Carlos Soto Román: Sobre Reclamar el derecho a decirlo todo de Julieta Marchant + Adelanto del libro

tapaSobre Reclamar el derecho a decirlo todo de Julieta Marchant

Por Carlos Soto Román

 

 

En 1951, John Cage, uno de los padres de la música contemporánea, visitó la cámara anecoica de la Universidad de Harvard. Una cámara anecoica es una sala diseñada para absorber en su totalidad las reflexiones producidas por ondas acústicas, por lo tanto en su interior no es posible oír nada. La aspiración de John Cage al entrar a esa cámara era experimentar el silencio absoluto.

 

Sin embargo, mientras estaba dentro, perplejo, pudo distinguir claramente dos sonidos: uno alto y uno bajo. Apenas salió, acudió al técnico de la cámara en búsqueda de explicaciones. Este le aclaró que el sonido alto correspondía al funcionamiento de su propio sistema nervioso y el bajo, a su circulación sanguínea. Fue así como John Cage llegó a la conclusión de que el silencio no existe.

 

El silencio como vacío. El silencio como una ausencia.

El silencio como el espacio muerto entre dos notas.

 

Utilizando una estrategia que se mueve entre el montaje, la apropiación, la recontextualización e incluso el collage, Julieta Marchant nos entrega un texto que es solo una alícuota de un proyecto mayor, el cual se propone la ambiciosa tarea de meditar sobre el oído como el verdadero órgano de la escritura.

 

El libro se inaugura y termina con interrogantes contundentes, preguntas abiertas como las que se deben usar con los pacientes para recabar una mejor información sobre la naturaleza de sus dolencias. Entre ellas, una pluma efectiva y sinuosa indaga insistentemente sobre la temporalidad, la eventualidad y la inestabilidad del yo y del cuerpo, y sobre cómo ciertos sonidos impactan y reverberan en ellos.

 

A través de una serie de verbos (leer, oír, pensar: todos ellos partes constituyentes de la anatomía de la escritura), que se presentan alternada y vertiginosamente a lo largo del poema, Julieta define los vértices de un paisaje sonoro melancólico, que desafía constantemente al lector a ser capaz de reconocer los distintos sonidos que, de alguna manera, atestiguan que estamos vivos.

 

El ruido del mar captado en distintas etapas de la vida / el crepitar de una casa antigua / el llanto de la madre / el zumbido de las abejas / la primera nota de un violín / la voz de la psicoanalista / el martilleo de una cama contra un muro.

 

Ruidos y sonidos se mezclan en un torrente vital, en una danza reflexiva donde la muerte no está ajena y se presenta como una amenaza constante que eventualmente puede detener el flujo, frenar el caudal.

 

«Pensar en aprender a morir. Pensar en la muerte presente en cada palabra, en el habla que hace efectiva la muerte» (13).

 

«Leer que “yo” nombra algo que muere, que un nombre es siempre un nombre de un muerto. Leer amenazado por la destrucción» (13).

 

«¿A qué suena la muerte?» (17).

 

A disonancia, a discordancia, a aquellos ruidos que el oído percibe con tensión y que por ende rechaza. A ese chirrido insidioso que hace juntar las muelas y que no permite nada entre las orejas, salvo estática, tinitus, ruido blanco. Tal como en Saramago, la ceguera no es la oscuridad total sino el blanco absoluto.

 

Esa erosión, ese detrimento también resuena rotundo en las fauces del texto y persiste, alzándose como una advertencia de que la escritura no tiene por qué ser un murmullo. A veces esta debe presentarse como un estruendo.

 

«Socavar la combustión que hace que las palabras se eleven. Socavar la poesía como victoria ante la gravedad. Socavar la posición que es el poema. Socavar el yo» (15).

 

Tal vez lo que separa el ruido del sonido sea lo mismo que distingue el oír del escuchar. Un asunto oscuro y misterioso entre aparatos receptores y ondas que se difunden en distintos estados físicos versus otras que son irregulares y sin concordancia entre los tonos fundamentales y los armónicos.

 

A diferencia de su entrega anterior, Habla el oído, el cual enfatizaba la escucha y por lo tanto el silencio como motor y fuente de la escritura, Reclamar el derecho a decirlo todo, en su conjunto, puede ser considerado una celebración del habla, incluso cuando esta se presenta en peligro o alterada:

 

«El mutismo insufrible

ante el pedido de un lenguaje común.

Tu modo de tartamudear

cuando te sientes atrapada.

Mi propio tartamudeo que apareció en la tristeza

y que se me hizo impropio.

Todo sonido, en cada sonido, la reserva de tu voz» (27-29).

