Canción de hoguera. A partir de “Un árbol de luz íntima” de Tomás Cohen. Por Pascual Brodsky


Canción de hoguera. A partir de Un árbol de luz íntima de Tomás Cohen

 

Un árbol de luz íntima continúa la doble vertiente mística y concreta que corre por la poesía de Gabriela Mistral, recorrida de coyotes, palmeras, y a la vez de ángeles, esfinges, cuerpos que se disuelven en los caminos. Es un canto que quiere alojar a toda criatura, planta, mineral, por la necesidad de sostener y multiplicar un pulso vivo, sin justificación, mientras que está como asediado por la extrañeza casi alienígena de estar aquí solamente de paso. Es una extrañeza que en un poema como ‘El reparto’ de Gabriela Mistral se asume como carga del “yo”, una ilusión de la que sería mejor desasirse:

Repartida como hogaza
y lanzada a sur o a norte
no seré nunca más una

será mi aligeramiento
como un apear de ramas
Que me abajan y descargan
de mi misma, como de árbol.

Coloco este árbol de Mistral junto al de Cohen, porque su libro también quiere apearse de su “yo”, no ser más uno, para darle cabida a los sustratos vegetales y animales que lo circundan y sostienen. Una ruta similar y contemporánea es la reivindicación filosófica que Emmanuel Coccia hace de las plantas como los organismos más marginados y excluidos del conocimiento, el arte y la política occidental, al tiempo que son el puente acaso esencial entre lo inanimado y lo vivo. Es un puente que la poesía de Cohen intenta habitar. En ese sentido remite también al Neruda residenciario, en que los versos se agolpan haciendo eco de un mundo anterior a la lógica; la palabra se vuelve una región primordial de la experiencia que sabotea el dominio del “yo”. En un poema de Cohen dedicado “al mentor muerto”, la voz lírica casi quiere caducar ante la pérdida; el propio cuerpo y la presencia individual se perciben como estorbo, una especie de carcasa que se desea romper:

Ridículo golpear tu puerta, hoy
Membrana rajada de un tambor
Ridículo, apurarme hacia el cuerpo
que ya no es tu casa
y no hacia donde me aguardas
y me tardo aún. Hacia entonces
mejor iría, del tímpano a la concha,
en retracto de la noticia funérea
hasta acampar mi oreja
sobre el ritmo de tu pecho:

……

Triza esta ventana que no abre,
Triza con ella mi reflejo. Aliéntame
de nuevo. Me acerco, te empaño
de vida y no te veo.

A través de la ventana del ataúd, no basta la imagen del muerto para dar cuenta de su pérdida: es su silencio lo que parece desgarrar al que quedó vivo, el ritmo ya imposible en la “membrana rajada de un tambor”. Y al final, es el propio reflejo personal y aislado en el vidrio lo que se quiere desmentir con el tacto y el aliento, acampando la oreja en ese pecho. También el trayecto “del tímpano a la concha”, indica una primacía del oído antes que el ojo como órgano poético. Lo que el poema marca, de hecho, es lo que Montalbetti entiende como la asumida “ceguera esencial del lenguaje”:[1]: su no-relación con el mirar (“te empaño de vida y no te veo”). Y aquí podríamos evocar de nuevo a Mistral en ‘El reparto’: “¿Ojos? ¿Para qué preciso / arriba y llena de lumbres? (…) Iré yo a campo traviesa/ con los ojos en las manos/ y las dos manos dichosas /deletreando lo no visto / nombrando lo adivinado”.

Los poemas de Cohen van a insistir en el tacto, el sonido, el pulso. Recordando en la palabra lo que en ella persiste de gemido y grito, el hablante se descubre animal, y al poema como tejido y criatura. La segunda sección, “No insectario”, lleva como epígrafe una cita a Pascal Quignard: “La naturaleza vive en el pasado. Los pájaros, los animales, son el pasado”. Los cuerpos son sedimento del tiempo. Al pasado no hay que solamente velarlo, como al “mentor muerto”. Hay que atenderlo, está vivo en todas las criaturas. Y como el “yo” no basta, la voz lírica de Cohen querrá desperdigarse y cambiarse en insecto, o musgo, o bien omitirse en un mantra: “Barro, poza, tronco, cerro: /templo, templo, templo, templo”. O, para volver al comienzo y al título, ser una suerte de árbol feminizado:

Como virgen en el bosque, ser paradero
de las mariposas y los pájaros, con un aura
tan delicada, tan acogedora, que ni el vuelo
más frágil me temiera. Pero bruja
también, cambiando en secreto
a todos quienes escuchen
su canción de hoguera, de cuidados
que encantan amistad.

Bruja que, en vez de ser quemada en la hoguera, la canta, como reminiscencia en el bosque de que el mundo de los hombres es el descubrimiento del fuego como arma, mundo de la quema, tierra baldía. En cambio, la bruja canta “de cuidados / que encantan amistad”, del fuego como abrigo, caldero, relato, “luz íntima”, que es acaso el lenguaje del poema. Porque no pretende brindar un conocimiento. La canción “cambia en secreto” a quien la escucha, quizá en el doble sentido de que “la procesión va por dentro”, y de que el poema es su propio sentido, no responde a ninguna imposición a “ser claro”, comunicar, descubrirse o confesarse, de la misma manera un arbusto, un monte, un perro no necesitan justificación.

Patricio Marchant pensó que en el tema del árbol Gabriela Mistral poetizó las relaciones arcaicas de dependencia y abandono que nos definieron y todavía nos definen como especie. En un plano simbólico, como especie humana, la primera madre a la que nos aferramos y que abandonamos habría sido el bosque. Abandonados a nuestros propios recursos, habríamos reemplazado el cobijo del bosque con el manejo del fuego, y comenzaría entonces el mito de los hombres: dirán que el bosque los traicionó, secándose, quemándose, despechándolos. En la poesía de Mistral –y este es el punto de Marchant–, son los hombres, los hijos, quienes traicionan, abandonan y queman: ‘El árbol-madre es quemado por los hombres, por los hijos o derribado por los leñadores de “lascivas hachas”’[2]. Ese árbol, ese mundo destruido por el hombre sería el que la poesía de Gabriela Mistral reelaboró, insistiendo en el paisaje rural americano, y en una mística que tiende a pulverizar la idea de “individuo”. Tomás Cohén continúa esta reelaboración, hacia el reconocimiento de nuestra precariedad y dependencia de las especies y materias que nos anteceden, se aparta de la obsesiva centralidad otorgada a la ciudad, al sujeto, y desecha por completo el poema de los varones despechados. Invoca otro deseo, uno más necesario, el de una canción donde se acojan criaturas de toda especie, donde lo más frágil encuentra por fin cuidado.

 

[1] Mario Montalbetti. Sentido y ceguera del poema, (editorial Bisturí 10, Santiago de Chile, 2018) p.50. “Hay cosas que no salen a la luz/ sino que salen… al lenguaje”. p. 56,

[2] Patrio Marchant, ‘El árbol como madre arcaica en la poesía de Gabriela Mistral’ (1982), p.4