Crónica: Me gusta el invierno de noche, de día no. Por Vicente Larenas Añasco

Por Vicente Larenas

Cada vez que el termómetro marca las temperaturas más bajas del año, los noteros en práctica llegan a revolotear a algún paradero como Las Rejas, Cal y canto, o el 25 de la Gran Avenida. Los matinales repiten sin cansancio, las mismas postales revenidas. Año tras año. Por décadas. Consiguen cuñas a la veterana que vende sopaipillas con pebre y mostaza a doscientos. ¿Cómo? A dos gambas. ¿Mmmm? A doscientos pesos.

La capa de estuco del notero, se empieza a derretir con el coa y el olor a aceite quemado, de bidón, ese que viene de cinco litros, y se compra y vende en la vega, futura locación cuando se dispare el precio del limón y la merluza alcance récord histórico en su valor. Que no se te olvide, campeón. Pero a esa hora mortecina, en un paradero de micro, hierve una sangre más espesa, gladiador. El matinal se queda corto.

En invierno, en la madrugada, antes de las seis de la mañana, la gente se mueve desde las periferias a sus trabajos con un frío de mierda seco que parte labios y entumece hasta bien entrado el día. Los colegiales, niños muy chicos de básica, las empluman solos caminando o tomando micros en las mismas esquinas en que estuvo el notero, que ya lejos de mundanas expresiones poblacionales, va camino al canal del angelito. Primeros rayos de sol. En la pega, hay que tratar de calentarse los pies y la guata con unos cafés de sobre cargados al azúcar. En el colegio el panorama es distinto después del primer recreo. El desayuno Junaeb y esa pichanga todos contra todos, logra despertar la circulación sanguínea de los chicos. Dentro de la sala, con cuarenta y cinco almas dispersas, se cuecen otras temperaturas.El profe trata de hacer clases. No puede. Pide silencio. Grita. Entra en calor.El resto del día se pasa más rápido. A la hora de almuerzo se alcanza la máxima temperatura, que, aunque sea baja, anestesia como un placebo, el plano que ha ocupado el frío en las conversaciones que van del día. También se peca de obviedad fuera de pantalla. Es una cosa de idiosincrasia. Punto para los noteros.

El imaginario de la once y la cama, es supremo, como el té. La estufa a parafina ya tiene un rato encendida. Es la única indicación explícita de el/la jefe/a de hogar. El olor a combustión se camufla con el tarro de café y las hojas de eucaliptus.  Las tareas acumuladas, los mojones del perro que nadie es capaz de recoger, la loza sucia amontonada y las cuentas impagas que atosigan silenciosamente, son minucias. Algo de bulla mete la tele hasta que se apagan las luces, y uno queda vagando en los estertores del día. Ya acostado, se cierran transmisiones escuchando música en el celular, o wasapeando a la prima enferma de cáncer y cómo sigue de salud, prometiendo visitas que no tienen para cuándo porque no hay tiempo.

Alfonso Alcalde describía los primeros trances del vino en las venas como “Los borrachos en ese punto de discusión de las cinco de la tarde cuando la justicia es ecuánime y la amistad profunda”.Esa misma atmósfera queda en una población en las noches de invierno, cuando estar horizontal y cerrar los ojos, viene siendo la madriguera para hibernar con los oseznos, aunque sea por un par de miserables y merecidas horas, hasta que la alarma anuncie que es momento de volver a empezar todo otra vez.

*Fotografía de Emiliano Valenzuela