Alejandra González: Jauría. Por Carlos Henrickson

 

Por Carlos Henrickson

En la historia de la humanidad hay un par de características que continúan siendo las mismas, todos los órdenes sociales se han mantenido por la violencia y diversos regímenes de clases sostenidos por su ideología y su milicia. Pero en fin, parece como si no fuera necesario estar hablando de esto: lo sabemos, y harto que lo sabemos nosotros en este momento de nuestro país, y bien particularmente los que ya con cuatro décadas vimos con claridad cómo operaba, y tuvimos desde Brunner hasta Moulian para darnos la explicación adornada con lujo de figuras retóricas y tejido teórico.

Pero el tejido teórico y la retórica no reproducen el mundo. Este lo han reproducido siempre las máquinas de parir y trabajar que acceden a la historia solo en los accidentes que se dan en llamar las épocas revolucionarias. Es sobre ellos –la humanidad real, con cuero, afectos y su eterna perplejidad- que se construye el orden y su discurso, todas las instituciones y también la literatura misma, levantada sobre esa colectiva y terrible mudez. Desde esta conciencia Alejandra González Celis (Santiago, 1976) sabe bien cómo hacer en su poética de Jauría (Santiago: Das Kapital, 2017) una literatura negativa –en el preciso sentido de la teología negativa-, fundada en la ausencia de su objeto, que es al mismo tiempo una sociología sin sociedad, una sociología negativa. En este libro lo humano es sometido y confundido con una masa sólida y sin trascendencia, que ignora el procedimiento del harto técnico estruje que se hace en ellos sin cesar. Por ello, Alejandra sabe elegir la seca forma que desnuda la esencia de la labor poética más alta, y paradojalmente la más despojada al mismo tiempo: la que trae a luz lo invisible a pesar de su resistencia a la visión.

No se puede dejar de reconocer en esa humanidad bajo las aguas del paisaje de la historia una violencia que le acaba constituyendo desde dentro, desde el mismo instante de nacer. El AFUERA que indica el nacer en el poema Tiempo es en este sentido más que anatómico: nacer es caer en la perplejidad de un sinsentido angustioso que puede efectuar la parodia de su redención a través de la ventaja material. Es la suerte del vivir del familiar, en que las palabras saben revelar que la violencia también se perpetra sobre el lenguaje mismo. El lenguaje brutalizado de la Señora María logra en este sentido conmover en su crueldad: su masa material se revela casi como su real esencia, una masa con una economía del veneno que se traspasa a la prole de ese humano hecho pez globo en su cruel alegoría de repositorio del daño.

Este daño es la huella de la historia. Más que seres, estos personajes son huellas de algo que se ha ido, marcas físicas en la piel de algo más grande que ellos; como las marcas de los perros en la ciudad que no fue hecha para su errancia. La sobrevivencia se superpone a la civilidad, proclamando lo palpable y visible como seña de la presencia humana y garantía de reproducción física. Sobre la promesa incumplida, revelada como mentira, con una primavera que suena como irónica distancia, el mundo de Jauría es la dimensión llana de la ficha social, de las posesiones domésticas que encuentran su segunda naturaleza –más allá de su precario disfrute- en el peso que toman en la estadística del bienestar social. Solo de vez en cuando se abre una grieta para que se revele con la brevedad de un flash la anatomía real de lo social: los poemas Hijo y Economía y negocios son indicadores de estos momentos de conciencia fugaz, poniendo el foco sobre los defensores efectivos y materiales del orden y los articuladores de su discurso. Lo humano como realidad espectral, transparencia de una trastienda trasera, oculta tras esta arquitectura de la muerte institucionalizada, es quizás lo más inquietante de las figuras del libro, y la pléyade de perros de esta Jauría, en su persistir errante, saben acentuar esa espectralidad al arrojarse a los ojos del lector en toda su realidad física y no-social, como si un defecto en una pantalla verde nos ofreciese a lo humano como la alegoría del perro, y no al revés. El perro perfecto, entonces, ofrece las virtudes de lo humano en una perfecta clave negativa, y su desaparición aberrante sabe dejarnos ver la negación lograda de la trascendencia que el proyecto ilustrado le asignó a la humanidad en la época heroica de la ascensión de la burguesía como clase hegemónica.

Despertar del sueño de la historia fue la aspiración de una utopía que defendió hasta la muerte su verdad teórica. Acaso se haya hecho más efectivo esto: que la poesía pueda acabar de despertarnos hacia este universo despiadado y violento desde la no-realidad puramente discursiva de la ideología burguesa. ¿Es este libro una manifestación de puro desespero, entonces? Creo que no. Alejandra nos dice quizás otra cosa: que hay que salir del teatro en que un actor nos ofrece el bello discurso de la esperanza y la inevitable progresión humana hacia la felicidad, por más que este se mueva y hable con cada vez mayor maestría y esplendor, con cada vez más encendido orgullo social y demócrata. Es afuera del teatro adonde ya echaron a la poesía: a la calle, donde no queda otra que madurar, ponerse serio, y dejar la literatura con L mayúscula para los que no pueden vivir sin dramas y luces de escenario.