El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia

Por Miguel Carreira.

Patricio Pron: El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia.
Mondadori, Barcelona, 2011. 208 pp.
16.90 €.
9.000 pesos.

La autoficción es un poco como el Lambrusco: nadie está dispuesto a defenderlo, nadie se muestra entusiasmado por él, nadie sabe quién lo ha traído; pero últimamente está en todas las fiestas. La gran diferencia con el lambrusco es que la autoficción, de vez en cuando, sí es digerible.

Aviso de que, si es usted de los que leen los libros para ver qué pasa al final esta reseña le puede destripar alguna que otra cosa. De todas formas, y no es por quitarle ventas al bueno de Patricio Pron, si es usted de los que lee los libros para ver qué pasa al final este libro no le va a gustar. Eso sí, es culpa suya.

El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia trata de un hombre que es argentino y vive en Alemania. Ninguna de las dos parece satisfacerlo en especial y quizá por eso se entrega al consumo de una droga que le deja la memoria como si hubiese pasado por allí un ejército normando. La relación con su padre es distante, pero muy civilizada. Sobrevive sin hogar, en casas de amigos. Un día su padre se pone enfermo y tiene que volver a casa.

Esta es la primera parte de la novela y también la peor. Quizás por intentar encontrar un cierto equilibrio en la estructura, quizás por otra razón, toda la circunstancia vital del personaje antes del viaje a Argentina resulta bastante forzada. Incomoda que siempre parezca demasiado cerca de convertirse en algo parecido a la alegoría.

Cuando el personaje llega a Argentina se encuentra con su padre agonizante. La segunda parte de la novela empieza con una cita de Cesar Aira que dice “Habría que pensar en una actitud, o en un estilo, por los cuales lo escrito se volviera documento”. Esta segunda parte es admirable, tanto por la inteligencia de su planteamiento como por la forma en la que dicho planteamiento se transforma en texto. Incluso la cita de Aira resulta perfecta, porque se ajusta como un guante a lo que le sigue y, al mismo tiempo, le añade un matiz más, así que la cita, más que un guante, es como una bota de montaña, que te lleva al mismo sitio que unos mocasines y aún te da la posibilidad de echarte al monte. La cita de Aira, funciona como deberían funcionar siempre las citas y casi nunca lo hacen.

La segunda parte trata de la investigación que el protagonista emprende sobre una investigación que su padre había emprendido a su vez. Vamos a ver si nos entendemos. El hijo no recoge la investigación del padre y la continua, sino que la recopila a partir de los recortes que este ha ido guardando en una carpeta de gomas. La investigación del padre es acerca de la desaparición y asesinato de un vecino de la ciudad, que resulta ser el hermano de una antigua compañera política suya, desaparecida durante la dictadura, después de ser arrestada ilegalmente por su militancia en un grupo peronista en el que él mismo la había introducido. La segunda desaparición, la del hermano, no obedece a causas políticas y ocurre muchos años después, cuando ya la dictadura ha terminado. El hermano desaparece, y luego muere, en un crimen turbio, en el que se enfangan el dinero, la prostitución y unos intereses miserables. A través de la reconstrucción que el hijo hace de la investigación del padre aquel descubre o redimensiona la identidad de su progenitor y descubre también que dicho descubrimiento no le afecta únicamente en cuanto que le permite conocer mejor a un ser cercano, sino en cuanto que el pasado de éste forma parte de su propio pasado y su propia personalidad.

Nunca está del todo claro si, finalmente, la memoria es lo único que somos o lo único que nos es totalmente ajeno, si el pasado es lo único que de verdad nos forma o aquello de lo que se nos ha privado para siempre. Sí está claro que el hombre tiene la necesidad ineludible de recordar y que una parte importante de su personalidad está formada por la relación que éste mantiene con su memoria, aunque dicha relación introduce, a su vez, la duda de si el hombre puede recordar o si está obligado a perderse en sí mismo y, a partir de un cierto momento, no puede sino recordarse en el acto -que ya hemos tachado de problemático- de hacer memoria. Dicho de otra forma, si el recuerdo no termina por convertirse en el recuerdo de un recuerdo.

