Aproximación a la técnica narrativa de Bolaño a partir de Los sinsabores del verdadero policía.

 
 
 


“Sesenta y cinco años después: Napolés” Larry Rivers, 1988 © VEGAP, Barcelona, 2007.

El estudio de la literatura siempre ha necesitado del estudio de sus límites. Quizá para justificarse, quizá para entenderse. Los límites de la literatura pueden ser, por una parte, límites externos -el límite que separa lo que es literatura de lo que no lo es- y límites internos, límites entre géneros, subgéneros, periodos o estilos.

El primer debate, el de la definición de la literatura, dio pie a la búsqueda de la “literariedad”. La búsqueda de aquello que es eminentemente literario. Esta indagación de la esencia de la literatura no tuvo gran éxito, es más, pudo acabar en desastre cuando los estudiosos llegaron a la resignada conclusión de que, en el fondo, no hay gran diferencia entre los recursos utilizados por la literatura y los empleados en un chiste o una canción infantil. El cine, por ejemplo, siempre se ha sentido más cómodo conviviendo con sus géneros menores, al menos desde el punto de vista formal. Nunca ha supuesto un problema el hecho de que un travelling o un primer plano sean recursos comunes para una obra con aspiraciones artísticas y un anuncio de televisión. El cine se jugaba la defensa de su esencia artística en una diferenciación técnica –que a la postre ha resultado ridícula, entre otras por razones puramente técnicas- entre el celuloide y la televisión.

Los límites entre géneros tampoco han sido cómodos para la crítica literaria. No tanto entre los géneros formales (donde la diferencia entre lírica, drama y narración se aceptan de forma más o menos generalizada[1]) como entre los subgéneros (la novela y lo que no es novela) y temáticos. Por ejemplo, si en una novela policiaca aparece un extraterrestre ¿se convierte en una novela de ciencia ficción? ¿En qué medida el género condiciona el acercamiento del lector a la novela?

Desde cierta perspectiva, el gusto de Bolaño por las novelas largas puede resultar sorprendente. Hasta la publicación de Los detectives salvajes, la de Bolaño era una obra de libros breves. Antes de dedicarse a la narrativa, Bolaño se había considerado a sí mismo exclusivamente poeta –al margen de los artículos que escribió durante su estancia en México y que no hemos podido consultar- y su primer escarceo con la narrativa llegó junto con Antoni García Porta. Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce es una obra pequeña, al borde mismo de lo que editorialmente se puede concebir como novela. Estrella distante o Una novelita lumpen tampoco son obras extensas. Más largas son La literatura nazi en américa o Nocturno de chile pero ninguna es una novela que se pueda considerar total, ni por concepción ni por extensión. Nocturno de Chile, por cierto, es la novela que de aquí a veinte años se reivindicará entre los eruditos como la gran obra secreta de Bolaño, cuando sea demasiado obvio, si es que no lo es ya, señalar Los detectives salvajes o 2666 como los grandes monumentos de Bolaño y quizás de la literatura en castellano de principios del S XXI[2].

Decíamos que, desde cierta perspectiva el gusto de Bolaño por las novelas largas puede resultar sorprendente. Pero hay otro sentido en el que el gusto de Bolaño por las novelas largas no podría ser más previsible. Bolaño fue un lector voraz, pero no académico. Sus ensayos de tema literario están llenos de intuiciones geniales, en especial Derivas de la pesada donde se leen cosas como:

 La literatura de Arlt, considerada como armario o subterráneo, está bien. Considerada como salón de la casa es una broma macabra. Considerada como cocina, nos promete el envenenamiento. Considerada como lavabo nos acabará produciendo sarna. Considerada como biblioteca es una garantía de la destrucción de la literatura.

Esta falta de academicismo convirtió a Bolaño en un diletante de la literatura. Bolaño sobrevive, desde un punto de vista ensayístico, gracias a iluminaciones pasajeras, una erudición de lector voraz y un estilo irrebatible, pero no tiene método, lo cual, como crítico, es un defecto imperdonable. Por eso Bolaño no es un crítico, por eso sus ensayos críticos  -muy pocos, en realidad- tienen más que ver con prosa de ficción que con un verdadero análisis literario y quizás por eso también, precisamente en este Derivas de la pesada, Bolaño ningunea un poco a Piglia, que seguramente sea, junto con el mismo Bolaño, el mejor escritor en castellano de principios del S XXI, y que es también lo radicalmente opuesto a Bolaño: un escritor en el que el método lo traspasa todo, en el que cada palabra está medida, aquilatada en función de un objetivo –que siempre cumple- y en el que cada obra, incluso la narrativa de ficción, supone una lección de crítica literaria, dicho en el mejor sentido de la palabra.