 

Este pequeño gran gesto de resistencia recuerda la obra del poeta canadiense Jordan Scott, poeta tartamudo, quien en sus textos utiliza, a propósito, complejísimos vocablos con el objeto de intensificar su tartamudez a la hora de leerlos en público, obligándose a sí mismo a experimentar las exageradas limitaciones fisiológicas de su habla como performance. Cuenta el mismo Scott que, cuando era niño y en el colegio tenía un mal día debido a su impedimento, su padre lo llevaba a pescar para apaciguarlo. Allí, frente a un lago, observando las pequeñas olas acercándose a la orilla, su padre le decía: «¿Ves? Así es como el lenguaje viene a ti».

 

Escuchar lo que dice la ola cuando martilla en la playa una y otra vez.

No evitar las palabras, no evitar las palabras complejas.

 

El texto también pareciera reflexionar sobre la vulnerabilidad del lenguaje. Al reiterar a lo largo de todo el libro, como un mantra, la frase «desaparece una lengua», Julieta nos conmina a padecer la soledad del último individuo capaz de hablar una lengua determinada, justo antes de que esta se declare extinta para siempre. Pienso acá en Fresia Alessandri Baker, una de las últimas mujeres kaweskar, y en Cristina Calderón, última hablante nativa del idioma yagán.

 

¿Qué sucede cuando un habla se apaga? Un idioma, como sistema de comunicación y expresión verbal, funciona cuando se comparte, cuando se practica en conjunto. En ese aspecto, el lenguaje no es personal, porque solo adquiere sentido cuando es mancomunado; y ante la imposibilidad de ejercitarlo con otros, se vuelve vacío, inútil y luego muere. La ausencia de un idioma, entonces, es otro tipo de silencio ante el cual el poema se rebela.

 

La mención de la colmena, en los segmentos más narrativos del libro, no solo evoca a los Bee poems de Sylvia Plath (donde el cajón es solo temporal) o la fábula de Mandeville (donde los vicios privados hacen la prosperidad pública), sino que también refiere ideas de laboriosidad, creación y riqueza. Coincidentemente, la abeja también es un símbolo de la elocuencia. Pero ante la contingencia de un año nefasto, resulta imposible no pensar que esta estructura matriarcal se erige como una protesta radical y contundente ante un orden tiránico y abusivo que merece ser subvertido, planteándose con justificada rabia como un llamado urgente a repensar el rol de lo masculino.

 

En un sentido derridiano, «reclamar el derecho a decirlo todo» podría ser interpretado como una invitación a repensar el concepto del hombre, la figura de la humanidad y las letras propiamente tal. Reclamar en el sentido de restaurar, recuperar esa libertad, ese privilegio de cuestionarlo todo. Porque ¿dónde y cuándo se puede perder un derecho inalienable como ese?

 

Pero también «reclamar el derecho a decirlo todo» es literalmente una declaración de guerra al silencio. Es optar por darle la espalda a la contención y la mesura (ambas características eminentemente masculinas). Buscar la poesía no en la meditación ni en la tranquilidad de la deriva en los bosques, sino en «un raudal de palabras que se tropiezan, conforman una figura por un instante y luego retornan al caos que las hizo aparecer» (23). Después de todo, escribir –según nos advierte Julieta Marchant en este libro– es una forma de resistencia a la prohibición que establece el silencio.

 

 

***

 

Fragmento de Reclamar el derecho a decirlo todo (Libros del Pez Espiral, 2017)

 

 

Mi madre tiene una herramienta de metal del porte de su mano. En el extremo las dos aspas, al presionarse, abren un rectángulo con paredes de rejillas. Es la jaula para la abeja reina. Encontrarla consiste en un oficio lento. Sacar cada marco, buscarla por el reverso y el anverso, ir uno a uno hasta que la cara de mi madre se ilumine. Para ella la reina es la más hermosa, le agradece murmurando la manera en que conserva todo orden. Es larga y angosta, fue marcada con un punto blanco de pintura a la altura del tórax, su aguijón sin púas, su modo despreocupado de desplazarse, cómo las demás abejas abren paso y le hacen lugar. La jaula parece un objeto medieval en miniatura. Atraparla ahí, hacerla esperar mientras se revisan las larvas, se reordenan los marcos en función de los huevos, se hacen pruebas para confirmar que no existe ninguna plaga. Atraparla ahí para protegerla mientras sigue joven. Pero la reina será confinada una última vez. Cada apicultor ha de matar a su abeja reina y mi madre carga con ese destino incómodo. De esa manera se conserva el orden que ella misma se ha encargado de estructurar en su juventud. Mi madre toma la jaula por última vez, la última vez de esa reina. La atrapa, la sumerge en alcohol, deja que se apague. Un breve temblor, mi madre llora sentada en el pasto. El gato no se inmuta. Ha dejado de respirar. Mi madre. La reina.

