que lo supe en ese momento, pero ahora me queda más claro: lo que vale es el gesto. El atrevimiento. Abrir un camino, más que recorrerlo.

Mientras Solar se metió en las radios y rotaba por locales de Santiago –fui a más de uno–, yo pasé un rato en ese futuro anacrónico de Silver Apples. No sé si los escuché tanto, pero tener su disco, saber que existían, mostrárselos a otros, me gustaba. Supongo que la definición de esnob no me venía mal en esos días, pero persistí. Gracias a la Background, pero también de la disquería Zebhen (¿se escribía así?), casi escondida en el caracol del Paseo las Palmas, escuché a Can y muchas bandas del Krautrock alemán; también a Soft Machine y Gong, que me permitieron mirar de reojo a la movida de Canterbury. Me salté deliberadamente a todos los progresivos y traté, pero nunca entré, en el rock in opposition. Hasta escuché Magma.

Para mí, todas esas bandas pertenecían a un universo paralelo y extraño, que jamás salía en MTV ni sonaba en las radios. El eco de un pasado en que el rock se había desatado. O había hecho crisis. Algo inviable en los noventa, cuando nadie siquiera aspiraba a ser vanguardista. No tenía sentido, todo estaba permitido. Todo estaba hecho. Todo el post rock era básicamente una reverberación del Krautrock pasado por sintetizadores modernos y productores con más recursos. Nadie lo negaba demasiado: ante Neu! nadie podía hacer algo más que rendirse, porque Stereolab le copiaba todo. Y así pasó esa noche en la Background: todos quedaron choqueados con Suicide y Silver Apples: sonaban tan reales, tan orgánicos, tan inesperados, tan vivos ante la electrónica y post rock noventero. Solar, allá abajo en el subterráneo, estuvo bien, pero eran totalmente inofensivos.

Varios años después, el 2009, el vocalista de Can vino a Chile. Damo Suzuki. Vino solo y ni se le ocurrió recordar a su banda. Hizo un show en el Normandie, con un grupo formado por Congelador más Carlos Reinoso, de Mostro, y Gepe en las percusiones. Al entrar al cine, Suzuki saludaba a la gente. Parecía un viejo hippy sereno; ocultaba su alma salvaje. La desató en el escenario donde se dedicó a gritar por casi una hora sobre una improvisación. La voz de una de las bandas más sorprendentes y complejas que dio el rock en los sesenta a fines de los 2000 optaba por los alaridos. Estuve ahí para hacerle honor a un mito y estuvo bien. Este sábado, otro mito va a estar en Santiago: Silver Apples. Viene solo Simeon Coxe, porque Taylor murió en 2005. El show es en el Centro Experimental Perrera Arte y lo que pasará ahí es, por supuesto, una incógnita. Imagino que entre el público estará Hugo Chávez. Trataré de saludarlo.

Soundtrack

Silver Apples en Chile

 

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