Como ensayista y como teórico de la literatura, dos cosas que nunca fue en realidad, Bolaño tiene todos los vicios del diletante. Cabe suponer que esos vicios vienen transmitidos desde su formación lectora. Al leer a Bolaño, y no solo al Bolaño crítico, sino al conjunto de la obra de Bolaño, la sensación que tenemos es la de enfrentarnos a un lector tan omnívoro como descontrolado. Un lector que se enamora de Rimbaud y Lautremont no sólo por su poesía, sino por la vivencia que esos personajes tienen de su poesía. Un lector apasionado y anárquico que se zambulle en la literatura sin afán de estudio, sino como una apuesta en la que se lo juega todo y en la que las grandes piedras que se encuentra en su camino, aquellas que en su zambullida suicida están a punto de romperle a uno la crisma, no pueden ser otras que las grandes novelas de la literatura universal.

Digámoslo de otro modo.

Un lector puede acercarse a la literatura de forma más o menos ordenada y descubrir que, al final del camino o al final de lo que ahora mismo es el camino, lo que se encuentran son sobre todo obras más o menos reducidas. Quizás la última gran novela de más de quinientas páginas haya sido el Ulises de Joyce. Después de eso, la novela moderna se ha convertido en una novela de medidas moderadas, pero antes de eso las grandes novelas eran las novelas extensas, las grandes batallas eran Rojo y Negro, Guerra y Paz o La educación sentimental y, en general, para todo aquel que no sigue la literatura como un camino racional, sino como una inmersión vertical, estas siguen siendo las grandes obras, los grandes referentes de la literatura universal.

Evidentemente, aquí estamos hablando del Bolaño lector. Del Bolaño lector que se adivina en su escritura. Pero no queremos decir con esto, como veremos más adelante, que consideremos a Bolaño un escritor empeñado en vivir al margen de la evolución literaria.

Para ser justos, esta tendencia a reducir el tamaño de las novelas (y esto no es sólo un asunto de tamaños, también atañe a los objetivos de la novela) es especialmente acuciante en la narrativa, llamémosle, continental; la que se sustenta ideológicamente en los posos de la filosofía francesa de mediados de siglo (Blanchot a la cabeza; a Foucault no lo leen los novelistas y  Derrida emigró a USA). La narrativa anglosajona va por otro camino, sobre todo en Estados Unidos, cuya narrativa parece vivir en un estado de constante ansiedad por llegar a eso que llaman “La gran novela Americana”, mientras que  en Latinoamérica, los novelistas, siempre han estado más atentos a las influencias del Norte que a las que venían del otro lado del Atlántico.

Los grandes novelistas latinoaméricanos, los perseguidores de la novela total, estaban mucho más influenciados por la novela anglosajona, en especial por la americana, que por la Europea. García Márquez, Vargas Llosa, o Fuentes estaban mucho más interesados en Hemingway y Faulkner que en la última de Robbe-Grillet o Sarraute, mientras que Cortázar se fue a París a traducir a Poe.

Bolaño es hijo de esta doble influencia. Tanto su condición de diletante como su condición de escritor latinoamericano lo llevan a interesarse por la concepción de la novela como obra total. Pero es aquí donde se cruza una tercera influencia, la de Borges.

Esta tercera influencia, Borges, es en realidad, la suma de las dos anteriores. Por un lado es un escritor latinoamericano, profundamente interesado por la tradición argentina pero formado desde una cultura anglosajona que gustaba de lucir ostentosa y provocativamente.  Borges es, además, el gran negador de la novela. Consideraba que el de la novela era un camino narrativamente agotado, superado definitivamente por el cuento. La superioridad del cuento respecto a la novela resultaba evidente a Borges, porque la narración de una historia en función de sus personajes ya no tenía ningún sentido. Ya no se podía contar una historia siguiendo a sus protagonistas y viendo cómo la trama se desarrollaba a su alrededor –es decir, siguiendo los caminos de la novela clásica-. Borges invirtió la fórmula, e hizo surgir a los personajes de su propia historia. La trama en realidad, se convertía en una excusa para el dibujo de los personajes, y estos quedaban subordinados a su propia peripecia.

Contar una historia como si se estuviese escribiendo sobre el libro que ya la ha contado antes.

En este cruce de caminos Bolaño plantea una novela en la que debe conciliar, por un parte, el afán totalizador, recogido de la novela latinoamericana, de la tradición anglosajona de la que esta bebe y de su formación desordenada, en la que las grandes novelas de la literatura universal no estaban ordenadas en una progresión funcional, sino que se mantenían, sobre sí mismas, como los grandes monumentos de la narrativa.