 

El mutismo insufrible

ante el pedido de un lenguaje común.

Tu modo de tartamudear

cuando te sientes atrapada.

Mi propio tartamudeo que apareció en la tristeza

y que se me hizo impropio.

Todo sonido, en cada sonido, la reserva de tu voz.

 

Pensar en el fracaso de toda presencia. Pensar en seguirle la pista a la oscuridad. Pensar en tenerle miedo al miedo. Pensar en lo inapropiable. Pensar en lo que viene a mí. Pensar que solo mediante otro lenguaje esto es posible.

 

El apego por la lengua materna, me dice. Y nuevamente el mimbre se estrella contra sí mismo. Enfatiza en esa palabra, «materna». La dice incluso separada por sílabas. Esa incapacidad de hablar otra lengua, cómo mi boca se resiste e insiste en su tendencia al español. Mi madre nunca pudo aprender otro idioma. Tiene solo un modo de hablar. De pequeña solía imitarla. Ella colmaba su jardín y yo ataba cada pequeño arbusto al de al lado que, ya maduro, podía tolerar la fragilidad. Me sostengo en los brazos de mi madre, huele a bergamota y lavanda.

 

Estar preso en el entorno de un cuerpo

que no tiene compañero.

En el paisaje cercado de una mano

desaparece una lengua.

 

Leer una carta de amor que se escribe en la oscuridad. Leer: cuando digo «mi amor», ¿te nombro a ti o a lo que en mí te ama? Leer: en todos los puntos donde no haya nada escrito, lea que la amo. Leer la desactivación del rasgo nostálgico del deseo.

 

Auscultar el cuerpo enfermo

que por enfermedad escribe.

Un libro es deslizado por la repisa

a mis cinco años

en puntillas

intento alcanzarlo.

El crepitar de la sal en el agua hirviendo.

Buscar cacofonías en poemas

que anhelamos haber escrito.

La cadencia del cuerpo de mi madre

abrazándome en el agua.

 

Zurean afuera las palomas, y yo de oírlo soy incapaz. O él es incapaz de sobreponerse a esos arrullos que entran a la sala desde el patio. «Simplificar las cosas no es el modo de acceder a ellas», y respira silencioso aunque abrumado. Cada palabra cae lenta, las deposita desde el paladar a la mesa, con el cuidado de un cirujano habla. Dice «baladí» cada tanto y me pregunto cómo es posible decir «baladí». Aguzar el oído quizá no es el modo de entender, retengo frases, palabras, enunciados breves en mi cuaderno, apunto como quien escribe y qué será escribir sino apuntar con el dedo una ínfima desaparición. «Ojalá abrir un ojo antes, antes de que todo ocurra, porque desde el momento en que lo hago ya soy mortal», afirma en su propia mortalidad que vibra. Tiene esa tendencia a elevar suavemente la pierna, como si estuviera pedaleando en el aire, eleva el cuerpo de alguna manera, baja la voz. Entre el pantalón y el zapato se asoma una calceta de líneas horizontales. «Vayamos al grano si lo hubiera». Cuando termina el primer pedaleo y pone el pie sobre el piso de cerámica, un sonido casi imperceptible aparece y retoma la labor con la pierna opuesta. Su ruido interior se sobrepone al exterior. Toma la botella de agua a ratos aunque nunca bebe: no termina jamás de abrirla, enrosca la tapa y vuelve a cerrarla. Habla de Hölderlin y yo escribo. Mi oído retiene las palabras que escoge para nombrar cada cosa, me aferro a ellas, aletean en mi cabeza como abejas o mariposas. No me resisto a ninguna manera de incomprensión. También me elevo o nado quizá. Qué será comprender. En la autopsia a Hölderlin se precisa la belleza con la que estaba construido su cerebro, una cavidad colmada de agua presionaba el tejido cerebral. La causa de la locura: una laguna, un manantial. «El origen pujante de todos los ríos», dice, y él mismo se torna de pronto una liquidez. Pensamientos impensados acuna el oído. Piensa el cuerpo también que tiembla. En nuestras insignificantes mortalidades hablamos y escribimos. En nuestros ríos inquietos oímos.

 

Un rostro dice de su opacidad.

El oído anhela palabras que otros extraviaron.

Remando río abajo aprender un vocablo

para nombrar cosas que existían antes de respirar.

Cubre las manos astilladas en la faena

abriga el agua

rebrota la sal.

Lumbre el animal y no se consuela.

Desaparece una lengua.