En El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia Pron plantea que recuperar –y contar- la memoria es tarea de toda una generación. Pero la memoria que el personaje quiere recuperar no es exactamente la suya, al menos no como memoria individual, aunque sí como memoria colectiva, como una memoria política. Seguramente el término “memoria política” sea más adecuado que “memoria colectiva”. Primero, porque evita las resonancias jungianas. Segundo, porque este es realmente un texto político, tomando el término “político” en el sentido más extenso, en un sentido tan extenso que, de hecho, se diluye en los límites de lo que la política, tal y como la entendemos hoy, ha abandonado por completo: el de una ética de la convivencia, el de una ética de la existencia común, que el libro analiza a partir de los niveles individual, familiar y nacional. Esta es la mayor fuerza del libro: la capacidad de construir un relato en el que estos tres niveles se entrelazan y establecen una relación sistémica. El individuo, la familia y el estado se consideran aquí, no como unidades independientes que puedan reflejar unas a otras –no se trata de establecer paralelismos y convertir al individuo en una metáfora del estado- sino como elementos de un sistema cuyas partes se relacionan y mantienen una dependencia.

No creo que este efecto esté perfectamente conseguido en todo el libro pero, cuando lo consigue, el libro adquiere un vuelo considerable, una altura de obra importante. Pron va camino de convertirse en uno de los narradores más representativos de su generación.

Todos los colectivos, para serlo, necesitan cimentarse en un pasado común. No hay colectivo ni política sin pasado. Decía Jim Dodge que un pueblo no empieza  a serlo hasta que tiene un cementerio. Decía Marcelo Cohen (otra cita recogida por Pron): “… que no hay más remedio que heredar lo que sea. Una casa, un carácter, una sociedad, un país, una lengua. Después vendrán otros; somos también gente que llegará.”

Resulta curioso encontrarse con El espíritu de mis padres desde un país en el que se debate la pertinencia o la legalidad de juzgar los hechos ocurridos durante el franquismo, es decir, desde un país que, igual que Argentina se pregunta por su propio pasado. Un debate que, al margen de los dogmatismos de una y otra parte, encierra una complejidad notable porque, en el fondo es, o debería ser, un debate acerca de la fidelidad debida a las leyes, de si el deseo o el derecho de un pueblo están por encima de su propia legislación. El debate clásico entre lo lícito y lo legítimo –tan viejo que es uno de los temas mayores de las tragedias griegas-, sólo que aquí no se afronta desde una perspectiva individual, sino desde la perspectiva de toda una sociedad. España afronta un debate de altura Tebana a partir de unos argumentos de patio de escuela, encabezados por una clase política, como tantas veces, absolutamente incapaz.

Una de las preguntas que en España casi no se han planteado se ha convertido en parte importante de la penúltima narrativa latinoamericana. Gente como Pron, con esta El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia o como Zambra y su Formas de volver a casa e incluso el Piglia de Blanco Nocturno o –de otra forma- casi todas las novelas de Sada pueden conectarse con la necesidad de un pueblo de establecer su propia memoria, de conocer su pasado para determinar los límites de su propia identidad.

Resulta irónico que, los mismos que se lamentan de que España y sus símbolos se hayan convertido en causa de vergüenza para muchos españoles, sean precisamente los que se oponen a cualquier redención de los mismos, bajo la presunción fanática de que los símbolos no necesitan redimirse. La memoria de un pueblo no es una venganza con su pasado, es la forma de que dicho pueblo se reconozca a sí mismo y establezca su identidad. Igual que sucede en El espíritu de mis padres, un pueblo, una nación, un conjunto de hombres ligados en una sociedad, necesitan entender de dónde vienen y qué los ha llevado a convivir. Necesitan examinar su pasado, sobre todo su pasado reciente, aquel del que no se pueden librar y necesitan hacerlo no como una actividad arqueológica o una investigación policial –aunque siempre tendrá algo de detectivesco- sino como la recuperación de una parte de nuestro pasado, como una pieza imprescindible para terminar el puzzle. Sin esa pieza no podremos ver la imagen.

Si al final resulta que esa imagen es o no la de una nación y de qué tipo no lo sabremos hasta que esté completado, y quizá tampoco entonces. Quizás –de hecho, es muy probable- para cuando llegue ese momento el puzzle ya haya cambiado, las piezas que creíamos bien fijadas se hayan revuelto y algunas sean inservibles. Casi podemos decir que esto no es un riesgo, es una seguridad, pero no importa, hay que jugar,  porque a eso ha venido esta generación, para eso está aquí; igual que la anterior y la anterior a esta, ha venido al mundo para jugar, para revolver el mundo y construir el puzzle con piezas que no encajan y buscar una imagen que puede que no esté ahí y que, por tanto, nunca podrá resolver. Siempre ha sido así, pero no se le pueden quitar a esa generación las piezas del puzzle, no se le puede quitar el derecho a jugar, porque esta generación, como la anterior y la anterior a esta, es una generación de jugadores, como la anterior y la anterior a esta, vive para apostar la vida, para ver las fichas caer y para aprender que nadie se levanta de la mesa.