Para Bolaño, el único modo de conciliar estas tres influencias era desde la estructura y por eso se obsesionó por la estructura de la novela. Consideraba que la verdadera novedad, la única forma de avanzar en la narrativa, era mediante la presentación de nuevas estructuras, pero estas nuevas estructuras no podían surgir de la reordenación de la trama. Siguiendo las ideas de Borges, Bolaño consideraba que la novela ya no podía vivir de la recomposición de la trama, en ninguna de sus formas, puesto que, como decía Borges, era un camino agotado. Entre relatar una trama de forma lineal y hacerlo de forma fragmentaria ya no había gran diferencia. Tampoco en negar la trama u ocultarla por medio de varios narradores que contasen la historia desde varias perspectivas. Bolaño busca un nuevo tipo de estructura en el que, como en los cuentos de Borges, el dibujo de los personajes surge de su trama. Pero, a diferencia de Borges, Bolaño sí confía en la novela, aunque cree que, en ella, la trama no es posible. Como solución, urde una estructura en la que los personajes se dibujan a la manera borgesiana, pero la trama se adelgaza todavía más. Ahora los personajes no surgen de la trama, sino de pequeños esbozos de narración sin trama alguna.

La idea es la misma. Definir los personajes alrededor de acciones puntuales, sin desarrollar, como a través de fotografías. Así, casi al inicio de El atroz redentor Lazarus Morell, con el que se abre la Historia universal de la infamia leemos:

El Padre de las Aguas, el Mississippi, el río más extenso del mundo, fue el digno teatro

de ese incomparable canalla. (Álvarez de Pineda lo descubrió y su primer explorador

fue el capitán Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses

de prisión del Inca Atahualpa enseñándole el juego del ajedrez. Murió y le dieron por

sepultura sus aguas.)

El personaje, Hernando de Soto, se dibuja en dos acciones: jugar al ajedrez con el Inca Atahualpa y morir, gesto esencial para que pudieran darle sepultura en las aguas del Missisippi. Dos acciones cuya importancia para el relato queda sin explicar, pero que nos deben dar toda la información que necesitamos.

Bolaño utiliza la misma técnica, de sincopación, pero la transforma para adaptarla a la estructura de una novela. Para eso, en lugar de hacer crecer los hechos narrados los reduce aún más. Utilizando la misma técnica, ya no narra acontecimientos trascendentales o especialmente caracterizadores que puedan definir a un personaje. Al contrario, los reduce a sucesos mínimos, muchas veces rutinarios. En Los sinsabores del verdadero policía encontramos a un hombre preparando un café, un padre y una hija planeando una mudanza (pero nunca se cuenta la mudanza en sí), descripciones de tramas de libros que son, en la estructura de la novela, lecturas de distintos libros por un personaje (o las acciones de un personaje que lee novelas)… El caso más extremo de esta forma de estructuración, y no es extraño que sea lo último que escribió Bolaño, señal de la dirección que estaba tomando su trabajo, sea 2666. En la larga secuencia de asesinatos en la que no se pretende insinuar ninguna sucesión, la narración se basa en fragmentos aislados que no tiene sentido intentar recomponer, porque eso sería como intentar arreglar un plato que se ha roto en mil pedazos. De lo que se trata aquí es de contemplar el conjunto de los fragmentos y suponer que, en su fragmentación, le están dando nombre a algo: a la palabra Sonora, a la palabra desastre, al miedo.

Esta invocación de 2666 es absolutamente necesaria a la hora de hablar de Los sinsabores del verdadero policía. Ambas obras mantienen una relación tan estrecha que casi sería posible decir que la lectura de esta última necesita de la anterior.

Sin embargo, esto no sería del todo cierto. Los sinsabores del verdadero policía no es una novela, sea cual sea la acepción que se baraje del término. Es un conjunto de escritos, más o menos coherentes, sobre los que Bolaño, sin duda, trabajó de forma conjunta, pero que no dio por terminados. Sin embargo, en la obra de Bolaño, el final de la novela no tiene nada que ver con el acabado de su trama. Los sinsabores comunica con 2666 y, en menor medida, con Los detectives salvajes por el empleo de esta técnica de fragmentación, en la que la narración no surge de la causalidad de los acontecimientos (por lo que no tiene sentido preguntarse por un final) sino de la contraposición de los mismos. En este sentido, Bolaño está más cerca de la estructura del cuento tradicional, tal y como la definió Propp, que de la novela, puesto que el nexo que articula el texto no es un “entonces” sino la conjunción copulativa “y” que va enlazando los sucesos.

El resultado, igual que en 2666, no es un relato, ni una película. Es la contemplación de un cuadro que se puede apreciar o rechazar por su forma, pero no por la exégesis narrativa que se pueda hacer de él. Explicar de qué habla Los sinsabores del verdadero policía es como intentar contar la historia que hay en una sinfonía, con el agravante de que la sinfonía, en realidad, está pensada para comunicarnos que ya no hay historia, en el sentido tradicional del término, sino más bien la experiencia de una narración con un final imposible.



[1] La discrepancia más inteligente que conozco sobre este supuesto consenso es La logique des genres littéraires de Käte Hamburguer (Paris, Seuil, 1986).

[2] Por nuestra parte, consideramos que esta gran obra secreta es Estrella distante, pero posiblemente tengamos todas las de perder en este asunto.