 

Socavar la vida para vivir. Socavar la lengua que se expresa a sí misma. Socavar la dignidad de dar cuenta de lo efímero. Socavar el arte de citar sin comillas. Socavar lo muerto apoderándose de lo vivo. Socavar un arte sin lejanía. Socavar el devenir pétreo del pensamiento. Socavar un texto que depende de imágenes. Socavar un umbral, ese lugar de paso.

 

El tono de la voz de una mujer suele parecerme familiar. Oigo grabaciones de poemas en inglés y una vibración gutural en los hombres me aleja. Un rumor en el revés del cuello. Una distancia. Elegí a mi psicoanalista por eso, y ella lo sabe. La escogí por la proximidad de su voz. Sentada en el patio puedo oír los minúsculos sonidos de las abejas en plena faena. Mi madre canta una canción aunque no conoce la letra. Rellena sin apuro. Estrecho esta intimidad. Imagino las colonias de hormigas bajo mis pies. Hace frío y los zánganos serán expulsados. Esa voz, la de mi analista, la de mi madre, el zumbido de la reina, atesoro. Conozco su temblor, cómo oscilan e ingresan en la materia. Hace frío y los hombres serán expulsados. Sacados de raíz. Como un cuerpo que no necesita de sus órganos.

 

Sentarme y oír el mar

a los seis

a los quince

a los veinticuatro

a los treinta.

La casa que sonaba toda

con los pasos

con la lluvia

con el viento

con los fantasmas.

El océano del lenguaje

que abre el cuerpo y lo estremece.

El llanto de mi madre en la pieza contigua

su estridencia.

Tu voz

mi voz

enunciando los nombres que amamos.

Oigo el clamor del cuerpo a contrapelo.

La memoria de la escucha

lo que atesora el oído

y que se queda temblando

en la infinita materia.

 

Una historia acordona los elementos

a la manera de nombrar.

La madre le pide a la hija guardar lo propio.

Estrecha el cuento de un lobo

que acude sin saberlo a su propio sacrificio.

Las manos lastran y sangran,

trenzan un cesto del tamaño de la palma.

Cómo se componen los materiales.

Desaparece una lengua.

 

Leer con el cuerpo golpeado. Leer y desmontar la lógica de la propiedad. Leer cuando somos reclamados por las palabras. Leer ejerciendo mi derecho a leer y que el texto sea nuevo cada vez.

 

La abeja reina desova en primavera. Rodeada de miles de semejantes infértiles, toda reproducción depende de ella. Y lo sabe. Mi madre también lo sabe. Con la jaula en la mano y la dama real adentro, acerca el rectángulo metálico a su cara. Mi madre, profundamente miope, alza la jaula para verla a la luz. Se queda ahí en su silencio mientras los zánganos, ruidosos e inofensivos, desfilan en su cacería. «Acá estás», le dice. La reina mira a mi madre con sus miles de ojos, mi madre la mira con sus ojos cansados que brillan. Los zánganos provienen de huevos no fecundados: no necesitan de otro macho para nacer, me explica mi madre. Pero fecundan a la reina para producir obreras infértiles que los alimentan, recolectan polen, limpian la colmena, construyen panales, custodian la piquera para que no ingresen abejas extranjeras o avispas. Copulan en el aire y caen juntos al pasto. Ella viva, él muerto: el zángano más fuerte ha logrado fecundar a la reina de pronto y, en el acto, se desprenden sus genitales, ha sido desgarrado. Cuando avanza el otoño y escasea el alimento, las obreras expulsan a los zánganos de la colmena. Los dejan morir de hambre o de frío. Se deshacen de todos los hombres, los insensibles, los torpes incompetentes, los bárbaros. Sin embargo, adentro, en la oscuridad de los marcos, huevos y larvas son una latencia: en las celdas más grandes una horda de machos espera nacer.

 

Oír la relación entre cosas que no tienen ninguna relación. Oír la vigilia. Oír: estar en el lenguaje antes que en cualquier otra cosa. Oír un clamor intensivo. Oír a alguien haciéndose uno con el infinito en un instante. Oír el lugar bestial.

 

¿Y si reclamáramos el derecho a decirlo todo?

 

 

Julieta Marchant (Santiago, 1985). Es codirectora del sello Cuadro de Tiza Ediciones. Ha publicado Urdimbre (Ediciones Inubicalistas, 2009), Té de jazmín (Marea Baja Ediciones, 2010), El nacimiento de la hebra (Edicola Ediciones, 2015), Habla el oído (Cuadro de Tiza Ediciones, 2017) y Reclamar el derecho a decirlo todo (Libros del Pez Espiral, 2017).