Adelanto + Invitación al lanzamiento: Contra la inocencia de Rafael Gumucio

Revista Lecturas invita al lanzamiento de Contra la inocencia, nuevo libro de Rafael Gumucio, la presentación estará a cargo de Constanza Michelson, Paloma Salas y Federico Galende.

Martes 30 de agosto de 2016, a las 20:00 hrs. En Culto Bar, Estado Unidos 246, barrio Lastarría, Santiago.

 

 

 

 

 

Les dejamos con  Muerte menos temida, uno de los ensayos que componen este libro, como adelanto:

Mi abuelo murió por no decidirse entre fumar un cigarrillo o beber un vaso de whisky. A los ochenta y siete años y en pleno uso de sus facultades mentales, el humo y el alcohol se atragantaron en sus pulmones, lo que derivó finalmente en que dejara cualquiera de sus signos vitales. Su esposa, mi abuela, que apenas bebía y que no fumaba, tuvo que esperar a los noventa y dos años, viéndose a sí misma perder paulatinamente la cabeza, usar pañales, depender de la bondad de los extraños,  pasar años viviendo una vida que nada tenía que ver con ella. Su buena salud se transformó en el mayor de sus calvarios. Los últimos años de su vida consistieron en el enfrentamiento entre su cabeza –lo que quedaba de su conciencia, de su moral, que rogaban morir lo más pronto posible– y su cuerpo, que se resistió por años a cumplir con la solicitud.

Pienso ahora, comparando las dos muertes, que mi abuelo no fumaba y bebía solo por vicio. Era un sobreviviente nato, un falso melancólico, un luchador que sabía que si quería morir a tiempo, que si quería evitarse la vergüenza y el dolor de sobrevivir demasiado, tenía que ayudar a la muerte. Por eso fumaba, por eso bebía, por eso desobedecía las órdenes médicas. Amante de la justicia, necesitaba contrarrestar su inmenso instinto vital y regalarle algo de peso a la muerte para que alguna vez la balanza se inclinara a su lado.

Detrás de la prohibición de fumar y beber subyace una extraña visión de la vida, del instinto vital como algo frágil. De alguna forma secreta, los defensores de la vida piensan que esta parece estar sometida al ataque permanente, que somos, cada uno nosotros en conjunto, una fortaleza que espera la llegada de los bárbaros. Poco importan los datos que contradicen esta visión del mundo. Da lo mismo que en términos estadísticos vivamos más y mejor cada día. No parece importunarles que en las sociedades desarrolladas sea cada vez más difícil morir. Cada muerte, por más natural que sea, resulta entre nosotros una derrota inadmisible de la medicina. Toda vida preservada a cualquier costo se convierte en un deber del que no podemos salvarnos. Nuestra respiración, nuestra salud, son así consideradas en la actualidad como un deber social, una obligación del Estado, que no podemos poner en cuestión o evadir sin recibir castigo.

Mi abuelo fumaba porque sentía que podía desperdiciar un poco la salud de sus pulmones. Werther se podía suicidar porque sabía que algo de él viviría después de su muerte. Edgar Allan Poe podía jugar con la muerte sin sentir que se perdería del todo a la hora de abarcarla como tema de sus libros. Nuestros abuelos y bisabuelos, que habían visto morir a tanta gente a lo largo de sus vidas sin que esta ganara la partida, se podían dar el lujo de ser galantes con la visita de Tánatos. Ese lujo, ahora que la mortalidad es una excepción o un error médico, es un asunto que misteriosamente no podemos permitirnos más. Solo el hombre que no tenía nada, el que no era nadie, podía abrazarse desesperadamente a la vida. Vivir se comprendía como un mandato. La comprensión de esta regla llevaba entonces a nuestros antepasados al extremo de despreciar el acto de vivir demasiado.

Hoy estamos situados en el extremo opuesto, el de imponer la vida a toda costa, arrastrar a los ancianos agonizantes entre tubos a la obligación de seguir viviendo hasta que sus cuerpos ya no puedan aguantar una sonda más. El extremo al que llegamos como humanidad es el de «vegetalizar» la vida humana, es decir, quitarle al hombre la totalidad de su instinto animal –su pulsión de muerte– y sus capacidades para así mantenerlo vegetal, refrigerado, en esos enormes viveros en que se han convertido los hospitales.

Los amantes y defensores de la vida solo pueden sostener su obsesión justamente negándole a esta su derecho principal: el derecho que tiene la vida de matar. Es esa la principal contradicción a la que se enfrenta toda prohibición en pos del cuidado de la salud y la medicación de nuestra sociedad. Porque aquello que llevaba a mi abuelo a fumar y a beber no era una pulsión suicida, no era un desprecio a la vida, sino unas auténticas ganas de vivir. Era el placer, ese instinto que nos distingue de las plantas. Era el deseo que nos distingue de los animales. Y, por ello, en el centro de la vida se encuentra la muerte. Todo lo que nos hace vivir utiliza como imagen y símbolo algo que potencialmente nos puede matar. Vivir, entonces, es de alguna forma matarse, avanzar hacia esa parte esencial de la vida que es la muerte, como al revés la vida es solo parte esencial de la muerte.

La vida no se guarda, no se protege, no se cuida. El que se cuida, el que se protege, el que se vigila es el enfermo, es decir, el hombre que porta en sí la muerte y que no la quiere afrontar. Prohibir el tabaco y el alcohol para cuidar a los ciudadanos de sus compuestos tiene como único sentido enviar un mensaje a la ciudadanía que puede vivir pero no ejercer una de las prerrogativas mismas de la condición humana, que radica justamente en la libertad de hacer uso beneficioso del placer del vicio de fumar y de beber.

Eso es lo que nos hace humanos: aquella capacidad de destilar el «veneno» y encontrar en su utilización el placer de vivir. Ese es también el riesgo, porque en el intento la mayoría simplemente se intoxica. Nos constituye como humanos un deseo que es más grande que nuestros cuerpos. Dios o la evolución nos hicieron de ese modo porque la fragilidad del hombre es lo único con que puede morigerar su poder, su capacidad. Quien nos hizo no solo nos hizo mortales, sino que nos hizo desear la muerte para, de alguna manera, controlar nuestro poder. Su legado también es el de invitarnos a matarnos a nosotros mismos, que optemos por decidir qué hacer con nuestra propia vida, para así evitar que matemos a todos los demás.

Horrorizados con justa razón por las montañas de muertos en los campos de concentración, asqueados del tono necrofílico en que terminó convertido el romanticismo, creamos un infierno distinto pero parecido al fin y al cabo. A la montaña de cadáveres de los campos le hemos opuesto los jardines vegetales de seres muertos en vida, de mujeres y hombres a quienes se les ha quitado la libertad de las palabras, su dignidad, la libre acción y decisión para con su propio cuerpo, preservándoles simplemente los signos vitales.

Hemos extirpado, como si se tratara de un tumor, la muerte a la vida misma, sin darnos cuenta de que ese tumor, esa afección que palpita, era el corazón de nuestra existencia. Matamos la vida para que no pudiera dejar de existir, aunque temerosos de ser demandados por negligencia médica nos apresuramos en conectar al paciente a un respirador y mantenerlo en coma por los siglos de los siglos, amén.